Mompox bajo la luna morada: la Semana Santa que detiene el tiempo

hace 2 días 26

En Mompox, los relojes no marcan la hora. La marcan las campanas. Aquí, en este rincón suspendido a orillas del Magdalena, hay semanas en las que el tiempo no corre: camina, descalzo, con túnica negra, al ritmo solemne de un tambor fúnebre. Es Semana Santa, y en Mompox no se celebra: se encarna.

El reloj de la Iglesia de Santa Bárbara marca las seis de la tarde. El sol, rojo como una herida abierta, se despide detrás del convento. Las campanas repican con gravedad y entonces comienza el ritual. No es una representación, ni un espectáculo: es una manera de vivir, de reafirmar una identidad tejida entre la devoción, la historia y el orgullo de un pueblo que no ha dejado que el olvido toque sus muros coloniales.

Desde el Domingo de Ramos, el pueblo entero se transforma. Las calles, normalmente silenciosas bajo el calor plomizo, se llenan de un murmullo contenido. Las puertas se abren, los balcones se visten de blanco y morado, las casas huelen a flores recién cortadas y las iglesias comienzan a latir como corazones. Las fachadas coloniales, bañadas por la luz tibia del atardecer, parecen palidecer ante la gravedad de lo que está por comenzar.

Don Elías Molina, carguero desde hace más de tres décadas, se ajusta la faja morada mientras susurra una oración. Tiene 62 años, pero su espalda aún se yergue como en sus mejores tiempos. “No cargo madera, hijo. Cargo el alma del pueblo”, dice, mientras sus compañeros se agrupan junto al paso del Cristo Nazareno, una de las imágenes más veneradas. A su lado está Julián, su hijo de 18 años, quien por primera vez será parte del grupo de cargueros. La emoción se le nota en las manos, que tiemblan ligeramente mientras acaricia el madero antes de levantarlo.

La procesión comienza y el silencio se vuelve protagonista

Semana Santa en Mompox, Bolívar

Semana Santa en Mompox, Bolívar Foto:Gobernación de Bolívar

Las calles empedradas vibran al compás de los tambores, y las sombras que proyectan las velas sobre las fachadas blancas parecen santos que también acompañan la caminata. Los balcones de madera, algunos centenarios, se llenan de miradas calladas. Allí está doña Eustasia, sentada en su mecedora de palma. Tiene 84 años y recuerda haber visto su primera procesión en brazos de su abuela. “Cuando uno ve esto, sabe que Dios no se ha ido”, dice sin apartar los ojos del Cristo que avanza.

La escena parece de otro tiempo. Las túnicas negras, los estandartes bordados en oro, el andar rítmico de los cargueros y el incienso que perfuma cada rincón. Pero Mompox no vive de nostalgia: vive de memoria. Y esa memoria está viva en las monjas del convento de la Concepción, donde sor Teresa enciende con delicadeza los cirios del altar. “Mientras ellos caminan, nosotras rezamos”, explica con una voz pausada y firme. “Este pueblo no se sostiene con política ni con dinero, se sostiene con fe”.

Semana Santa en Mompox, Bolívar

Concierto de luz y fe iluminó la Semana Santa en Mompox. Foto:Gobernación de Bolívar

Los músicos, reunidos desde temprano en la plaza principal, afinan sus instrumentos como quien prepara un rezo. La banda de guerra de la Escuela de Música Lucho Bermúdez, orgullo momposino, está compuesta en su mayoría por jóvenes que han aprendido desde niños a tocar marchas fúnebres como si fueran plegarias. Martina, una trompetista de 16 años, se persigna antes de comenzar. “La música aquí no es fondo: es espíritu”, afirma, y sus notas parecen flotar por encima de las cabezas, tocando fibras invisibles.

Cada noche de la semana tiene su propio tono, su propia dramaturgia

El Miércoles Santo es la noche del Perdón, donde se pide y se otorga el perdón públicamente. El Jueves Santo, en cambio, es de comunión. Los altares de las iglesias se iluminan con cientos de velas. Los peregrinos recorren siete templos en una sola noche. Las filas son largas, pero nadie se queja. Se camina despacio, en oración, en contemplación. El pueblo entero parece flotar.

