“Comandante, lo siento”. Con estas palabras, Félix Ismael Rodríguez (83 años), agente de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), comunicó a Ernesto ‘Che’ Guevara su sentencia de muerte. Era la mañana del 9 de octubre de 1967, en La Higuera (Bolivia). Mientras los soldados se preparaban para ejecutar la orden, Rodríguez permanecía junto al Che, testigo de los últimos momentos de quien fue traicionado y, según cuenta, abandonado por Fidel Castro. “Él sabía que estaba solo. Lo mandaron a morir”, recuerda, evocando la figura desmoronada de aquel hombre que alguna vez lideró una revolución.
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Félix Ismael Rodríguez, un cubano exiliado, se unió a la CIA en la década de los sesenta. Participó en la fallida invasión de Bahía de Cochinos en 1961, una operación que buscaba derrocar a Fidel Castro utilizando a exiliados cubanos. Durante la guerra de Vietnam, formó parte del programa Phoenix, liderando operaciones de contrainsurgencia. En los años 80 jugó un papel clave en la guerra civil de El Salvador, asesorando al Gobierno salvadoreño en su lucha contra las guerrillas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). A lo largo de su carrera, llevó a cabo múltiples misiones en América Latina. “La gente cree que mi carrera se define por el Che Guevara, pero eso fue solo una operación mínima en comparación con lo que logré en otros lugares”, afirma.
En 1967 fue seleccionado para capturar a Ernesto ‘Che’ Guevara en Bolivia. Fue elegido junto a otro compatriota suyo: Gustavo Villoldo. La selección de los dos cubanos no fue caprichosa: la Casa Blanca evitaba de este modo que agentes estadounidenses operasen en América Latina en plena guerra de Vietnam. “Nosotros habíamos perdido nuestra patria. Llegamos a Bolivia con la misión clara de atraparlo, pero todo cambió en el proceso”, relata.
¿Cómo llegó a estar usted al centro de esta historia?
En Miami, la CIA buscaba agentes no estadounidenses, alguien que pudiera operar sin restricciones en Bolivia. Como cubanos exiliados, Villoldo y yo cumplíamos con esa condición. Nos dieron papeles falsos y nos entrenaron. Cuando llegamos a Bolivia, nos recibieron como expertos en contrainsurgencia. Nos reunimos con el presidente Barrientos, que nos otorgó carta blanca para ayudar al ejército boliviano a cazar a Guevara. Nos dijeron: “Hagan lo que sea necesario”.
¿Cuál era su misión?
La CIA quería al Che vivo, pensaban que podría cooperar. Aunque yo nunca lo creí, sabía que su odio hacia Estados Unidos era profundo. Mi trabajo era simple: si caía vivo, debía hacer todo lo posible por salvarlo. Pero el Gobierno boliviano tenía otro interés: quería eliminarlo.
¿Por qué cree que Cuba dejó solo al Che?
Cuba dependía de la Unión Soviética, y el Che era un simpatizante de Mao Zedong. En la Guerra Fría, eso era un problema. Su ideología era pro-China, algo que la URSS no iba a tolerar. Sabían que no podían contar con él. Lo mandaron a morir para sacárselo de encima.
¿Y cómo reaccionó a ese aislamiento?
Él sabía que estaba solo y que Cuba no iba a apoyarlo, lo mencionó varias veces. Se sintió traicionado, sin duda. No era el Che el que había fracasado, era el comunismo soviético el que no toleraba sus ideas.
¿Qué pasó el 8 de octubre?
El domingo 8 empezó la búsqueda y ese mismo día se toparon con la guerrilla. Hubo un tiroteo, el Che recibió un impacto de bala en la pierna izquierda, entre la rodilla y el tobillo, nada de gravedad, y fue apresado. Yo estaba en Vallegrande instalando radios en los aviones de combate de la Fuerza Aérea Boliviana, había terminado con dos aviones completos y solo me faltaba el tercero.
¿Cuándo recibió la noticia?
Esa misma mañana, el jefe de inteligencia se acercó y me dijo: “Ha llegado información, lo han detenido”, pero no sabían si era el Che o el líder de la guerrilla boliviana (Inti Peredo). Habían recibido el código “Papá cansado”, que significaba que el líder de la guerrilla estaba preso y vivo. Me subí al segundo avión que voló al área de operaciones, y gracias a los radios que había instalado, confirmamos que se trataba de “el extranjero”, como llamaban al Che.
¿Cuándo lo vio por primera vez?
