Inti Jacanamijoy ya había hecho varios cortos y producido varias películas para otros directores, con su compañía La Cueva Casa Creativa. Pero con su primer largometraje, un documental titulado Los sueños viajan con el viento, no solo da un paso en su carrera audiovisual como cineasta, sino que se reconcilia con su pasado familiar.
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Hijo del famoso pintor colombiano Carlos Jacanamijoy, Inti creció en el seno de una dinastía de artistas. Gracuado de la Escuela Superior de Cine de París y de la universidad Javeriana en máster de creación audiovisual, en 2019 presentó sus cortometrajes La Manuela, El caminante y Liebres. Ahora, determinado a cambiar su relación con la muerte, retoma la historia de su abuelo y lo lleva de regreso a su tierra natal donde hará las paces con sus antepasados. Inti acompaña La Guajira a su abuelo José Agustín, de 96 años, un indigena wayú, que fue apartado de su madre y de su cultura cuando era un niño para ser educado por sacerdotes católicos. Allí, juntos, encaran de manera distinta la muerte y rescatan la memoria e identidad que creían perdidas.
“Mi objetivo es dar al público una perspectiva diferente de la muerte. En esta ocasión no se siente como un final, sino como una vuelta al origen, un regreso al vientre materno”, dice Inti.
Dedicado al desarrollo de su próximo proyecto, El Umbral, el también artista plástico contó detalles de su ópera prima, Los sueños viajan con el viento, que acaba de estrenarse en los cines del país.
¿Qué es lo que más destaca de esta película y qué papel juega en su evolución como cineasta?
Lo que más me deja esta película es la oportunidad de descubrir y afinar mi propia voz narrativa, de sumergirme en un proceso creativo que me desafía y me invita a cuestionarme tanto como individuo como cineasta. Esta obra es un viaje profundo de autodescubrimiento, una invitación a ser vulnerable, a reflejarme en mi creación y a explorar los temas que comienzan a trazar mi camino en el cine. La familia, los sueños y la muerte son los pilares que me acompañan y me guían en esta travesía. Además, esta película marca mi entrada en la industria cinematográfica, tanto a nivel nacional como internacional. Lo que más agradezco es la compañía de un equipo que ha creído en esta propuesta y ha contribuido a construir este camino que apenas comienza a abrirse.
¿Siente que es un intento por sanar esa ruptura histórica y, al mismo tiempo, reconectar con su propia identidad?
Creo que al hacer esta película se pueden sanar muchas heridas que han permanecido en silencio dentro de mi familia, como la separación de mi abuelo de los brazos de su madre. Siento que esta obra tiene el poder de poner sobre la mesa conversaciones que pueden ser dolorosas, generar discrepancias o abrir debates. Eso es precisamente lo que me atrae: que la película funcione como un puente para aceptar el pasado, sanarlo y, al mismo tiempo, reconocer nuestras raíces, nuestra herencia, para comprender mejor nuestro presente. Este proyecto me ha permitido abrir los ojos y aceptar con más profundidad mi herencia indígena; me ha dado la oportunidad de abrazarla, junto con todo el contexto social y cultural que ha influido en mi camino hasta aquí.
¿Qué dice el viaje de su abuelo sobre la universalidad del sufrimiento y la redención?
El viaje de mi abuelo, tal como se muestra en la película, revela que el sufrimiento es una experiencia universal, pero que en medio de esa adversidad, también existe la posibilidad de redención. Su historia es la de un hombre que, a pesar de haber sido arrancado de sus raíces y marcado por una herida que nunca se cerró, encontró la capacidad de amar, de pertenecer y de soñar nuevamente. Es la historia de alguien que, en su búsqueda por reconstruirse, descubrió un nuevo sentido de identidad y un lugar en el mundo.
Lo que creo que resonará más allá de las fronteras colombianas es precisamente esa capacidad humana de reconstruirse, de hallar esperanza en medio del dolor. Mi abuelo encontró redención no solo en el amor, sino también en la conexión con su tierra y su familia, que se convirtieron en su ancla y su refugio. Esta es una experiencia que trasciende culturas, porque todos, en algún momento, buscamos un lugar al que pertenecer, un significado en nuestras vidas, y la fuerza para seguir adelante a pesar de las cicatrices que llevamos.
¿Cómo abordó la escritura del guion para que el lenguaje visual contara tanto como las palabras?
