25 de marzo de 1938. El físico italiano Ettore Majorana tenía 31 años cuando desapareció misteriosamente. Había comprado un boleto de ida y vuelta para un viaje en barco de Nápoles a Palermo. Tras enviar un telegrama y una carta a sus colegas en la Universidad de Nápoles diciendo que estaba regresando, nunca volvió a ser visto.
Conforme a los criterios de
A lo largo de los años, su desaparición ha sido objeto de especulaciones y teorías, desde suicidio y fuga voluntaria hasta una puesta en escena de las partículas de antimateria que había descubierto, pasando por la posibilidad de un secuestro o una vida en el anonimato. Ninguna de estas teorías ha sido probada de manera concluyente. Lo que sí es seguro es que era un genio; a su edad, ya había contribuido significativamente al campo de la mecánica cuántica y era admirado por el mismo Werner Heisenberg, padre de esta disciplina que estudia las bases del universo y sostiene gran parte de la tecnología actual.
Muchos años después, el autor argentino Javier Argüello, nacido en Chile y radicado en Barcelona, se inspiró en ese misterio y en la misma mecánica cuántica para escribir su novela A propósito de Majorana (Random House, 2015) e idear dos líneas de tiempo paralelas que van creando una especie de campo electromagnético entre su alter ego y el fantasma de Majorana. Su libro más reciente, Cuatro cuentos cuánticos (Random House, 2024), va en la misma dirección: aprovecha las reglas y conocimientos de la microfísica para explorar distintas posibilidades narrativas y temporales. Y en el ensayo La música del mundo (Galaxia Gutenberg, 2011) hace explícitas estas reflexiones, como que el punto de vista del observador y sus configuraciones lógicas son las que construyen la realidad y le dan sentido, igual que las mismas historias que nos contamos desde el principio de la humanidad.
Próximamente aparecerá otro ensayo suyo donde cuenta su experiencia en el CERN y sus conversaciones con los físicos que trabajan allí. El CERN es el laboratorio de física de partículas más grande del mundo, ubicado cerca de Ginebra, en la frontera entre Suiza y Francia. Posee el famoso Gran Colisionador de Hadrones (LHC), el acelerador de partículas más poderoso que haya creado el ser humano, hasta el punto de recrear condiciones similares a las que se dieron después del Big Bang.
En algunos de sus libros hay un fuerte interés por la ciencia, en especial por la microfísica. ¿Cómo nació ese interés y cómo empezó a empalmarlo con la literatura?
Desde muy pequeño me ha llamado la atención el hecho de que todo el mundo asuma que la realidad es solo una y la misma para todos. De hecho, la riqueza de la literatura radica en mostrarnos cómo ve y siente la vida una persona en particular. La historia de un adulterio, por ejemplo, contada desde el amante o desde el cónyuge traicionado son dos historias muy diferentes. Cuando me encontré con una teoría científica que parecía sostener que esto podía ocurrir incluso a nivel de la realidad física me resultó fascinante. Porque respondía a esta inquietud que había tenido desde pequeño y porque es exactamente lo que ocurre en la construcción de una ficción. Los elementos escogidos solo cobran sentido a partir del punto de vista que los narra. Antes de que eso ocurra, la realidad literalmente no existe.
En A propósito de Majorana hay un juego con dos líneas temporales y con las posibilidades simultáneas que sugiere la mecánica cuántica. ¿Cómo fue construyendo esa novela para “alcanzar la integridad” de sus posibilidades, como ambicionaba un personaje en uno de sus cuatro cuentos cuánticos?
La verdad es que fue bastante laborioso. En un primer momento pensé que necesitaba tres líneas temporales. Porque quería reflejar el pasado, presente y futuro de unos hechos que tienen al físico Ettore Majorana como protagonista. Y desarrollé las tres tramas. Luego me di cuenta de que, respecto del pasado, el presente ya es futuro, y que en ese sentido solo necesitaba dos. Anulé una y me puse a trabajar en las conexiones entre las otras. Primero desplegué cada una por separado y luego me puse a construir los puentes entre ambas. Y en el camino se me fueron descubriendo todas las posibilidades en que una y otra podían influirse. Fue una especie de rompecabezas temporal bastante complejo de elaborar a nivel de estructura, pero muy divertido y sorprendente. Como si al ir avanzando en las posibles conexiones las propias posibilidades se fueran potenciando unas a otras.
Narrar es en muchos sentidos jugar con el tiempo, con el devenir de los personajes y de las historias, y ver cómo definen nuestros conocimientos. ¿Qué tan conscientes son los científicos del mundo narrativo en el que se mueven y qué tan conscientes son los escritores de que hay un mundo “objetivo”?