Entramos en la ubicación, un lugar oscuro sin luz, con una sola ventana al frente. Él estaba amarrado de pies y manos en el lado izquierdo de la habitación, y a lo largo de la pared estaban los cadáveres de dos capitanes cubanos. Uno de ellos era Orlando Pantoja Tamayo; el otro, no recuerdo. El coronel Zenteno Anaya comenzó a hacerle preguntas, pero él lo miraba y no respondía absolutamente nada. Al punto que el coronel le dijo: “Oye, usted es un extranjero que invadió mi país, lo menos que puede hacer es tener la cortesía de contestar”. Pero el Che no le contestó.
¿Cómo siguió?
“Si puedes, dile a mi señora que se vuelva a casar y trate de ser feliz”. Fueron sus últimas palabras.
Luego regresé a la habitación donde él estaba. Seguía amarrado de pies y manos. Me senté frente a él y le dije: “Che Guevara, vengo a hablar contigo”. Yo no venía a interrogarlo, nuestras ideas eran diferentes, pero lo miré fijamente y le dije: “Usted fue un jefe de Estado, usted está aquí porque cree en sus ideales, aunque sé que están equivocados. He venido a conversar con usted”. Cuando vio que hablaba en serio y que no me reía, me dijo: “¿Puedo sentarme y me puedes quitar las amarras?”. Se las quitaron y lo sentaron en un banquito que había ahí. Comenzamos a conversar.
¿Qué recuerda de esa conversación?
Había momentos en los que él estaba hablando y yo no le prestaba atención. Mi mente estaba centrada en la imagen que tenía de él. Nunca lo había visto personalmente antes, solo lo conocía por televisión, en entrevistas, con su aire arrogante y esos abrigos grandes, cuando visitaba a Mao Zedong en Pekín, o a los soviéticos en Rusia. Pero lo que vi frente a mí era un hombre destruido, que ni siquiera tenía zapatos, solo unos pedazos de cuero atados a los pies. Su rostro estaba totalmente desfigurado. Parecía un pordiosero, una imagen totalmente diferente a la que proyectaba. Eso me impactó mucho y por eso quizás lo traté de una forma diferente. Frente a mí estaba una piltrafa humana, no el guerrillero que la gente imagina hoy en día: esa imagen se construyó después de muerto, no antes de morir.
¿Habló sobre Cuba?
Hablamos de la economía cubana, y él mencionó el embargo americano. Le dije: “Es irónico que me hable de eso, porque usted fue presidente del Banco de la Nación y ministro de Industria, y ni siquiera es economista”. Él me miró y respondió: “Un día estaba conversando con Camilo Cienfuegos, y cuando Fidel pidió un comunista dedicado, levanté la mano”. En realidad buscaban a un economista dedicado, fue su confusión.
¿Sabía quién era usted?
En un momento me dijo: “Tú no eres boliviano”. Le pregunté: “¿Quién cree usted que soy?”. Me miró y dijo: “Puedes ser puertorriqueño o cubano. Y por las preguntas que haces, trabajas para el servicio de inteligencia de Estados Unidos”.
¿Le dijo la verdad?
Le confirmé que era cubano, miembro de la Brigada Asalto 2506, y eso captó su atención. Ellos tenían un infiltrado en la guerrilla, que había sido teniente del ejército rebelde, pero no sabían nada de esto. Eso fue todo lo que le importó. Seguimos conversando sobre varios temas y luego nos tomamos una fotografía afuera.
¿Qué pasó cuando llegó la orden de ejecución?
Recibí la orden por teléfono. Los códigos eran 500-600. Era la confirmación de que el Che debía morir. 500 significaba confirmar la identidad de “el extranjero”; 600, que debía ser eliminado y que el cuerpo debía ser recuperado como prueba. No mencionaron la opción 700 para mantenerlo vivo. Fue difícil dar la orden.
¿Usted le dio la noticia?
Entré a la habitación de nuevo. Él estaba convencido de que no le iba a pasar nada. Lo miré muy serio y le dije: “Comandante, lo siento. He tratado, pero son órdenes superiores”. Entendió perfectamente lo que le estaba diciendo. Nunca he visto a una persona que perdiera el color de la cara tan rápido. Se puso blanco como un papel, eso me impactó. Después se recompuso y me dijo: “Es mejor así. Yo nunca debí de haber caído preso vivo”.
¿Qué pasó después?
No hubo dudas ni remordimientos, ya lo habían decidido, solo me pidieron que fingiera que había muerto en combate.
