Existen numerosas razones por las cuales puede afirmarse que América Latina y el Caribe es una región excepcional. Estas van desde la biodiversidad y demás riquezas naturales hasta la abundancia de expresiones culturales nacidas del mestizaje, que exhibe una población relativamente joven. En un mundo lleno de tensiones, aquí no hay conflictos fronterizos ni mucho menos armas nucleares que pongan en riesgo al planeta entero.
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Sin embargo, así como la moneda tiene dos caras, hay una faceta oscura que resulta imposible desconocer. Una es la de ser el área en donde la distribución del ingreso es la más desigual en los cinco continentes. Otra es la violencia que trunca vidas y encabeza la lista de los problemas más urgentes según las encuestas que se hacen desde el sur del río Grande, en la frontera de Estados Unidos, hasta la Patagonia.
No hay duda de que ambos fenómenos están relacionados y se retroalimentan, aunque en cada caso hay una multitud de causas de distinto orden. Pero en lo que atañe al crimen, la incidencia es de tal magnitud que constituye una verdadera barrera que impide el progreso de las sociedades donde el flagelo es más notorio.
Ese fue uno de los mensajes que salió de un evento de corte académico que tuvo lugar en Washington esta semana. Organizado en forma conjunta por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), durante el seminario se presentaron varios documentos que permiten entender mejor la evolución del problema y servirán para la búsqueda de soluciones.
Según la colombiana Ana María Ibáñez, vicepresidenta de Sectores y Conocimiento de esta última entidad, “desde hace años nuestras tasas de criminalidad superan las de otras latitudes, pero de manera más notoria observamos una influencia creciente de organizaciones delincuenciales que han diversificado sus operaciones, acumulado capital y desarrollado nuevos mercados”. Para la economista, “combatirlas requiere un trabajo coordinado de nuestros países, aparte de los esfuerzos hechos en el ámbito nacional y local”.
El diagnóstico
Los datos hablan por sí solos. A pesar de que los casi 650 millones de latinoamericanos y caribeños representan el 8 por ciento de la población global, en la zona ocurre el 29 por ciento de los homicidios registrados en el planeta: unos 130.000 al año, de acuerdo con la información que registra el Instituto Igarapé, con sede en Río de Janeiro.
Tal como lo sintetiza el FMI, la tasa a nivel regional de este delito –de 20 por cada 100.000 habitantes– es doce veces más alta que la de las economías avanzadas y ocho veces mayor que la de las naciones emergentes. Debido a ello, ocho de los diez países más violentos del globo se encuentran en nuestra geografía, incluyendo a Colombia. Lo mismo ocurre con 40 de las 50 ciudades más peligrosas.
Jamaica encabeza esa clasificación internacional con un guarismo de 49 por cada 100.000, al cierre de 2023. Le sigue Ecuador, con 45, en donde se registra el peor deterioro de los tiempos recientes. En esos primeros puestos aparecen lugares supuestamente paradisiacos en el Caribe como Santa Lucía, Trinidad y Tobago o Bahamas, junto a Honduras y Venezuela. Tan solo Sudáfrica y su vecino Lesoto están en otra parte del mapa.
El caso ecuatoriano es particularmente angustiante, pues hace apenas cinco años era un sitio relativamente tranquilo, con una tasa inferior a siete homicidios por cada 100.000 habitantes. Ahora la ciudad de Durán, vecina de Guayaquil, con un índice de 148, es la más violenta del mundo. Otras cuatro poblaciones de esa nación (como Manta o Machala) están en el grupo de las diez con peores registros.
Es verdad que en números absolutos Latinoamérica mostró cierta estabilidad en 2023, con una ligera tendencia a la disminución en el último lustro. Aun así, Brasil es el país en donde más gente pierde la vida en el mundo por causas violentas, mientras que México se encuentra en tercer lugar.
Dentro de la tipología de los afectados, se encuentra que el 41 por ciento de las víctimas regionales tienen entre 17 y 30 años de edad, que el 87 por ciento son hombres y que tres cuartas partes de los ataques son cometidos con un arma de fuego, cuando el promedio mundial es 40 por ciento. Al ser este uno de los principales motivos de deceso, este azote también es un desafío de salud pública.
Si bien la fotografía regional muestra un panorama que puede llevar a generalizaciones, lo cierto es que la realidad es heterogénea. Sitios en donde hace no mucho tiempo la situación lucía desesperada –como llegó a pasar con Medellín y Cali– muestran que es posible revertir las cosas.
Hecho el reconocimiento, Colombia exhibe luces y sombras. En lo que va corrido del siglo, la tasa de homicidios –de 25,9 por cada 100.000 habitantes el año pasado– cayó a cerca de una tercera parte de la registrada a comienzos del siglo. Aun así, superamos el promedio latinoamericano y en los mapas de violencia conservamos el color rojo, que identifica al puñado de naciones en líos, muy lejos de Argentina o Perú, en donde hay más tranquilidad.
Mención aparte en esta descripción merece lo ocurrido en El Salvador, por cuenta de la polémica política de confinar en cárceles a casi el dos por ciento de su población masculina. Basta recordar que en 2015 el país centroamericano era considerado el más violento del mundo con 103 homicidios por cada 100.000 habitantes. Dicho guarismo cayó a 7,8 en 2022 y a 2,4 en 2023. En los primeros seis meses de este año, tuvo lugar una disminución adicional de 24 por ciento, según fuentes oficiales.
Semejante desempeño lleva al controvertido presidente Nayib Bukele a afirmar que esta nación de 6,3 millones de habitantes pasó de ser la más afectada por la violencia en el hemisferio a la de menores números, al menos en América Latina. Las estadísticas le dan la razón, por lo cual han surgido imitadores en otros lugares, así los cuestionamientos relativos al respeto a los derechos humanos y a la división de poderes consagrada en la Constitución salvadoreña sigan en el ambiente.
