La guerra civil siria, desde sus orígenes en 2011 hasta su sorprendente desenlace en diciembre de este año, es un claro ejemplo de la fragilidad de las identidades nacionales en muchos países del Medio Oriente. En tiempos de tensión política, las filiaciones religiosas y las identidades étnicas suelen imponerse sobre una frágil identidad nacional, entrecruzándose con intereses geoestratégicos de potencias regionales y extranjeras. Esta situación precipita sociedades enteras a prolongados conflictos de una inusitada violencia, y deja serias dudas sobre las posibilidades de una paz firme y duradera una vez terminada la guerra.
Los orígenes de esta inestabilidad tienen una raíz histórica. El estado moderno en el Medio Oriente es una creación relativamente reciente, fruto de intereses coloniales europeos tras el fin de la Primera Guerra Mundial en 1918. Los vencedores, Francia y el Reino Unido, ocuparon y desmembraron los territorios árabes del antiguo Imperio Otomano, imponiendo sobre ellos entidades administrativas diseñadas para servir sus intereses económicos y estratégicos. En el terreno, los europeos adaptaron su experiencia colonial africana usando el mosaico de comunidades religiosas y grupos étnicos de la región para gobernar con ciertos grupos a expensas de los intereses del resto de la población. En Irak los británicos favorecieron a la minoría sunita que les apoyaba; en el Líbano los franceses gobernaron con sus aliados cristianos, y en Siria fragmentaron el territorio en diferentes comunidades siempre en deterioro de los intereses de la mayoría sunita.
Una vez alcanzada su independencia, en la mayoría de los casos después de la Segunda Guerra Mundial, recayó sobre los nuevos países, el Líbano, Siria, Jordania, Irak, la tarea de construir una identidad nacional. Sin embargo, las diferentes comunidades habían aprendido del pasado inmediato la importancia de capturar el gobierno como una estrategia esencial de supervivencia política. La identidad nacional seguía siendo parte del discurso político, y ciertamente parte del ideario colectivo, pero eran siempre las lealtades locales las que terminaban prevaleciendo en momentos decisivos. Esto explica tanto la existencia de dictaduras que duraron décadas, por ejemplo, en Siria e Irak, asi como periodos de inestabilidad política, y cruentas guerras civiles siempre intensificadas por intereses geopolíticos extranjeros. Musulmanes y cristianos combatieron por el poder en el Líbano, (1975-1990). Shiítas y sunitas lo hicieron en Irak tras la caída de Saddam Hussein, (2003-2016), y los sirios hicieron lo mismo durante la reciente guerra civil en Siria en contra de la dictadura de Bashar al-Assad, (2011-2024).
Terminada la guerra en Siria, vencedores y vencidos hacen sus cuentas ahora que la fortuna reparte sorpresivamente nuevas cartas, pero la gran incógnita es saber si, tanto los unos como los otros, serán capaces de finalmente construir un proyecto nacional en su país, o sí estamos lamentablemente frente al comienzo de un nuevo ciclo de volatilidad y violencia.
El levantamiento del pueblo sirio
Al sur de Siria, en los muros de una escuela de la ciudad de Daraa, un grafiti escrito con aerosol por un grupo de adolescentes le enviaba a Bashar Al Assad, el único presidente que habían conocido en su vida, un lapidario mensaje: ‘Su turno, doctor.’ Arrestados y torturados, cuando los jóvenes salieron de la cárcel era la primavera de 2011. El país se había convertido en un campo de batalla. Como en otros países vecinos, un descontento generalizado se había tornado rápidamente en un alzamiento civil en contra de una familia que había gobernado el país con mano de hierro desde que su patriarca, Hafez al-Assad, se tomara el poder en 1970.
