"Este congresista montó a caballo y entró al Congreso. El caballo sintió tanta bestialidad encima que prefirió morirse" —escribió el presidente Gustavo Petro en su cuenta de X, el miércoles pasado. La frase tenía un destinatario directo: el senador Alirio Barrera, del Centro Democrático, uno de los ocho parlamentarios que archivaron la reforma laboral y que había contado que su caballo había muerto por una picadura de serpiente.
Un día antes de ese mensaje, durante su discurso en la plaza de Bolívar, Petro se refirió a los ‘alcalduchos que pisotean la Constitución’. Más atrás había afirmado que ‘traficar con la muerte es de vampiros, no de hombres de la ciencia’, en alusión a los médicos que critican la reforma de la salud. ‘Hombres y mujeres de ciencia que se venden al mejor postor’. Basta una mirada rápida a sus mensajes en esta red social para descubrir que no hay opositor que se libre de sus adjetivos. Monarcas, tiranos, alcaldes de la miseria y la muerte, muñecas de la mafia. Mentes nazis con poder mediático, político y económico.
Los ejemplos podrían seguir y llenar páginas. Malditos, fue el calificativo que les lanzó a congresistas que votaron en contra de sus reformas. El deterioro del debate político se hace evidente cuando impera el insulto por encima del argumento y de la reflexión. Y no es algo que esté solo en el lenguaje presidencial. Muchos de los protagonistas de la política utilizan hoy ese lenguaje efectista que conduce a avivar la polarización.
—¿Qué mirás con esa cara de matón? Deja de traer caballos y trae razones, ¿o el cerebro no te da para eso? —le increpó Alfredo Mondragón, representante del Pacto Histórico, al mismo senador Barrera. Se lo dijo en el recinto del Congreso, con una actitud desafiante que quedó grabada en un video.
A las pocas horas, desde X, el senador le respondió:
—Le falta pelo pa’ moño pa’ que me asuste, cobarde. Cuando le faltan coj... nes, entonces lo completa con gritos.
Otro ejemplo del nivel al que ha llegado la degradación del debate y del que no se salva ni un extremo ni el otro. Si descalificar al rival les trae aplausos de sus barras, miles de likes y ojalá volverse la tendencia del día: objetivo alcanzado. Son precisamente las redes el escenario ideal para este tipo de confrontación. “La política se ha permeado mucho de la forma de comunicación de las redes sociales. Esto ha hecho que se rebaje el debate a unos niveles que antes eran inaceptables, viniendo de una institución o de un gobierno”, dice Pablo Sanabria Pulido, doctor en Administración Pública e investigador asociado de la Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes. Estos escenarios digitales han simplificado el mensaje de forma extrema. El fin principal se ha vuelto lograr impacto, mejor si es inmediato.
El mensaje de Petro en la red X sobre el senador Alirio Barrera. Foto:Archivo Particular
Para Ángel Becassino, experto en comunicación política, la causa fundamental de esta degradación del debate es la falta de argumentación. Las ideas dejaron de estar sobre la mesa. “Lo que se busca ahora es enfrentar al otro, tratar de aplastarlo, dejarlo por el suelo y, cuando esté ahí, pisotearlo —dice Becassino—. Es un tipo de confrontación como con navaja, que pretende lapidar directamente al rival. Una apelación a quién es más brutal, más grosero”.
No existe un cuidado de la palabra. Según María Teresa Suárez, doctora en Lenguaje y Cultura, la retórica del insulto tiene que ver con lo que tenemos a la mano, sin que exija pensar nada. No hay reflexión. "Si yo reflexiono, yo no insulto —explica—. Por eso las redes son un escenario propicio. Vivimos en esas burbujas todo el tiempo, y ahí decimos lo que queremos, como queremos decirlo, sin que pase nada”.
En esa dinámica de enfrentarse al otro no hay espacio para un diálogo proactivo. Al contrario: lo que provoca este tipo de ‘comunicación’ —sobre todo en una sociedad tan dividida como la nuestra— es que quien recibe el insulto termine respondiendo con la misma moneda, o por lo menos con una similar. Yann Basset, doctor en Ciencia Política y profesor de la Universidad del Rosario, destaca algo que está afianzando aún más este fenómeno: “No creo que la sociedad esté hoy más polarizada que antes, pero la política sí lo está. En el Parlamento tenemos partidos de izquierda y derecha en franca oposición, cuando antes liberales y conservadores casi siempre gobernaban juntos. Una oposición tan clara tiene efecto en cómo se desarrolla el debate político”.
Un par de ejemplos más:
—Petro es peor que el covid —dijo la senadora María Fernanda Cabal en medio de una intervención en el Congreso que después compartió en sus redes.
—Se pone a mezclar drogas con alcohol y por eso es que “se cae” y no asiste a los eventos. Ya está muy mayor para andar haciendo esas combinaciones —escribió en su cuenta de X el representante Miguel Polo Polo, en alusión al Presidente.