El Viernes Santo, es la noche del dolor: la imagen de Jesús yacente sale en un ataúd de cristal, cargado por hombres de luto absoluto. Esa noche, el silencio es tan espeso que duele. La multitud apenas respira, y el viento, cuando sopla, parece hacerlo en voz baja. La procesión del Santo Entierro recorre las calles con una gravedad sobrecogedora. La imagen de Cristo yacente, en un ataúd de vidrio, es llevada por los cargueros vestidos completamente de negro. Las mujeres caminan detrás con velas encendidas. No hay palabras. Solo lágrimas, pasos, y un tambor que parece marcar el pulso de un corazón herido.

Semana Santa en Mompox, Bolívar

Semana Santa en Mompox, Bolívar Foto:Gobernación de Bolívar

Al costado de la calle Real del Medio, doña Eustasia observa desde su balcón. Tiene 84 años y asegura que nunca ha faltado una sola Semana Santa. “Aquí, la fe se hereda como los apellidos”, dice con una sonrisa melancólica. A su lado, su nieta Mariana escucha atentamente. “Cuando ella muera, yo ocuparé esta silla”, murmura, como si fuera parte de un testamento espiritual.

Los visitantes también se integran

Ana y Roberto, argentinos, descubrieron Mompox por azar. “Pensábamos que veníamos a ver una procesión bonita. No sabíamos que íbamos a vivir una experiencia mística”, dice él, mientras su esposa asiente, visiblemente emocionada. No son los únicos. Hay quienes vienen desde Medellín, Bogotá, incluso desde Europa. Todos se sumergen en el ritmo lento, en la atmósfera suspendida, en el encanto intacto de este pueblo barroco.

Pero no todo es solemnidad. En los patios interiores de algunas casas, se escuchan guitarras, se comparte comida, se cuentan historias. La vida continúa, como si la fe y la alegría fueran hermanas que caminan juntas, tomadas de la mano.

Semana Santa en Mompox, Bolívar

Semana Santa en Mompox, Bolívar Foto:Gobernación de Bolívar

La noche del Sábado Santo marca un giro. Se encienden antorchas, los cánticos se vuelven más luminosos y el pueblo se prepara para la resurrección. No hay fuegos artificiales ni celebraciones estridentes: hay recogimiento, hay esperanza. Ya no hay luto, sino esperanza. Las antorchas iluminan el rostro de la Virgen Dolorosa. Es una procesión de madres, abuelas, hijas, todas vestidas de negro, pero con pañuelos blancos en las manos. Es la noche en la que el pueblo respira hondo, como preparándose para la resurrección.

Y finalmente llega el Domingo. La misa al amanecer se celebra frente al río. El sol asciende lentamente mientras las barcas, decoradas con flores, avanzan por el Magdalena como en un rito ancestral. Los fieles aplauden. Los niños corren. Los músicos cambian las marchas fúnebres por cantos de gloria. La Pascua ha llegado, y con ella, la alegría serena de un pueblo que ha cumplido con su cita más sagrada. Barcas adornadas con flores flotan lentamente mientras suenan cantos gregorianos. Es el cierre perfecto de un ciclo sagrado.

Cuando todo termina, cuando las túnicas se guardan y los cirios se apagan, queda un silencio distinto: no es ausencia, es paz. Mompox vuelve a su cotidianidad con la certeza de haber cumplido una misión ancestral. La Semana Santa ha pasado, sí, pero deja huellas profundas en el alma de quienes la vivieron.

Y así, cada año, en este pueblo que parece sacado de un lienzo barroco, la Semana Santa no es solo una celebración religiosa. Es una declaración de resistencia cultural, una defensa del tiempo lento, un testimonio de que aún hay lugares donde lo sagrado sigue teniendo nombre, rostro y calle. Porque aquí, en este rincón dorado por el sol y la historia, la fe no se improvisa: se vive. Y cada año, sin falta, Mompox vuelve a detener el tiempo.

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