Fueron múltiples las razones que llevaron a esta rebeldía colectiva. El socialismo árabe, una corriente ideológica prevalente en los años sesenta en la región, prometió justicia social en un orden secular, y progreso económico con políticas de redistribución del ingreso a través de una decidida intervención del gobierno en la economía. Aspiraciones de una generación que terminaron en frustraciones colectivas, a medida que con los años la familia al-Assad transformó a Siria en un estado totalitario a su servicio. La corrupción desbordada en medio de la pobreza de millones, las sequías que empobrecieron a millones de campesinos obligándolos a emigrar a los centros urbanos el lustro anterior, el alza generalizada en los precios de los alimentos, y el efecto contagio de otros países de la región, impulsaron las revueltas generalizadas a lo largo del país a de la primavera de 2011.
El presidente Bashar al-Assad respondió a las protestas con una feroz represión y promesas vacías de apertura política. Desertores del ejército formaron el Ejército Libre de Siria, e intelectuales y profesionales liberales se agruparon en el Consejo Nacional Sirio como plataforma política. La consigna de la oposición partía de la salida de la familia al-Assad del poder, el régimen no estaba dispuesto a negociar si este era el punto de partida. La mediación internacional que intentó las Naciones Unidas se hizo imposible.
Confesiones Religiosas y Conflicto Local
El alzamiento colectivo dio paso a un conflicto confesional a medida que las distintas comunidades comenzaron a visualizar su futuro en una Siria sin Bashar al-Assad.
La familia Al Assad proviene de la provincia mediterránea de Latakia donde la mayor parte de la población es alawita, una secta religiosa afín a la confesión shíita, uno de los dos grandes ramales en los que se divide el islam. Sin embargo, en el mapa confesional sirio, los alawitas son sólo el 13% del total de la población. La gran mayoría, es decir más del 74% de la población es sunita, el otro gran ramal del islam, mientras que el resto se divide entre varias comunidades cristianas que representan alrededor del 10%, y la minoría drusa, que representa apenas el 3%.
El núcleo leal al gobierno provenía de la temida Cuarta División, la Guardia Republicana, y los servicios de inteligencia que estaban controlados por familiares y correligionarios alawitas. La caída de Bashar al-Assad representaba poco menos que regresar a un pasado en el que los alawitas eran una minoría en las montañas sirias desprovistos de todo poder político y económico. Los cristianos aguardaron al margen, en un principio ambivalentes ante el rumbo de las protestas y la respuesta del régimen. La comunidad kurda, una minoría étnica distinta de la mayoría árabe, vio el alzamiento como una oportunidad para presionar el logro de su autodeterminación política. A medida que la guerra se intensificaba, los kurdos ocuparon el noreste del país, buscando consolidar su autonomía. Mientras tanto, en los primeros meses, las deserciones que resquebrajaron la unidad del ejército sucedieron mayoritariamente en unidades militares con conscriptos sunitas provenientes de la población excluida de los círculos clientelares del régimen. El levantamiento nacional se reconfiguró desde los primeros meses, en una guerra entre confesiones religiosas y grupos étnicos.
Del conflicto local a la geoestrategia regional, y global
A finales de 2011, aparecieron en Siria milicianos de al Qaeda provenientes de Irak, exacerbando las tensiones religiosas en la región. Al Qaeda era hostil contra todo aquel que no perteneciera, o no aceptara, los preceptos de un islamismo sunita fundamentalista que llamaba a una refundación social a través de la vuelta a un mítico pasado de pureza religiosa.
El fundamentalismo sunita que al Qaeda representaba, era una amenaza existencial contra el régimen iraní y las diferentes comunidades shiítas del Medio Oriente. Irán llevaba años combatiéndolo en Irak, y ahora estaba dispuesto a hacerlo en Siria tanto en defensa de su fe, como de sus intereses estratégicos. La presencia de al Qaeda recalibraba las alianzas iniciales. Ahora el régimen no sólo contaba con el apoyo irrestricto de milicias iraníes, y las libanesas de Hezbollah, sino también de las minorías cristianas, drusas, y grupos de sunitas seculares temerosos por su suerte en un futuro gobierno fundamentalista sunita.
