A finales de noviembre fue nombrada como Mejor Sommelier de Latinoamérica según la lista Latin America’s 50 Best Restaurants. Laura Hernández Espinosa lleva la mitad de su vida con la mente y las manos puestas en torno a las bebidas. Detrás de ese premio —y de muchos otros que ha ganado durante una carrera que ya alcanza dos décadas— hay una persona que ve el mundo de la gastronomía como un campo diplomático donde se discute en el paladar la cultura y la política. Tiene 40 años, le gusta ir por todo el país en busca de destilados perdidos, atender desde la barra de La Sala de Laura y discutir sin cesar con su mamá cuál es el maridaje perfecto para un plato hecho con ingredientes del Amazonas. Esta es su entrevista en Revista BOCAS.
Justo en el corredor que separa La Sala de Laura, el bar que hace un par de meses ocupó el puesto 44 de la lista The World’s 50 Best Bars, y el restaurante Leo, uno de los restaurantes más reconocidos de América Latina, hay un pequeño cuarto que pasa desapercibido para quienes entran a comer: un laboratorio de experimentación, mezcla entre biblioteca, taller de sabores y museo, donde nacen muchas de las copas y los platos que Laura Hernández Espinosa y su mamá, Leo Espinosa, les presentan a quienes llegan a la casa de Chapinero, en Bogotá, donde hacen maravillas y malabares con sus proyectos gastronómicos.
"Ahora, por ejemplo, estoy totalmente obsesionada con el café, soy una loca del café”. Foto:Alejandra Quintero / Revista BOCAS
Allí, entre libros de botánica, recetarios de Sucre o de la isla de Providencia, cultivos de hongos y botellas de destilados de frutas como el tamarindo y el tomate de árbol —ingredientes cotidianos, pero que aún no suelen relacionarse con el mundo de los bares y los cocteles—, Laura Hernández Espinosa acostumbra sentarse a pensar en esos tragos que podrían llegar a identificar a Colombia más allá del aguardiente. Hay un coctel hecho con destilado de laurel y romero al que se le añaden granadilla y cítricos, que representa el páramo; otro, que lleva el nombre de un ave autóctona de los bosques andinos, está hecho a partir de prontoalivio (una hierba medicinal de los valles andinos), uva, pino y eucalipto, y se sirve con unas cápsulas de kéfir en una especie de nido; también hay un trago hecho con higos que representa los desiertos, y otro entre dulce y amargo, que se elabora destilando hoja de coca y cacao. Esos destilados y cocteles la han llevado a ella, y a su bar, a ganar premios cada vez más importantes en el gremio de la gastronomía.
Laura tiene 40 años y lleva prácticamente la mitad de su vida con todos sus sentidos puestos en el universo de las bebidas. Nació en Cartagena en 1984, y vivió entre Cartagena y Bogotá, mientras su mamá abría distintos restaurantes que la llevaron a construir su nombre y su marca. Ella recuerda esa época a partir de las canciones: un tango en un viaje con sus abuelos en una Dodge vieja entre Cartagena y Sincé, Sucre; una champeta en la playa; una charanga que oía su mamá mientras cocinaba, o una pista de trance en una discoteca en la Ciudad Amurallada. Luego comenzó a estudiar relaciones internacionales en la Universidad del Rosario y fue alrededor de sus 20 años cuando el universo líquido llegó a su vida gracias a un curso de sommeliería que hizo en Buenos Aires, durante un semestre de intercambio. Lo que empezó como un proyecto para matar el tiempo libre, marcó su carrera: en el 2006 presentó su examen frente a una de las mayores autoridades en el mundo de los vinos, el catalán don Agustí Torelló Mata; aunque se le rompió el corcho durante el servicio, se desenvolvió tan bien que se convirtió en la mejor sommelier que graduó ese año la Escuela Argentina de Sommeliers.
De ahí siguió aprendiendo de vinos en España y en Estados Unidos, hizo maestrías en desarrollo y en finanzas, hizo cartas de vinos, se hizo cargo durante 10 años de Funleo ―la fundación de su mamá― y durante los viajes por todo el país se enamoró del viche y de los destilados artesanales que a pesar de las dificultades aún hacen comunidades por toda Colombia. Hoy tiene una colección de más de 300 destilados en su casa, que sin embargo no se toma porque el peor error de una persona que dedica su vida a las bebidas alcohólicas es pasarse de tragos.