Una conversación política, si quiere ser genuina y útil, implica reglas de juego entre las que se cuentan no darles cabida a las mentiras, estar dispuesto a oír los argumentos del otro y, por supuesto, garantizar el respeto mutuo. “El problema es que no estamos conversando. Lo que hoy existe es algarabía, gritería de lado y lado —dice Mauricio García Villegas, autor de libros como El orden de la libertad o El país de las emociones tristes—. Políticos como Carlos Lleras, Alfonso López, incluso Belisario Betancur, eran personas que argumentaban, que tenían ideas y se preocupaban por ellas. Hoy eso no importa y solo se busca el impacto. Es algo muy grave”.
Termina por ser un terreno propicio para la aparición de figuras populistas —también de un lado y del otro—, que se mueven a sus anchas en esta forma de debate. Jacob González-Castro, experto en comunicación política y docente en la Universidad San Pablo de Madrid, explica: “El populismo culpa a una élite de causar un problema, y muestra quién es la persona carismática que puede liderar el cambio para que el pueblo vuelva a recuperar sus derechos. Todo ello lo hace empleando un lenguaje muy simple, para que la gente sepa quién es el responsable de sus males y para que crea que sus problemas tienen fácil solución. En esa simplificación del lenguaje político entra el insulto, la descalificación y la retórica chabacana.”.
La respuesta de Alirio Bustos al ataque verbal del representante Alfredo Mondragón en el Congreso. Foto:Archivo Particular
El interés por ofrecer argumentos parece quedar atrás para darle lugar a lo que González-Castro llama la espectacularización: en síntesis, políticos que actúan como influencers. Un viraje que favorece a líderes mediáticos que “gustan a la audiencia porque lanzan golpes constantemente contra sus rivales a través de insultos que divierten a quienes los siguen”, dice el experto. Es un fenómeno mundial, con ejemplos como Trump, Milei o Meloni.
En el modo de comunicación que ha implementado Petro influye, según Basset, el hecho de verse todavía como jefe de la oposición: “Da la impresión de que se siente más a gusto en ese papel que en el de Presidente. Sigue actuando así en vez de comportarse como líder del Gobierno”. Cuando esta clase de mensajes viene de un Presidente, las consecuencias son más graves. Porque afecta la dignidad de un cargo que tiene el deber no solo de dar ejemplo de convivencia, sino de gobernar para todos, incluidos los que no votaron por su nombre.
En su texto titulado Tres síntomas de degradación del debate político, el filósofo español Francis Fernández señala que la bronca que protagoniza el lenguaje político oculta “la incapacidad propositiva de quien la emplea, si está en la oposición, o la ineficacia o mera incompetencia si está en el gobierno y la utiliza como única manera de responder a las críticas a su gestión. Y una profunda carencia de un principio ético que debería exigirse a cualquier persona que ostentase un cargo público: educación y respeto”.
En el discurso del 18 de marzo, Petro habló de 'alcalduchos' al referirse a mandatarios locales. Foto:Sergio Acero Yate. EL TIEMPO
¿Cuáles son las consecuencias?
La pregunta es: ¿qué efectos produce el debate tomado por el insulto? Es posible que estos mensajes incendiarios cumplan el objetivo buscado a corto plazo. Pero después pueden llegar a convertirse en “un tiro en el pie”, como dice Sanabria. Una gran mayoría que no se siente identificada con ese lenguaje terminará alejándose de la política y refugiándose en el abstencionismo
Es una consecuencia lógica, si se entiende que la degradación del debate conduce a la pérdida de credibilidad en líderes e instituciones. “Este tipo de discursos puede ser muy útil para la política, pero muy malo para la gestión y el liderazgo públicos —dice Sanabria—. Traerá beneficios en términos de su propio capital político, pero a un costo muy alto con el resto de la sociedad y el aparato gubernamental”.
En un país con tanta desconfianza hacia lo estatal y los actores políticos, lo ideal sería que el debate político tratara de mantenerse en estándares altos. “ver cómo la política queda rebajada a un mero espectáculo no solo es perjudicial para quienes se dedican a ella, sino también para quienes dependen de ella, que, en mayor o menor medida, somos todos. Si la política pasa a ser un show lleno de insultos y conductas deplorables, ¿qué vías le quedarán a la ciudadanía para reclamar sus derechos?”, dice González-Castro.
Las consecuencias también terminan viéndose en la vida cotidiana de la gente. Este estilo de debate, protagonizado nada menos que por los líderes de una sociedad, al final manda el mensaje de que la violencia es una forma de comunicación válida. Algo poco adecuado para un país como el nuestro en el que, como dice García Villegas, “pasamos con facilidad del malestar a las acciones violentas”.
Hay miradas optimistas, como la de Becassino, que cree que va a llegar el momento en el que vuelvan la argumentación y las ideas. La clave estará en reconocer algo que ya es sabido y que aquí resulta esencial: que el lenguaje importa. Que vale la pena elegir con cuidado las palabras para crear significados y no para botarlas por ahí solo con el fin de armar incendios.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Cronista de EL TIEMPO