No hay duda: despachar sin prisa un menú degustación de diez o doce pasos en un restaurante con estrellas Michelin, probar algunos de los crustáceos en cuya pesca arriesgan la vida los aventureros del mar en Galicia o llevarse a la boca un trozo de aquellas carnes de reses conocidas y consentidas desde el día de su nacimiento y maduradas en sofisticados cuartos fríos y cocinadas al vacío durante más de veinte horas son placeres enormes que nos ofrece la gastronomía.
Pero más allá de la sofisticación, de las estrellas, del refinamiento, de vajillas como las de Limoges o las de Costa Nova y de los manteles de muchos hilos, hay pequeños grandes placeres culinarios más terrenales, cotidianos, que nos deparan instantes de felicidad al tiempo que calman antojos y consienten la panza.
¿Qué tal, por ejemplo, el placer enorme de arrancar con la mano un pedazo de un buen pan recién salido del horno, y llevárselo a la boca mientras vamos camino a casa pensando qué iremos a preparar al desayuno?
Cada uno tiene sus gustos, que ayudan a definirlo, que ayudan a guiarlo cuando las opciones abundan, que determinan los antojos... gustos que han empezado a definirse in útero y que en buena medida dependen de aquello que comían nuestros antepasados y que siguen preparando las abuelas y la madre. Por eso, pasados los años, cualquier día, una sopa de aquellas que solemos denominar con diminutivo –una “sopita” casera–, una de esas sopas que nos servían en la mesa de infancia, puede alborotarnos la nostalgia y convertirse en un manjar más apetecible que cualquier receta de postín. A mí, por ejemplo, una sopa de plátano colisero me hará recordar siempre a mi madre y me ayudará a subir el ánimo en los días en que ataca la tristeza por los tiempos idos.
Sí, en los días fríos, una sopa caliente es uno de esos pequeños grandes placeres de la vida. Como el de destapar la olla del arroz, humeante aún, servirse un par de cucharadas generosas y bañarlas con un buen chorro de aceite de oliva.
Las sopas alegran la vida y con su sabor traen recuerdos inolvidables.
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Y a propósito de arroz, hay quienes dicen que “si hay arroz hay comida”, porque uno puede convertirlo en la base de un buen plato, con poco más. Con lo que se encuentra en la nevera. Con lo que sale de alguna lata. Y es el punto de partida de ese manjar sin pretensiones que es el calentado... con lo que quedó de la víspera. Y existe una suma culinaria afortunada como pocas: arroz blanco con un huevo frito encima; un huevo en su punto, con la yema jugosa, de manera que al pasarle el cuchillo se deshaga y empape el arroz. ¿Comer esta aparente simpleza no constituye un pequeño gran placer?
No todos estarán de acuerdo conmigo en que los mejores postres son los criollos, como el queso con bocadillo, las brevas con arequipe o el dulce de papayuela, pero en lo que casi todos parecen coincidir es en el placer que produce la pega. Sí, esa que también se conoce como pegado o cucayo, y que el buen Lácydes Moreno definió como la “costra que se adhiere al fondo de la olla cuando los alimentos, especialmente el arroz, han permanecido mucho tiempo al fuego”. En sus paellas de antología, los valencianos se precian del socarrat, que es la misma pega, pero que tiene un punto exigente, pues el arroz debe quedar “entre dorado y ligeramente quemado”.
Un pequeño gran placer de cada día –y quizás no tan pequeño– es el que produce el aroma del café cuando empieza a inundar los rincones de la casa. Cuando anticipa el gozo de beberlo –cuando es un buen café, cuando le hace honor a la tradición de nuestra tierra–, cuando propone ese ritual de comenzar el día a su amparo, cuando se convierte en la disculpa para la primera y siempre grata charla del día.
Tomar un café, la mejor delicia mañanera. Foto:Istock
Y hablando de aromas, ¿qué tal el del cilantro, que nos asalta en los pasillos de los mercados, que nos invita a restregarlo con las yemas de los dedos, que nos tienta a sumarlo a las sopas y a los guisos como un aderezo mágico?
Dije guisos y pensé de inmediato en esa salsa que es, a mi juicio –y según mi gusto, discutible, claro está– la más maravillosa del planeta Tierra, por encima de cualquier bernesa, de cualquier tártara, de cualquier bechamel... Supongo que ya adivinaron a cuál me refiero: al colombianísimo hogao, por supuesto, al que también llaman hogo, hogado o ahogado, y que se prepara con cebolla larga, tomate muy rojo, aceite y especias, aunque cierto es que en cada casa le dan su toque particular.
Se acaba el espacio, pero no los pequeños grandes placeres... como el de una cerveza muy fría en los días de altas temperaturas o una arepa de choclo en una fonda de tradición en cualquier curva del camino.
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