BOCAS tiene otra portada en esta edición: una de las mejores sommeliers del mundo; Laura Hernández. Foto:Alejandra Quintero / Revista BOCAS
Laura entra al laboratorio. Lleva un pantalón negro ancho y una blusa color curuba. El pelo liso y corto. Su presencia es imponente, pero su manera de ser es relajada y también refleja practicidad, algo clave en la hostelería. ¿Cómo ella logró crear ese lugar que hoy sirve como embajada de los destilados colombianos? “Yo soy obsesiva, en el buen sentido. Creo que la obsesión es una de las chispas de la creatividad”, dice. “Por ejemplo, mi novia me pregunta siempre una cosa que me dio mucha risa: ‘¿Cuál es tu obsesión de hoy?’ Y puede ser una obsesión efímera, de dos o tres horas, o de pronto se extiende por tres días o una semana; pero es una obsesión, y hasta que yo no lo sepa todo sobre ese tema no me quedo tranquila. Ahora, por ejemplo, estoy totalmente obsesionada con el café, soy una loca del café”.
Afuera del laboratorio comienza el servicio: suena una playlist que puede ir del sonido electrónico de Daft Punk al afro-jazz de Blay Ambolley. La música, un ingrediente esencial de un bar, es también un reflejo de Laura: “La obsesiva con la música es mi mamá, a ella le encanta hacer listas; creo que le gusta más que cocinar”, dice. “Se la pasa con los audífonos puestos y uno es como: ‘¡Oye, pon atención!’. Y creo que lo hace pensando en mí. Luego nos sentamos a oír las listas y yo tengo derecho a opinar o a quitar canciones; después sí las ponemos en el bar”. Esta es Laura Hernández Espinosa: la embajadora líquida de Colombia.
Usted nació en Cartagena en 1984. ¿Cómo recuerda esa Cartagena de los noventa en la que creció?
¡Me vas a hacer llorar con esa pregunta! Yo siento mucha nostalgia por la ciudad donde crecí. Era una Cartagena muy afro que mi mamá nunca me negó: ella me subía a los buses intermunicipales para ir a los barrios y me dejaba bañarme en bola en la playa, hasta que llegué a una edad en donde el pudor tenía que existir. Yo vivía en San Diego y mis amiguitos eran el hijo del tipo que vendía raspao, la hija de la señora que hacía masajes… Yo bailé champeta desde que era chiquita; la empleada que teníamos tenía un grupo de champeta en la playa y cuando mi mamá no estaba corríamos todos los muebles de la sala y ella me enseñaba las coreografías. Mi abuelito, Juan, era distribuidor de lubricantes y los sábados yo lo acompañaba al Muelle de los Pegasos y me tomaba un jugo de zapote y un patacón. Era esa Cartagena real, una Cartagena de la gente, la ciudad más linda del mundo. La de hoy no la reconozco, no me interesa; pero la de mi niñez siempre se va a quedar en mi corazón: tanto así que yo quería que mi cédula dijera “Cartagena”, y por eso cuando cumplí 18 me fui a Cartagena a sacarla, no quería ser de Bogotá.
Cuando uno investiga su vida, es imposible no toparse con su mamá, Leo Espinosa. Sin embargo, nunca se habla de su papá. ¿Quién fue él?
Mi mamá se casó a los 22 años. Quedó embarazada de su novio de universidad y mis abuelos le dijeron: “¡Te tienes que casar!”. Al año pasó lo inevitable. Ella dijo: “Mira: yo soy una mujer demasiado avantgarde como para ser una madre de familia desde tan chiquita”, y en ese proceso mi papá se fue alejando. No tenemos una relación fuerte. Las relaciones ni siquiera se construyen desde los recuerdos, sino desde las afinidades, y aunque en algún momento lo intentamos, él vivía en otra ciudad y, pues nada, finalmente no logramos reconstruir la relación.
La Sala de Laura tiene el puesto 44 en la lista de The World’s 50 Best Bars (los 50 mejores bares del mundo). ¿Cuáles fueron los bares de su adolescencia y su juventud?