La filial de al Qaeda en Siria era Jabhat Al Nusra, - el Frente de la Victoria- y estaba comandada por Ahmad al-Sharaa, conocido por su nombre de guerra:Mohammed al-Jolani. Jabhat Al Nusra operaba con el mismo objetivo de al Qaeda, pero con una estrategia diferente a la empleada en Irak: mantenían oculto su conexión con su casa matriz y evitaban aterrorizar a la población civil enfocándose en atacar exclusivamente a las fuerzas del régimen. Esta estrategia le permitió con el tiempo ganar apoyo local y atraer bajo su mando a otros grupos islamistas. Los soldados de Jabhat al-Nusra parecían imbatibles en el campo de batalla, dos años después del alzamiento popular, ni el régimen en Damasco, ni las milicias iraníes, parecían poder contenerlo.
La guerra en Siria se había transformado en el 2013 en un conflicto regional que podía verse desde diferentes perspectivas, pero todas ellas, religiosas o geoestratégicas, se interceptaban con los intereses iraníes. Desde el triunfo de la revolución en 1979, pero con especial fervor después de la invasión de Irak en 1980 a su territorio, Irán buscó forjar alianzas con grupos y gobiernos afines en contra de sus enemigos: los Estados Unidos, Israel, y los países árabes que les apoyaban. El nacimiento de las milicias shiítas de Hezbollah a raíz de la invasión de Israel al Líbano en 1982 fue un primer paso. Dos décadas después, la caída del régimen de Saddam Hussein en Irak en 2003, permitió expandir su influencia al país vecino una vez los shiítas tomaron el poder por primera vez en la historia moderna del país. Un pacto militar en 2006 con el régimen alawita sirio conectó el poder militar iraní en una media luna que partía desde Teherán y llegaba hasta el valle del Bekaa en la frontera con Israel. La posterior llegada de Hamas y Ansar Allah, los Seguidores de Dios, en Yemen, incrementaron el poder regional iraní en las primeras dos décadas de este siglo.
De otro lado, si para Irán la caída de al-Assad era un imposible, en los países del golfo pérsico su derrumbe se veía como una oportunidad para truncar las aspiraciones hegemónicas del Shiísmo iraní. Los países árabes del golfo se volcaron a apoyar diferentes grupos de milicias sunitas que luchaban en contra del régimen, mientras que Turquía intervenía no sólo interesada en la caída del régimen, sino en neutralizar el creciente poder de las fuerzas kurdas a las que Ankara veía como una amenaza directa a su integridad territorial.
Mientras intereses regionales descendían sobre el conflicto, los Estados Unidos y sus aliados europeos inicialmente se decantaron por apoyar a la oposición moderada que representaba el Ejército Libre de Siria, y el Consejo Nacional Sirio. No obstante, con el pasar del tiempo los líderes de la oposición no lograban movilizar el apoyo popular necesario pues la lucha ya no estaba articulada como una revuelta nacional sino como una confrontación confesional, la incapacidad de lograr consensos generaba dudas sobre su viabilidad política futura.
En Washington había poco entusiasmo por repetir el fiasco de la intervención en Libia en 2011 que había forzado la salida de otro autócrata, Muammar Qadaffi y abrieron las puertas a la llegada de al Qaeda y el Estado Islámico. La ‘Primavera Árabe’ no había resultado en la transición armoniosa hacia una democracia liberal y de libre mercado que muchos en Occidente habían soñado. Armar la oposición dejó muy pronto de ser una opción segura. Temiendo que su armamento cayera en manos desconocidas, Washington optó por concentrarse en atacar la presencia desde 2014 de un ramal independiente de al Qaeda, el Estado Islámico, conocido por sus siglas en inglés como ISIS, desde sus propias bases militares, o con la ayuda de sus aliados kurdos.
