Carta abierta a la convención liberal, vigencia del liberalismo / reflexión de Humberto de la Calle

hace 3 meses 23

Comparto esta reflexión no como militante de este partido, pero sí como seguidor de sus ideas y realizaciones. Quiérase o no, el partido que se congrega por estos días en su convención, ha sido artesano de muchas de las ideas que han moldeado el devenir de Colombia. Pero no solo eso. Ha sido sobre todo realizador de ideales que han llegado a lo más profundo de la vida de millones de hombres y mujeres. Un partido, hay que reconocerlo, afectado por insuficiencias y desviaciones, pero que en esencia puede sentirse orgulloso de lo que ha significado en nuestra vida republicana.

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El ser liberal ha logrado combinar dos elementos centrales: el pluralismo, la tolerancia, el libre examen, la paciente creación de la mano de reflexiones científicas, el ensayo error que López Michelsen llamó el derecho al chamboneo, sí, no se asusten, chamboneo no como la torpeza que ahora vemos con demasiada frecuencia, sino como el despliegue de la curiosidad frente a lo nuevo en un proceso de reflexión que huye siempre del dogmatismo impuesto por autoridades que se creen infalibles. Pero también, en segundo lugar, la sabiduría de lo probable. La política para el liberalismo ha sido el arte de lo posible, a diferencia de desviaciones, ahora peligrosamente afectadas por el extremismo. En Colombia, la única corriente política que se ha preguntado si está en lo cierto o en el error, ha sido el liberalismo. Tenemos que reivindicar eso frente a esta oleada, desgraciadamente universal, en la que un confesionalismo de nuevo cuño pretende tomar la dirección, ya no de las políticas públicas, sino de la conducta misma de la persona humana. Seres artificialmente iluminados, embebidos como semidioses en la fábula de retóricas fosforescentes que creen tener el poder mágico de conducir a los pobladores de la misma manera endemoniada en que el flautista de Hamelin usó para conducir a la multitud ciega y consolidó la catástrofe. No. El liberalismo se teje en carnadura humildemente humana, conoce sus debilidades y las del género terrenal. El liberalismo elude todo desbordamiento iluminado. Es realista pero no milenarista ni apocalíptico porque, aunque conoce las limitaciones del ser humano en el planeta, no las utiliza para producir miedos que, en vez de generar precauciones, producen pánico que es la cuota inicial de un mundo desolado de mentes sojuzgadas y alienadas alrededor del caudillo.

La aversión al caudillo, a la demagogia, al uso de emociones ficticias, ha sido la fuerza que ha creado una joya del mundo occidental: el estado de derecho. Separación de poderes, vigorosa carta de derechos y libertades y libertad económica, es el andamio que debemos proteger aun en estos momentos en que en todo el mundo la democracia sufre. Pero es que no se trata solo de la democracia, sino de la noción de República. Democracia ha caminado del gobierno de la mayoría a la protección necesaria de las minorías. Pero República es ese acervo de supremacía de la ley, igualdad frente a ella y, aunque parezca menor, un cierto talante en el ejercicio del poder que lo conduce a través de un marco de respeto, de contención, de repudio a la demagogia, de reflexión reposada. El acento republicano obliga al gobernante a ciertas restricciones en el uso de la palabra que van más allá del permitido al ciudadano. El uso de la propaganda desmedida no debe entronizarse. La publicidad oficial debe limitarse a brindar información útil para el ciudadano, es decir, debe alejarse del proselitismo, con mayor razón si se hace por canales oficiales. Los funcionarios deben  respetar al ciudadano con mayor intensidad que el ejercicio libre y crítico del ciudadano frente a ellos. Desafortunadamente, ese carácter austero que por cierto ha distinguido a muchos de nuestros gobernantes, ha venido en declive en favor de la ramplonería, el insulto y la mentira franca.

En el momento actual de Colombia, hay que reconocer que existe una afectación de la idea republicana. Estropea el funcionamiento de la democracia representativa y la confianza ciudadana. Pero también en un plano superior, hace daño al conjunto de valores centrales que distinguen la democracia, tal como los definió la Carta Democrática Interamericana. Es aquí donde hay que estar más atentos. Probablemente estamos ante un proceso de transición que implicará cambios en lo mecánico, campo en el cual la tecnología puede ayudar. Pero no podemos vacilar en la defensa de la noción de legitimidad.