Ufff… Se llamaba La Tarzana. Quedaba ahí, detrás de la Torre del Reloj. Fue a principios de la década de los 2000, yo tenía 16, 17, 18 años, y lo único que sonaba era trance: ahí conocí Perfecto Records, que era un sello de música electrónica donde sacaban a Anjunadeep. Me encantaba. Y también la champeta: me encantan los ritmos afroantillanos porque crecí en la época antes de que mataran a los champeteros: me acuerdo que cuando El Sayayín iba a mi colegio todos nos volvíamos locos. Y la salsa: me encanta la salsa y eso viene de mi mamá: la charanga, el guaguancó, los boleros…
"Me encanta la salsa y eso viene de mi mamá: la charanga, el guaguancó, los boleros…" Foto:Alejandra Quintero / Revista BOCAS
Su mamá ha dicho que su bisabuela, Elvia, fue muy importante en su formación gastronómica. ¿También lo fue para usted?
Más que mi bisabuela, creo que fue toda esa rama matrilineal: mi abuela, mi bisabuela, mi mamá y mis tías son mi base. Y también mi abuelo, Juan, que hizo las partes de padre. Cuando yo pienso en esa figura paterna, porque no es que me haya hecho falta para nada, pienso en él. ¡Extraño tanto a mi abuelo! Él coleccionaba whisky, era un loco de los botánicos, de los brebajes… Se la pasaba haciendo cocteles. ¿Sabes? De ahí sí herede, de mi abuelo Juan.
¿Con él tomó las primeras veces?
¡No! Casi se muere cuando yo le dije que había estudiado el curso de sommelier. “¿Cómo así que una niña se va a poner a tomar? ¿Por qué se te metió esta locura?”. Decía que yo era muy inteligente como para hacer cosas de bandidas, y yo le respondía: “¿Pero acaso estaba mal lo que yo veía en ti? ¡Si tú te la pasabas haciendo cocteles!”. Me acuerdo de una discusión que tuve con él porque él decía que cuanto más viejo era el whisky era mejor, y les sacaba a sus invitados botellas viejas, hasta que un día yo le dije: “Oye, los destilados no envejecen en botella, sino en la barrica”. Y él: “¡Hombre, que sí, ¿ahora me vas a venir tú a enseñar?!”. Era un tipo de su época; finalmente terminábamos riéndonos.
Hubo algo que me llamó la atención en su hoja de vida: el inicio de sus estudios, la carrera de relaciones internacionales, parece ser un escape del mundo gastronómico. ¿Lo era?
¡Absolutamente! Yo veía a mi mamá y decía: “No, eso es pa’ locos. ¿Yo por qué voy a tener un restaurante?”. Esa señora estaba totalmente inmersa en eso, que además yo lo veía como un negocio superriesgoso que necesitaba de mucha pasión. En esa época yo simplemente quería seguir estudiando lo que me gustaba, y lo que todavía me gusta: entender las geografías, entender la historia. Hoy lo veo coherente, porque al final lo que yo hago es diplomacia gastronómica; en las bebidas hay lenguaje, ¿no? Cada coctel es como una tesis que surge después de haber puesto una parte de lo que tú quieres decir. Incluso, ese toque personal puede tener un poco de política, una queja, pero envuelta en una estética en donde prima la expresión y la invitación a pensar más allá de lo que te estás tomando. Me gusta que la gente se pregunte: “¿Cuál es el mensaje que te estoy mandando con un simple coctel?”
"Me gusta que la gente se pregunte: '¿Cuál es el mensaje que te estoy mandando con un coctel?'" Foto:Alejandra Quintero / Revista BOCAS
Su entrada a las bebidas fue como sommelier. ¿Cuándo se desmarcó del vino?