Todo este proceso fue un recorrido de prueba y error, un camino que, aunque sabíamos a dónde queríamos llegar y lo que buscábamos, se fue construyendo en la marcha, como un lienzo que se va completando con cada trazo. La escritura la desarrollamos junto a Canela Reyes, en largas sesiones de conversación donde nos sumergimos en la película que queríamos crear, siempre guiados por la emoción nostálgica de mi abuelo José Agustín y su anhelo de un segundo entierro, un deseo profundo de reencontrarse en la muerte con el amor de su madre.
A medida que avanzábamos, exploramos múltiples historias para contar esa premisa, permitiéndonos grabar y experimentar diversas formas de acercarnos a la esencia de mi abuelo. Cada regreso al material traía consigo una revisión, un proceso de destilar ideas, dejando atrás aquello que no resonaba con la verdad que buscábamos. Pero también nos mantuvimos abiertos a lo que la realidad nos ofrecía, especialmente en la vida cotidiana de mi abuelo. Con atención, observábamos y desde ahí comenzábamos a construir.
El lenguaje visual surgió de la misma manera. Junto a Álvaro, exploramos muchas referencias, probamos distintos enfoques, dejando que el paisaje nos hablará, sintiendo su energía y siempre intentando construir a partir de lo que mi abuelo nos transmitía, lo que sentía o lo que intuíamos que él sentía. Experimentamos con diversas formas de registrar lo cotidiano, buscando la distancia correcta para filmar, pero siempre guiándonos por la idea de crear la sensación de alguien que observa, de un nieto que intenta descifrar los silencios y las emociones que se esconden más allá de las palabras.
Todo esto cobró un sentido más profundo en la edición junto a Juanita Onzaga. Con ella, tuvimos muchas conversaciones previas al montaje, hablando en detalle sobre la emoción y la sensación que quería construir, sobre el destino al que quería llegar. Le entregué el material acumulado durante casi cinco años de rodaje, y después de nuestras charlas, llenas de honestidad y creatividad, ella comenzó a construir y proponer, siempre respetando y basándose en la emoción que le compartí desde el principio.
Fue en la conjunción de todos estos procesos —las charlas, las búsquedas, las pruebas y los errores, la diversión y el cuestionamiento— donde nació el lenguaje de la película, pero siempre con la claridad del norte al que queríamos llegar.
¿Cómo seleccionó las locaciones y qué aspectos del entorno natural utilizó para reflejar el estado emocional de los personajes y el tono espiritual de la narrativa?
Las locaciones de la película son mucho más que simples escenarios; son los espacios sagrados por los que mi abuelo transitó a lo largo de su vida, cada uno cargado de un profundo significado emocional para él. Nazareth, su lugar de nacimiento, es el corazón de la casta de su madre y el sitio donde reposan sus ancestros. Ahí, en ese cementerio, aguarda su descanso final después de su segundo entierro, como lo dicta la tradición. Siapana, donde reside su sobrina más querida, es otro rincón de la Guajira que lo conecta profundamente con su tierra y su gente. El Cabo de la Vela, y en particular Jepirra, la cueva sagrada donde se dice que las almas de los Wayúu encuentran su descanso eterno, es un lugar cargado de una espiritualidad que trasciende lo tangible, un símbolo de la fuerza y el misticismo de la cultura Wayúu.
Finalmente, está su casa en Pueblo Bello, dentro del resguardo indígena Arhuaco, el hogar que construyó junto a mi abuela. Es ahí donde nacieron casi todas mis tías, donde se tejen las memorias de la familia, y donde, inevitablemente, mis abuelos encontrarán su último reposo. Estos espacios se convirtieron en un mapa emocional para mí, una guía para entender y sentir lo que mi abuelo me transmitía: su nostalgia, el dolor por la Guajira, y el apego profundo y amoroso por la Sierra.
En el proceso creativo, comprendí que era desde esa raíz emocional que debía narrar y construir los paisajes y las sensaciones que darían forma a la película. Junto a Canela y Álvaro, entendimos que estos paisajes no podían ser representados de manera meramente pintoresca o grandilocuente, como postales turísticas. Teníamos que concebirlos como paisajes fragmentados, emocionales, que establecieran una conexión íntima con la nostalgia, un paisaje que se iba armando poco a poco, dotado de una fuerza magnética para el protagonista. Fue desde esa fragmentariedad que comenzamos a construir la emoción de la película, y, sobre todo, la relación que el paisaje debía tener con el personaje. Es a partir de esa fragmentación que emerge el tono espiritual de la película, dando espacio a lo invisible, a lo que el paisaje oculta, a lo que nos llama a emprender un viaje espiritual.
REDACCIÓN CULTURA EL TIEMPO
con una entrevista cedida por la producción
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