El Señor Presidente de la Republica dibuja con frecuencia y con entusiasmo la idea de un poder popular desbordado, incontrolado, callejero y fundado en el bramido de las gargantas. Se le denomina en el lenguaje oficial como “constituyente primario”. Es verdad que, en el nacimiento de un nuevo régimen, el fenómeno de masas así llamado ha dominado el panorama en determinadas ocasiones. Pero siempre ha sido un momento pasajero. El llamado constituyente primario se transforma en el cuerpo ciudadano. Pasado el arrebato, la democracia republicana se expresa mejor en un decurso constructivo, progresista, anhelante de cambio, pero a través de canales de legitimidad formal y material que den por superada la fase del frenesí. Nuestra Corte Constitucional lo señaló de manera magistral en la sentencia que delineó de forma exquisita los requerimientos de la participación popular en los referendos, dentro de un esquema de cumplimiento de valores y principios superiores.

La discusión hoy entre nosotros se desenvuelve en dos planos: la referida a una serie de reformas propuestas por el gobierno, escenario en que las hay buenas, regulares y malas. Discutirlas es el trasiego normal de la democracia. No es buen mensaje descalificar hasta el linchamiento a quienes formulan reparos. Sí es cierto que en nuestra sociedad hay sectores ciegos al cambio. Pero la gran mayoría lo que desea es que las transformaciones no terminen generando males superiores a los que se quieren curar. Pero el otro plano, es la apelación a una supuesta democracia de alboroto. Por fortuna, hasta ahora no ha pasado de la encendida retórica. Pero ésta produce intranquilidad, incertidumbre y desasosiego, en momentos en que una necesidad urgente es la serenidad. Pero en la realidad hay enorme fatiga con la ferocidad del ejercicio del poder, desafortunadamente replicada también por la oposición.

Como lo dijo Virgilio Barco, no hay tal que el consenso sea el mejor hábitat para la democracia. Pero sí es necesaria la reflexión que, aun siendo recia, se basa en el respeto y en el razonamiento empírico más que en la emoción que no pocas veces transita por caminos de sectarismo y ceguera. Como señaló Aristóteles, “un montón de gente no es una república”.

Quiero decirles a los liberales, que el aporte de su partido al desarrollo político ha sido significativo. Un liberal no debería ser una ficha vergonzante, sino alguien orgulloso de lo que este partido ha hecho, aún con todos los quebrantos que son inocultables. En lo que a mí respecta, quiero terminar dando una mirada al año de 1991 y lo que se derivó de ese esfuerzo monumental.

No me limito a la Constitución. Solo quiero decir que más allá de disfuncionalidades que podemos llamar fisiológicas y que deben corregirse, el corazón de la Constitución ha dejado de ser una cuestión normativa para convertirse en una cultura que impregna el sentimiento de los colombianos. La Constitución dejó de ser un libro para convertirse en práctica de carne y hueso. Pasó de la caridad a los derechos. Acentuó la necesidad del pluralismo, aunque no faltan quienes quieren destruirlo con la palabra y con las armas. La Constitución descubrió la multiculturalidad dormida y les dio voz a etnias vapuleadas. El centro de gravedad de la Constitución es el libre desarrollo de la personalidad.

Miremos otras perspectivas. Con la independencia del Banco de la República, se sustituyó a la Junta Monetaria en la que, aunque hubo integrantes notables, la influencia de los gremios era determinante y nociva. Se decía que en vez de ser competitivo era mejor tener un ministro amigo. Ahora la influencia del gobierno es limitada y eso no solo es más sano en lo macroeconómico sino más incluyente ya que se eliminaron las facultades que el Banco tenía con relación al otorgamiento de recursos crediticios subsidiados a través de fondos financieros administrados hacia actividades priorizadas por el gobierno (Fondo Financiero Agrario, Fondo de Desarrollo Urbano, Fondo de Promoción de las Exportaciones y otros). Por último, se fijó al Banco el mandato de velar por el mantenimiento del poder adquisitivo de la moneda.