¡Nunca me he desmarcado! Yo amo el vino, el vino es mi vida. De hecho, soy sommelier en La Sala de Laura y en Leo hay una selección de vinos en la que yo participo. Nunca lo voy a dejar de hacer. Lo que pasa es que una vez tuve un ahá moment. Yo recuerdo que mi mamá hizo unos platos con mucho carácter y mucho umami, con ingredientes de la selva húmeda, y yo empecé a abrir vinos y nada le iba, pero cuando agarraba un fermento de borojó o de naidí y lo transformaba, ahí sí todo tenía cohesión. Empecé a entender eso que los europeos llaman “maridaje regional”, que es la razón por la cual uno se come un ingrediente de un lugar con un vino elaborado en la misma región. Luego Brigitte Baptiste me dijo que eso no pasaba por costumbre o por tradición, sino porque existe una coevolución a nivel biológico de esos ingredientes. Eso no quiere decir que los vinos, a veces, no funcionen de maravilla. Acá hay muchos vinos con los que yo digo: ¡guau! Pero esto es diferente: a veces el mejor maridaje se logra con destilados, otras con fermentos, otras con bebidas no alcohólicas, otras con cocteles. Eso es lo que yo quiero lograr: descategorizarme. No ser la sommelier ni la bartender, sino inventarme una palabra. No sé cuál sería: tal vez liquidier, o cocinera líquida.
La Sala de Laura nació en el 2021. Cuénteme cómo concretó la idea del bar.
Yo quería encontrar los fermentados y los destilados de Colombia. No solamente los ancestrales, sino los de garaje, la innovación, porque quería mostrar la diferenciación que podíamos tener frente a otros países. Yo tenía un montón de cosas en la cabeza frente a cómo conceptualizar los territorios, los ecosistemas; leía sobre biología, sobre antropología, y empecé a proponer mis propios destilados, mis propias bebidas sin alcohol, mis propios vermús, bitters… Todo surgió también de una inquietud que tenía como sommelier y como gastrónoma colombiana: sentía que no podía mostrar solo vinos, porque en el país había un repertorio gigante de bebidas que podían generar un impacto frente a la percepción del país y que además maridan muy bien con los productos que usaba mi mamá en la cocina. Al principio me convertí en una especie de curadora, buscando estos productos que en ningún caso eran hechos por mí, pero hace cuatro o cinco años dije: “Quiero comenzar a hacer, quiero comenzar a innovar, quiero comenzar a proponer”.
¿Qué hay que decir sobre la diversidad de la Colombia destilada?
Que es una Colombia oprimida porque vive en medio de un monopolio rentístico que existe desde la Colonia. No tiene presentación que en pleno siglo XXI el Estado esté sacando recaudo de salud y pensión de la venta de alcohol, y que los departamentos hagan lobby para que todos los otros productos, incluso el vino, se vean afectados, porque los ven como competencia del aguardiente y del ron que producen, y que además en muchos casos es de mala calidad. Hemos perdido muchísimos años restringiendo los destilados tradicionales, la creatividad y el uso de la bioculturalidad. Lo que tenemos es un problema visceral. Hay algunos pañitos de agua, como la Ley de la Panela, que les ha permitido a campesinos ejercer el derecho de hacer sus destilados de panela; con el viche también ha habido algunos avances, pero todavía es largo el proceso.
"Quería encontrar los fermentados y los destilados de Colombia. No solo los ancestrales". Foto:Alejandra Quintero / Revista BOCAS
Antes de abrir La Sala de Laura usted estuvo durante casi diez años frente a la Funleo. ¿Cuáles fueron los retos más grandes que tuvo ahí?
El primer proyecto que enfrenté fue uno de turismo en la Amazonía. Ahí me di cuenta de que el trabajo con comunidades no era de color rosa. A veces los sistemas en las comunidades ya están muy corroídos y no se puede hacer una gran diferencia solo con decir tengo un proyecto buenísimo, todos vamos a ganar con esto. La desromantización del trabajo con comunidades fue un golpetazo duro porque uno termina en medio de intrigas y acusaciones. Hubo otras experiencias más positivas: hay un lugar que yo nunca voy a olvidar que es Yurumanguí, un río que nace en los Farallones de Cali y termina en Buenaventura; es un lugar espectacular, absolutamente tribal, donde dimos un taller de cocina y llegaron mujeres de lugares que quedaban a tres, cuatro horas en lancha, con sus ingredientes. La gente era superamorosa, tienen como un drum ‘n’ bass que se llama manacillo y es como un ritmo del Pacífico pero saltado, como sucede con el drum and bass; fue un momento espectacular, de fiesta y viche. El otro lugar donde trabajé durante mucho tiempo fue Coquí, en el Chocó. Durante tres años fui todos los meses por 15 días con la intención de que la comunidad convirtiera su gastronomía, que era ya muy reconocida por el aceite de coco, en un jalonador del turismo. Finalmente se montó el Centro de Gastronomía Zotea, donde además hay un invernadero para abastecerse de otros ingredientes y experiencias turísticas, cursos de cocina… Yo no voy hace rato, pero nunca fue esa la idea. Eso lo hicieron ellos para ellos, y el reto gigante que tienen es que la siguiente generación se apersone del proyecto.
