La mitad de su vida ha estado inmóvil. De sus 45 años, Alejandro Zapata ha pasado 24 como una estatua. Ha personificado soldados camuflados, payasos, obreros, músicos, entre otros. Su mayor virtud es convertir en paisaje lo que a todas luces es una atipicidad: ver a un hombre parado en un balde de unos 20 centímetros, con el rostro pintado de un tono rosáceo, un casco de guerra, un fusil de juguete y un uniforme militar que él mismo retocó de verde.
Su trabajo está en cualquier esquina en la que ve mayor flujo de gente. Algunos se fijan en él. Con los pies sobre la acera, como cualquier otro mortal, levantan sus cabezas para comprobar si realmente es una estatua o se trata simplemente de un ser humano como cualquier otro.
Alejandro reconoce allí su oportunidad. Entonces, sobre el balde que hace de suelo y lo eleva para ser epicentro, realiza un par de pasos estáticos, simulando movimiento como una figura de acción. Ese es el momento donde consigue su objetivo: que el transeúnte frene por un segundo su carrera con la vida, meta su mano al bolsillo y saque alguna moneda que deja en otra pequeña tarrina, al lado de donde él está.
El artista Alejandro Zapata recorrió Ecuador siendo una estatua humana. Foto:Gustavo Molina
–Es gratificante aportar al arte y la cultura de la sociedad. Las personas a veces van distraídas y cuando me miran quedan impresionadas– asegura la estatua humana, sentada en una esquina del Parque Nariño, en Pasto, mientras mira de vez en cuando las guirnaldas que adornan la Navidad.
El sol no es intenso. De cierta manera facilita una de las adversidades de su trabajo, que ocasiona que la pintura pueda regarse por su rostro o deba hacer un retoque pequeño.
Momentos después, Juan Triviño pasa por el lugar junto a sus dos hijos. Los pequeños son los primeros en divisar que hay algo diferente en el paisaje.
Uno de ellos, de cinco años, jala la manga de Juan y se esconde detrás de su pierna derecha. El hombre no entiende lo que pasa, gira su torso y lo mira a los ojos.
–Hijo, ¿qué sucede?– dice. El pequeño no responde. Solamente levanta tímido su mano derecha y señala a la estatua. Posteriormente se acerca, deja una moneda y siguen su camino.
La solitaria labor del manizaleño es un espejismo de su vida. De pequeño sus recuerdos están ligados a su primo, con quien compartió parte de su infancia. Reconoce que no tenía sueños en particular ni algo a lo que aspiraba.
El artista Alejandro Zapata recorrió Ecuador siendo una estatua humana. Foto:Gustavo Molina
“En el colegio me iba muy bien, pero tenía muy pocos amigos. Con el único que jugaba era con un primo. Parte de mi vida me crié en el campo”, asegura.
Sus inicios
Durante su juventud trabajó para un restaurante en Manizales. En ese entonces, sin saber que la vida le cambiaría, el dueño lo mandó a pararse en una esquina en la calle donde estaba el negocio para que repartiera volantes. “Ese día me encontré con un mimo, empezamos a hablar y me enseñó su arte”.
Entonces se dio cuenta que su trabajo radica en el silencio. No necesita pronunciar una palabra para obtener algo a cambio. Todo está en su corporalidad, en cómo logra atrapar la atención de las personas y que estas, a cambio, le entreguen una moneda o un billete.
-Durante un año hice de mimo-, dice. Posteriormente vio la oportunidad y empezó a ser una estatua humana. Durante los primeros días no podía durar más de 45 minutos en pie, pero todo en la vida se basa en la costumbre. Cuando su cuerpo se adaptó a las condiciones, el tiempo inmóvil continuó subiendo.
El artista Alejandro Zapata recorrió Ecuador siendo una estatua humana. Foto:Gustavo Molina
La vida se convirtió, entonces, en una imagen en movimiento en medio de la quietud de la cotidianidad. Su trabajo se limita a ver cómo el tiempo transcurre frente a sus ojos y los rostros van cambiando con el pasar de las horas.
Adaptó tan bien su labor que, en 2008, obtuvo el segundo puesto en el concurso de estatuas humanas en Manizales. Sin embargo, posterior a ello, ingresó a trabajar en una empresa en la que duró ocho años. La vida transcurría sin mayores sobresaltos, Tenía una pareja con la cual tuvo dos hijas, que actualmente tienen 18 y 16 años. “Ellas son mi motor para salir adelante”, acota.
Recuerdos inmóviles
Entonces llegó el punto de inflexión: en 2020, cuando anunciaron la pandemia de covid-19, perdió su empleo en una empresa en la que llevaba ocho años. Se separó de su pareja y sus hijas se quedaron viviendo con su madre.
En ese punto decidió retornar al arte y empezó a viajar por diversas ciudades. Ha pasado por Bogotá, Bucaramanga, Medellín, Manizales, Pereira, Armenia, Ibagué, Cali, Pasto, Duitama, Zipaquirá, Cundinamarca, entre otras, y a nivel internacional estuvo en Quito, Cuenca y Guayaquil, en Ecuador.
Su vida se convirtió en una contradicción a su arte. La quietud de su labor se transformó en el deseo de un viajero errante. Una de sus reglas, que intenta cumplir, es durar un mes en cada ciudad.
Los recuerdos, al igual que el trabajo de la estatua humana, son inmóviles e inmutables. Son estampas incrustadas como imágenes en bucle a través de la memoria. Si Zapata rememora, regresa justamente a una época navideña, cuando tenía 10 o 12 años.
Junto a sus padres salieron a comprar regalos y en el centro comercial le compraron ropa, además de un pequeño balón de micro fútbol rojo. Su recuerdo tiene movimiento. Rememora cómo corría por el parque y era feliz junto a su primo jugando fútbol.
Pero en la vida nada es eterno y los ciclos concluyen. Su madre partió cuando él tenía 19 años. La pérdida de la progenitora significa empezar a morir un poco y la pérdida irremediable de la infancia. 11 años después su padre siguió el mismo rumbo. “Fueron golpes muy duros y es ahí donde te das cuenta que los padres son las únicas personas incondicionales que te apoyan en la vida”, expresa de manera melancólica.
Las cicatrices de la memoria son las costuras de la vida y la melancolía es el motivo de los recuerdos. En la actualidad, si la estatua humana hubiese podido cumplir un deseo, hubiese sido pasar la Nochebuena con sus dos hijas.
-Hijas, las quiero mucho. A pesar de que no estoy con ustedes las llevo en mi corazón. Las amo, son mi vida- expresa la estatua, sentada mirando hacia el horizonte.
Segundos después se levanta y regresa al balde, sube en él y la vida se transforma en quietud.
La mitad de su vida ha estado inmóvil. De sus 45 años, Alejandro Zapata ha pasado 24 como una estatua. Ha personificado soldados camuflados, payasos, obreros, músicos, entre otros. Su mayor virtud es convertir en paisaje lo que a todas luces es una atipicidad: ver a un hombre parado en un balde de unos 20 centímetros, con el rostro pintado de un tono rosáceo, un casco de guerra, un fusil de juguete y un uniforme militar que él mismo retocó de verde.