Rusia intervino del lado de al-Assad. La alianza entre el régimen de Bashar al-Assad y Rusia databa de los años de la Guerra Fría. En 1971, gracias a un tratado militar con Hafez al-Assad, los Soviéticos tuvieron acceso a una base naval en Tartús, en el Mediterráneo Oriental. Desde entonces Rusia continuó siendo un aliado del régimen y al estallar la guerra civil, su misión diplomática se convirtió en su defensora en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
En el verano de 2015, Rusia pasó de la diplomacia a la guerra, aceptando el pedido de ayuda urgente que le llegaba de Teherán a través de Qassem Soleimani, el líder de la Guardia Revolucionaria Iraní. Vladimir Putin, el presidente ruso, envió un destacamento de tropas y de aviones que desde su nueva base aérea en Hmeimim, bombardearon a los enemigos del régimen, sembraron el pánico entre la población civil, y cambiaron definitivamente el rumbo de la guerra. A sangre y fuego, la paz moscovita salvó el régimen de Damasco. Rusia aseguró la preeminencia iraní, y la de sus aliados, y mandó un claro mensaje a occidente sobre el resurgimiento ruso en el Medio Oriente.
Meses después de la intervención rusa, los enemigos del régimen fueron perdiendo terreno, aliento, y apoyo regional y tuvieron que recalibrar sus estrategias con miras a un futuro en el que el régimen de Bashar al-Assad comenzaba a consolidar su poder. Países como los Emiratos Árabes, Arabia Saudita y Egipto comenzaron a aceptar la situación militar, y optaron por una postura pragmática frente al régimen de Bashar al-Assad con el que paulatinamente restablecieron contactos diplomáticos.
Jabhat al-Nusra cambió de piel. Nuevos tiempos necesitaban nuevas estrategias. La lucha contra al-Assad iba a ser más larga de lo esperado. Abu Mohammed al-Jolani, diestro lector de los vientos, restructuró la imagen pública de su organización como un grupo de resistencia desde el último bastión que quedaba a los revolucionarios en la provincia de Idlib al norte del país. En un mensaje para propios y extraños rompió sus antiguos lazos con al Qaeda en un esfuerzo para acallar a sus críticos y posteriormente, en enero de 2017, anunció su fusión con otros grupos de resistencia sobrevivientes a la debacle militar en una nueva organización llamada Hay’t Tahrir al Sham, La Organización para la Liberación del Levante (Siria).
El primer fin de la guerra
En el verano de 2019, Bashar al-Assad, aparentemente seguro de su poder, lanzó una ofensiva sobre los reductos de la resistencia islámica en la provincia de Idlib. El régimen había ganado la guerra, pero persistían enclaves insurgentes. El recrudecimiento de hostilidades auguraba otra oleada de refugiados tocando a las puertas de Turquía, a lo que Ankara decidió responder con contundencia y neutralizando el avance de Damasco. Ni Irán, ni mucho menos Rusia, deseaban prolongar el conflicto o enfrentarse militarmente a Turquía.
En 2020, Turquía y Rusia llegaron a un acuerdo para un cese al fuego que permitía a Ankara mantener sus tropas en el norte del país. La guerra había acabado, el régimen tendría que convivir con parte de su territorio ocupado por otras fuerzas y con la presencia del ejército turco y americano en su territorio. El conflicto sirio pasó al olvido y con él sus más de medio millón de muertos y sus seis millones de desplazados deambulando entre Siria y Europa. Los perdedores sobrevivientes aceptaron su suerte, en las cárceles, el exilio, o el desplazamiento interno.
Con el fin de la guerra parecía comenzar un nuevo capítulo en el Medio Oriente. La histórica hostilidad entre Arabia Saudita e Irán terminó 2023 con el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países enemigos en múltiples frentes. Siria volvía a los foros regionales de los que había sido expulsada, en particular la Liga Árabe. Turquía e Irán reconocieron sus intereses en Siria y aceptaron vivir con sus diferencias.
Incluso para Israel, a pesar de su discurso hostil, un al-Assad triunfador pero debilitado, era garantía de tranquilidad en su frontera norte
Las potencias extranjeras también elevaron anclas. Rusia continuaba apoyando a al-Assad, pero tenía ahora los ojos en sus ambiciones territoriales en Ucrania desde febrero de 2022 y necesitaba reagrupar sus tropas en Europa. Los Estados Unidos podía seguir monitoreando y atacando los reductos de ISIS, y respiraba aliviado al saber que Siria no había terminado como Libia en medio de una total anarquía.