Sacó la pipa que tenía en el bolsillo izquierdo y me dijo: “Yo quiero darle esta pipa a un soldadito que se portó bien conmigo”. En ese momento, el sargento Mario Terán, que él sabía que estaba ejecutando a los prisioneros que seguían vivos, entró en la habitación y se la pidió: “Yo quiero la pipa, mi capitán”. El Che cerró su mano y lanzó la pipa hacia su cuerpo y dijo: “No, a ti no te la doy”. Sabía lo que venía. No quería que el hombre que apretaría el gatillo tuviera algo suyo. Creo que en ese momento, ya no importaba nada para él, pero quería dejar claro a quién respetaba y a quién no. Tuve que decirle a Terán tres veces que saliera hasta que lo hizo. Cuando salió, el Che me miró y, viendo la pipa pegada a su pecho, le pregunté: “Comandante, ¿me la da a mí?”. Después de unos segundos dijo: “Sí, a ti sí te la doy”. Me la puse en el bolsillo y le pregunté: “¿Quiere algo para su familia?”.
¿Qué respondió?
Con un tono sarcástico me respondió: “Bueno, si puedes, dile a Fidel que pronto verá una revolución triunfante en América”. Como diciendo: aparte de que me traicionaran, esto va a triunfar eventualmente. Después cambió su expresión y me dijo: “Si puedes, dile a mi señora que se vuelva a casar y trate de ser feliz”. Fueron sus últimas palabras. Nos miramos, me estrechó la mano, me dio un abrazo. Después de eso, nos pusimos en acción.
¿Cómo ejecutaron la orden?
Me dijeron: “Ajustícielo como quiera, que ya bastante daño le ha hecho a su país, pero a las dos de la tarde necesitamos el cuerpo”. No hubo dudas ni remordimientos, ya lo habían decidido, solo me pidieron que fingiera que había muerto en combate. Al salir, le dije al sargento: “Apunte abajo, no dispare al cuello”. Después de eso, ya no hice nada más. Me retiré cuando ocurrió, pero fue triste, porque nosotros no hacemos eso. Era exactamente la una de la tarde cuando salí de allí. Me senté en un banquito afuera. A la 1:15 escuché la ráfaga que lo mató.
¿Qué pasó después?
Entré a la habitación junto con los capitanes Prado y Torrelio. El cadáver del Che estaba boca arriba, mirando al techo, con la cara cubierta de fango. El suelo estaba húmedo. Nos colocamos alrededor del cuerpo, y recuerdo que Torrelio, con una varita en la mano, le cruzó la cara mientras decía: “Me han matado tantos soldados”. Luego, Prado me dijo: “Mi capitán, hemos acabado con la guerrilla en América Latina”. Le respondí: “Mi capitán, si no la hemos acabado, al menos la hemos demorado por un buen tiempo”.
¿Cómo surgió la idea de cortarle las manos?
Por la noche, un general boliviano le comentaba a un oficial que si Fidel Castro negaba que el Che había muerto, necesitarían una prueba. Entonces ordenó: “Córtenle la cabeza y pónganla en formol”. Intervine de inmediato y le dije: “Mi general, usted no puede hacer eso. Suponga que Fidel niega que es el Che. Usted es un jefe de Estado, no puede presentar la cabeza de un ser humano como prueba”. Entonces me preguntó qué sugería, y le dije: “Si quiere una prueba fehaciente, corte un dedo. Tenemos las huellas dactilares de la Policía Federal Argentina y pueden ser verificadas”.
¿Cuál fue la decisión?
Aceptó mi recomendación y dio la orden de que se le cortaran las manos en lugar de la cabeza. En la madrugada, cuando la prensa ya no estaba presente, un médico y otro oficial se encargaron de hacerlo. Las manos fueron sumergidas en formol y el cuerpo fue enterrado sin ellas al final de la pista de aterrizaje en Vallegrande. Años después, Fidel dijo que había encontrado el cuerpo en otro lugar. ¡Una mentira!
¿Se arrepiente de algo?
Fue triste, pero no me arrepiento. Sabía que mi trabajo era asesorar, no tomar decisiones. Hubiera podido cortar el teléfono (cuando recibió la orden 500-600), inventar que había una contraorden, pero recordé lo que pasó cuando siendo presidente de Cuba Fulgencio Batista indultó a Fidel (luego fue derrocado por Castro, en 1959). Decidí dejar que la historia siguiera su curso. Mi papel era estar allí, y estuve; la historia se encargaría del resto.
AGUSTINA SURBALLE-MÜLLER
La Nación (Argentina)
GDA