La importancia de conferir al Banco el mandato para controlar la inflación es una reforma decididamente progresista, ya que son los grupos sociales con menores ingresos los que más se ven afectados por el alza en el costo de vida. La inflación en la práctica se había convertido en un impuesto permanente y regresivo durante la década de los 80, oscilando en promedio alrededor del 20% anual. Entre el año 2000 y 2020, con la independencia del Emisor garantizada, este promedio no superó el 5%. Recordemos que en julio de 1991, al promulgar la Constitución, la inflación estaba en el 28%. Esa batalla se está ganando. La inflación monetaria se viene controlando. En cambio, está desatada la inflación del odio.

La discusión sobre el tamaño del estado se debe también mirar al contexto. La crisis que desató el gobierno mexicano en agosto de 1982 al suspender los compromisos de pago con sus acreedores internacionales se expandió como efecto dominó por el mundo, azotando particularmente a América Latina. Como parte integral del paquete de reformas que los gobiernos de la región se vieron obligados a aceptar, se destacaron un conjunto de políticas orientadas hacia el mercado. Comúnmente denominadas neoliberales, éstas asignaban un rol menor para el Estado en la economía. Pero el caso colombiano resultó particular. Pues como lo ha dicho Armando Montenegro, al escapar la “crisis de deuda” que sufrían sus vecinos no se vio forzada a implementar los programas de ajuste estructural que afectaron a otros países. Bajo la administración de Cesar Gaviria (1990-94), y en adelante, si se mira el indicador de tributación frente al PIB, prácticamente se dobló al pasar del 8% a más del 16%. Este indicador excluye las contribuciones hechas por trabajadores y empleadores a la seguridad social. De integrarse, el recaudo total ronda el 20% del PIB en la actualidad, ubicando a Colombia en el rango promedio regional. Y como lo recuerda Carlos Caballero, el gasto social subió de 6.6% del PIB en promedio entre 1970 y 1991, a 12.7% entre 1992 y 2007, superando las cifras promedio de un conjunto de países latinoamericanos.

Y algo más: el crecimiento se dirigió a los temas de seguridad, educación, salud y políticas sociales. El propio César Gaviria aceptó que con el adelgazamiento de la nómina quedaron por fuera 50.000 personas en la Caja Agraria y los puertos, entre otros, pero ingresaron 50.000 maestros, 35.000 policías, 23.000 soldados profesionales y se crearon nuevos puestos de trabajo en el campo social. Esta es la mejor refutación de la teoría de que en ese entonces dirigían el Estado unos técnicos neoliberales desalmados a quienes no les importaban los pobres. Señores liberales: no sigan comprando esa falacia histórica, lo cual no impide reconocer la persistencia de índices de inequidad inaceptables.

Además, en sectores donde se buscó la ayuda del sector privado, los resultados fueron positivos. Dígase lo que se quiera, la cobertura en salud está ahora por encima del 90%, aunque es verdad que en las lejanías falta mucho por hacer. No hay necesidad de desbaratar lo logrado para remediar ese agujero. Y, por fin, en servicios públicos, recordemos que conseguir la instalación de teléfono es las grandes ciudades tomaba entre 4 y 5 años. Incluso en Bogotá se creo de manera clandestina una empresa alterna de teléfonos, que funcionaba en la sombra a base de coimas para superar la carencia del servicio. También hay nuevos problemas en el campo de la energía que sin duda hay que superar.

Hoy hay nuevas urgencias: cambio climático y transición energética, transformación del viejo conflicto guerrillero en una presencia balcanizada de grupos mafiosos que guerrean entre sí, declinación demográfica. Por cierto, recordemos a Alberto Lleras luchando contra la explosión demográfica, enfrentando incluso el mensaje del Vaticano. Por eso el liberalismo huye del dogma. Porque el dogma muchas veces perece por cuenta del rigor del tiempo.

Todo esto para decir que más allá del partido liberal, el liberalismo sigue siendo no solo la expresión política en una sociedad racional aunque anhelante, sino también la conquista más refinada de la espiritualidad en el mundo actual. 

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