El colapso del ‘eje de la resistencia’
Las alianzas en relaciones internacionales son siempre una espada de doble filo. Parecen a primera vista servir los intereses del país más fuerte, pero pueden también ser usadas por los aliados menores para arrastrar una coalición a aventuras militares de imprevisibles resultados.
Hamas atacó a Israel la mañana del 7 de octubre y arrastró con su operativo militar a toda una coalición metódicamente construida por Irán tras años de sacrificios económicos y riesgos militares. El operativo, un ataque terrorista que dejó 1200 personas muertas y 254 secuestrados, se sabía sería respondido con un contragolpe violentamente desproporcionado por parte de Israel. Hamas estaba dispuesta a pagar cualquier precio por un acto que tenía la fuerza simbólica de convocar a sunitas y shiítas del Medio Oriente en una batalla final en contra de Israel. Sus organizadores esperaban un levantamiento de la población de Cisjordania, una invasión a Israel desde el sur del Líbano coordinado por Hezbollah, la intervención de los países vecinos forzados por sus ciudadanos, un ataque masivo desde Irán, y potencialmente crear las condiciones para una Tercera Guerra Mundial con el involucramiento de Estados Unidos a favor de Israel, y de Rusia y quizá China en favor del ‘eje de la resistencia.’ Un Armagedón final, que nunca sucedió.
Tomados por sorpresa, según va emergiendo la evidencia histórica, el ‘eje de la resistencia’ respondió en apoyo a Hamas pero desprovistos de la preparación o el entusiasmo necesario, no vieron la necesidad de entrar de lleno en un conflicto con Israel. Siria tenía su ejército extenuado tras una década de guerra y Bashar al-Assad no había perdonado el apoyo inicial de Hamas a la insurrección. Las milicias shiítas en Irak estaban neutralizadas bajo los continuos ataques de las fuerzas americanas desde el golfo, y Hezbollah tenía sus operativos dispersos en Yemen, Irak, y Siria.
Hassan Nasrallah, el líder histórico de Hezbollah, respondió con el lanzamiento de misiles sobre Israel, anticipando una respuesta equivalente, evitando escalar el conflicto. Aunque Hezbollah tenía el poder de lanzar a todo el Líbano a otra ‘victoria divina,’ como llamaron a la guerra del 2009, había un rechazo generalizado a la idea de escalar el conflicto en medio de la crisis económica y política en la que estaba sumido el país. El discurso era de total compromiso con Hamas, pero Nasrallah posiblemente confiaba en que se llegaría a un alto al fuego en los próximos meses.
Irán, por su parte, trataba de prevenir a toda costa una confrontación militar directa con Israel, pues esta implicaba un enfrentamiento entre los mayores ejércitos de la región. Sin embargo, presionado a responder por la cadena de arremetidas israelitas contra sus intereses en la región, y en su propio territorio, Irán respondió con dos ataques con misiles que, a pesar de la gravedad de su significado, por lo limitado de su alcance y fuerza parecía más una coreografía militar que buscaba mandar un mensaje de desinterés en una guerra de mayores proporciones. Hamas había lanzado a la coalición a un precipicio.
En el verano de 2024 el ejército israelita había destruido ya el aparato militar de Hamas en Gaza, así que pudo enfocarse en su frontera norte. Israel ya no necesitaba un equilibrio de fuerzas con Hezbollah. A partir de septiembre Israel se concentró en propiciar un devastador golpe demostrando su superioridad militar con la explosión de los buscapersonas de sus lugartenientes en septiembre, el asesinato de su líder histórico Hassan Nasrallah y parte de la cúpula política y militar, la destrucción de gran parte de su arsenal militar, y la posterior invasión del sur del Líbano hasta forzar a Hezbollah a aceptar un cese el fuego en sus términos.