El impacto
Aparte del debate relacionado con la “mano dura” y el peligroso caudillismo, de lo que no hay duda es del inmenso lastre que la inseguridad trae, además de la pérdida de vidas humanas. De acuerdo con un estudio hecho por el BID y Fedesarrollo, presentado el lunes pasado, los costos directos del crimen ascendieron en 2022 al equivalente del 3,4 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) regional, una proporción que equivale al 80 por ciento del presupuesto asignado a la educación.
¿Cómo se divide esa onerosa factura? Por un lado, están las pérdidas en capital humano relacionadas con la menor productividad o el tiempo que se va como consecuencia de la victimización por homicidios y delitos no letales, aparte de lo que implica la privación de la libertad de personas detenidas. El cálculo es que este renglón asciende a 0,76 por ciento del PIB, es decir un 22 por ciento del pasivo total.
Una tercera parte adicional está relacionada con lo que le cuesta al sector público combatir el crimen, tanto en personas como equipos especializados, entre otros. Por su parte, casi la mitad de la cuenta la asume el sector privado a través de gastos en seguridad que encarecen las actividades productivas o la prestación de servicios, incluyendo el transporte.
No menos importantes son los efectos indirectos, que son muy amplios. Estos tienen que ver con la actividad empresarial y el crecimiento económico; la inversión extranjera; el empleo y los ingresos laborales; la acumulación de capital humano; la salud de los niños al nacer; la preservación del medioambiente; la confianza ciudadana; y la salud mental y física de la gente, incluyendo la violencia de género y la doméstica.
Algunos datos muestran cómo se expresan esas ramificaciones. Por ejemplo, un aumento en la tasa de homicidios de un país anticipa caídas en el ingreso de turistas internacionales en los años subsiguientes. De otro lado, las compañías que perciben el crimen, el robo y el desorden como un obstáculo para sus operaciones muestran una productividad inferior de entre 10 y 35 por ciento frente a aquellas que no lo hacen. Un tercer ángulo es que la violencia alienta la migración, algo que se ha documentado en el caso de Guatemala y Honduras, entre otros.
Como es de imaginar, Colombia no es ajena al diagnóstico. El análisis hecho por Fedesarrollo sostiene que los costos directos del crimen y la violencia para el país se ubicaron en el equivalente del 3,6 por ciento del PIB en 2022, por encima de la media regional. El estimativo nos ubica en el octavo lugar de América Latina, ubicados entre Paraguay y Ecuador.
Para Luis Fernando Mejía, director de ese tanque de pensamiento, “son recursos que podrían destinarse a mejorar el sistema educativo, la innovación o la infraestructura; pilares fundamentales para aumentar el crecimiento económico”. Agrega que “estos hallazgos confirman la urgencia de una respuesta robusta y sostenida que priorice tanto la prevención como la mejora en la administración de justicia, lo que permitiría reducir los costos del crimen y la violencia, aumentar la confianza de los ciudadanos y el dinamismo de nuestra economía”.
Dentro de los muchos retos que aparecen, es el de comprender que hay grandes disparidades al interior de los países. Dentro del territorio colombiano, para no ir muy lejos, hay sitios en donde la presencia del delito es mucho más baja que en ciertas capitales, las zonas de frontera o puntos de la geografía en donde hay cultivos ilícitos y minería ilegal.
Una advertencia particular es el surgimiento del crimen organizado, que ha puesto en jaque a las autoridades, ya sea en México o Brasil, para solo hablar de un par de casos. Multinacionales de la criminalidad, como el ‘Tren de Aragua’, las maras centroamericanas o el ‘Cartel de Jalisco’, operan en múltiples puntos, a veces con más dinero y armas que las fuerzas del orden.
Vale la pena anotar que, en medio de este complejo panorama, Colombia ha hecho aprendizajes importantes a punta de sufrir golpes. Desde hace años, una parte de la sociedad entendió que este no es un tema ajeno, por lo cual hay una aproximación más profesional hacia los desafíos.
También se sabe de la importancia de contar con alarmas tempranas con el fin de reaccionar a tiempo. A este respecto en el tablero de control nacional aparecen más luces de alerta por cuenta de las bandas dedicadas al narcotráfico, la extracción ilegal de oro, el microtráfico o la extorsión, lacras que exigen una mejor respuesta del Gobierno central y una mayor coordinación con los departamentos y municipios.
Confrontar el enorme desafío de la violencia incluye contar con buenos datos junto con análisis en frío, que comprenden los estudios que realiza la comunidad académica. Ello, además de esfuerzos para fortalecer la inteligencia, la justicia o la Policía, sin olvidar el combate contra la corrupción.
Cualquier experto en este campo sabe que bajar la guardia equivale a jugar con fuego, pues las conquistas hechas se pueden perder en cuestión de meses, cuando la impunidad se vuelve la norma. Solo con fortaleza institucional, fondos, transparencia y liderazgo se puede vencer a un monstruo de muchas cabezas que muta de manera constante.
Así, el interés de instituciones multilaterales en lo relacionado con el crimen en la región es bienvenido. Aparte de confirmar que este mal da origen a un círculo vicioso de dolor y pérdidas, con consecuencias negativas sobre el empleo, la inversión, el consumo y el bienestar de los hogares; está el desafío de construir sociedades más equitativas e inclusivas. Pero eso nunca será posible si la voz de los revólveres se sigue escuchando en América Latina y el Caribe con la misma intensidad de las últimas décadas.
RICARDO ÁVILA PINTO
Especial para EL TIEMPO
En X: @ravilapinto