Cuando los ingredientes tradicionales llegan a los restaurantes de alta cocina, muchas veces se habla de “apropiación cultural”. ¿Cómo ve eso?
Eso es algo que malentienden muchas personas. ¡Ni Leo ni La Sala de Laura son restaurantes de cocina tradicional! No les hemos robado las tradiciones a nadie ni vamos en búsqueda de que la gente nos enseñe sus secretos culinarios para mostrarlos acá. Obviamente hay una inspiración frente a tradiciones que también son nuestras, porque somos colombianas, pero lo que buscamos finalmente es mostrar y utilizar los ingredientes, y generar lazos para que las personas que los cultivan o elaboran encuentren una fuente de ingresos. Hay que ser muy corto de mente para pensar que nos vamos al Pacífico a robarnos las recetas. A mí también me ha dado mucha tristeza la reacción al uso del viche en las ciudades: acusar a los bares que usan viche de apropiación es una tristeza, porque finalmente lo que se está generando son canales de circulación para un producto. En las ciudades nadie niega la elaboración tradicional del viche, simplemente se está usando como parte de unos ingredientes de nuestro país. Siento que a veces hay unos discursos que desdibujan muchísimo las identidades de lo afro o lo indígena, y eso termina perjudicando el progreso.
"¡Ni Leo ni La Sala de Laura son restaurantes de cocina tradicional!". Foto:Alejandra Quintero / Revista BOCAS
Volviendo a las bebidas, ¿qué potencial tienen los destilados de Colombia para generar cambios profundos en las comunidades?
Hay un potencial inmenso. Yo tengo más de 300 destilados en mi casa: el ñeque, que se hace con caña de azúcar en Sucre; obviamente el viche; el chirrinchi de La Guajira, que tiene trupillo y que hacen los wayúus; el churro, que lo hacen también en La Guajira los afro; el bolegancho en Norte de Santander; la chuchuhuaza en el Amazonas… Y más allá de lo tradicional está toda esta zona de Choachí donde hay unos alambiques espectaculares que se usaban para hacer pirrín y donde ahora hay proyectos que están innovando, desde la tradición, destilando otro tipo de ingredientes. Hay gente que ha encontrado una fuente de vida a partir de eso, y por eso digo que, si se desencadena ese potencial, puede ser también un motor de desarrollo. Pero hay que hacerlo bien: es importante tecnificarse, porque una cosa es usar alambiques tradicionales y otra es no tener las normas básicas de manufactura. También viene ese desafío de no tener miedo a que lleguen conocimientos y recursos externos a las comunidades productoras de bebidas tradicionales. Muchos creen que eso les va a quitar la autenticidad y la ancestralidad, ¿pero entonces para conservar un producto único se deben quedar rupestres? ¡No! Nosotras siempre hemos hablado de que sin innovación la tradición se pierde.
La otra portada de BOCAS es el actor Juan Pablo Raba. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
Acaba de ser nombrada como Mejor Sommelier de Latinoamérica. ¿Cómo un sommelier maneja su relación con el alcohol?
Tomo muy poco, porque tengo los destilados en la nariz todo el tiempo. Esta es una profesión tan riesgosa que, si le das la oportunidad al trago de hacer parte de tu vida, te vas a poner gordo, con hipertensión, con colesterol alto, y vas a perder todo de ti. A mí me gusta mucho tomar una copa de vino cuando como, y hay platos que no me los puedo comer si no es con un vino. Ya cuando salgo de viaje, pues me gusta probar, pero no me gusta emborracharme porque es un despropósito. Ahora estoy tratando de que mis destilados sean Low ABV: la diversión no está en emborracharse, está en el disfrute, en el deleite.
Recomendado:
"Me encantaría poder ser un referente para futuras promesas en Colombia". Foto:Aspar Team / Cortesía para la Revista BOCAS