En el norte de Siria, los islamistas sunitas tomaban nota de los acontecimientos. Hay’t Tahrir al Sham, entendió, quizás aconsejado por la inteligencia turca, que este era el momento de mayor debilidad de su enemigo. Como los vientos del Shamal que barren el desierto sin previo aviso, sus fuerzas salieron de Idlib y atravesaron Alepo y Homs llegando finalmente a Damasco en un par de días. La mañana del 8 de diciembre, Bashar al-Assad despertó solo. Su ejército cansado y mal pagado parece haber sido tomado por sorpresa. Hamas estaba confinada a los túneles de Gaza, Hezbollah desvertebrada, e Irán inerme ante el desafío. El ‘eje de la resistencia’ no pudo contar esta vez con Rusia, necesitada de su ejército y fuerza aérea en Ucrania. Ese día Moscú mandó un avión, pero esta vez era para llevar al exilio a su autócrata desterrado.
Vencedores y vencidos
Vencedores y vencidos hacen cuentas ahora que el colapso de la autocracia en Siria reconfigura el panorama político del país y la región. Los alawitas han vuelto a ser otra minoría religiosa más del mosaico confesional sirio, pero desprotegidos de la familia que los hizo intocables por más de medio siglo. En Latakia se desmontan ahora las fotos del autócrata caído, con la esperanza de borrar de la memoria el recuerdo de una alianza de la que ya nadie quiere hablar. Al caer los alawitas, colapsa el poder de sus aliados en la región. El shiísmo ha perdido una gran batalla en Siria, e Irán y Hezbollah han sido desterrados del panorama político del país. Entre tanto, la superpotencia que los apalancó ha perdido su punta de lanza en el Medio Oriente y negociará en los próximos meses un reacomodamiento casi que imposible con el nuevo régimen.
Los sunitas sirios tienen en principio mucho que celebrar. Sin embargo, el sunismo no es un todo monolítico; hay una multiplicidad de corrientes ideológicas dentro de esta corriente del islam. Abu Mohammed al-Jolani, ahora identificado con su nombre original, Ahmad al-Sharaa, es el nuevo líder del país y proviene del ala más conservadora de la ideología sunita. Al-Sharaa es un gran estratega, supo resistir el embate militar de Bashar al-Assad, y adaptarse cuando los vientos estaban en contra, reacomodando ideológicamente su organización dentro de una coalición de diferentes grupos de la resistencia al régimen. Sin embargo, su origen ideológico y militar está en al-Qaeda, de esto no cabe duda. Hay evidencia muy grave recogida durante los años en los que gobernó el norte del país de que su grado de tolerancia ante otras religiones, y otras formas de entender el islam es, por decir lo menos, limitada.
Al-Shaara tiene ahora que probar no sólo que puede mantener la coalición militar que lo llevó al poder y transformarla en un gobierno cohesionado capaz de unir las diferentes comunidades que conforman el país. De no ser posible, el país volverá a la guerra fratricida. Las diferentes comunidades cristianas, los alawitas, los drusos, y en general la población siria secular esperan las primeras señales de lo que les aguarda con el nuevo gobierno en los próximos meses.
El cambio de poder en favor de los sunitas le abre las puertas a otros gobiernos de la región. Turquía entra con fuerza como el país mejor posicionado, para expandir su propia visión del islam en el nuevo gobierno, ayudar en la formación de una nueva administración, presionar para derrotar militarmente los grupos kurdos que operan en el país, y facilitar el retorno de los tres millones de refugiados sirios que se encuentran en su territorio. En segundo lugar, los Emiratos Árabes y Arabia Saudita, harán frente común para presionar al goberno a adoptar una visión del islam menos dogmática que permita por fin crear la semblanza de una identidad nacional. Todo está por verse, dependiendo de cómo el nuevo gobierno gestione esta transición, podríamos presenciar la construcción final de una verdadera identidad nacional nacida del consenso, o simplemente el reemplazo de un régimen autoritario, por otro.
Federico Vélez Ph.D
Profesor de Historia y Relaciones internacionales en la Universidad Americana de Kuwait