Creo que tanto los científicos como los escritores creen que se mueven en un mundo objetivo porque es el relato en el que nuestra civilización nos ha enseñado a creer. Por encima de los relatos científicos o literarios hay otros relatos que, seamos científicos o escritores, nos resultan invisibles, y que definen la forma de eso que llamamos “lo real”. Es como ese cuento en el que un pez le pregunta a otro qué es el mar. Por estar inmersos en él a ambos les resulta invisible. Todos estamos inmersos en un mar de relatos del que no somos conscientes. En Occidente, desde hace al menos tres siglos que el relato oficial con el que construimos nuestra noción de lo real nos enseña que la realidad es objetiva, y todos vivimos inmersos en él, científicos y no científicos. Actualmente participo en algunos foros interdisciplinares en los que científicos y escritores estamos tratando de hacernos conscientes del modo subjetivo en el que unos y otros construimos la realidad.
Tanto en La música del mundo como en Cuatro cuentos cuánticos se afirma que todo conocimiento está basado en historias. Pero la ciencia muchas veces trata de suprimir al observador de sus ecuaciones. ¿Eso está cambiando desde los descubrimientos de la mecánica cuántica?
En la mecánica cuántica, absolutamente. Otra cosa es que la ciencia en general esté dispuesta a incorporarlo. Justo en estos días estoy tomando un curso de mecánica cuántica y el otro día el profesor, un físico muy reputado, dijo literalmente que, a nivel de las partículas subatómicas, es decir, los ladrillos con que está construido todo lo que existe, incluidos nosotros mismos, la idea de una realidad objetiva ya no es defendible. La gran revolución de la teoría cuántica es que convierte al observador en una parte de la experiencia. Lo que hay en el mundo no son objetos, sino experiencias, decía Niels Bohr, uno de los padres de la teoría cuántica. Y la experiencia incluye al observador. Lo cual no resulta demasiado descabellado si pensamos que es imposible demostrar la existencia de una realidad cuando nadie está ahí para demostrar su existencia. Para la ciencia resulta muy traumático renunciar a la idea de una realidad objetiva. Para la literatura se trata de una certeza cotidiana. Un relato solo cobra sentido a partir del punto de vista desde el que se narra. Y en el fondo, sean relatos científicos o literarios, lo que da forma al mundo ante nuestros ojos son los relatos que nos contamos.
Por personas como Majorana, Einstein, Heisenberg y tantos otros sabemos qué es un genio en la física. ¿Qué debe tener un escritor literario para ser un genio en su disciplina?
Es interesante la palabra genio aplicada a una persona. Hasta hace unos tres siglos nadie decía de alguien que “era” un genio. Se decía que “tenía” un genio, es decir que tenía a alguien, alguna presencia, que lo estaba ayudando. Un poco la idea de las musas soplándoles al oído las verdades de los dioses a los poetas. De un tiempo a esta parte, el individuo ha tomado el centro de la escena y se dice de alguien que “es” un genio. A mí me gusta la idea de ser canal, de ser instrumento. En ese sentido, una cualidad necesaria para “tener” un genio sería estar abierto a las informaciones que te quieran hacer llegar. Estar abierto al entorno, a las personas, a la información que circula por el aire en forma de viento o de música, al movimiento del planeta, al latir de las estrellas. A lo que, por supuesto, habría que agregar, como en todo oficio, horas y horas de trabajo muy duro para conocer el material con el que se construyen las historias, que no es solo la forma de las palabras y las formas del lenguaje, sino sobre todo la forma de ese misteriosísimo artefacto que son las estructuras narrativas.
La construcción de la realidad depende del punto de vista, nos enseña la mecánica cuántica, algo que los escritores sabemos desde hace tiempo, dice en sus libros. ¿Por qué, aun así, en el mundo de hoy los escritores han dejado de ser tan importantes e influyentes como en otras épocas?
Creo que lo que nunca ha dejado de ser importante es la construcción de los relatos que dan forma a la idea que tenemos acerca de lo que es el mundo. Y esos relatos no tienen por qué ser literarios. El cine ha sido una fábrica impresionante de producción de relatos. Y hoy en día las redes sociales. Por supuesto que yo prefiero los relatos literarios o cinematográficos que los de las redes sociales, porque permiten más profundidad de reflexión y por ende una construcción más sólida de los mundos de valores. Pero no descarto que esa preferencia se deba a que tengo más de cincuenta años. De todos modos, hay un fenómeno innegable en el nivel de fragmentación de los relatos que estamos consumiendo y es que atenta contra la solidez del tejido social. Porque una cultura o una civilización no es más que un conjunto de relatos compartido. Cuando no hay relatos que comparta un número significativo de integrantes de una cultura, es una señal inequívoca de que esa cultura se está extinguiendo. Que es lo que está pasando con ese conjunto de relatos que dimos en llamar civilización occidental. Sería interesante estar aquí para ver qué viene luego. Pero la historia se escribe muy lentamente y no creo que ninguno de los que estamos vivos hoy lleguemos a verlo. Yo, al menos, no lo creo.
El mundo no tiene sentido per se, somos nosotros los que constantemente le damos uno. Incluso, para usted, una forma de diferenciar la realidad de la ficción es que esta última tiene sentido y aquella no. ¿Puede hablarnos más de eso?
Si algo tiene sentido, es porque alguien se ocupó de dárselo. Los hechos no tienen sentido en sí mismos. Si yo te digo murió el rey, luego murió la reina, no hay un sentido. Si en cambio te digo murió el rey, luego murió la reina de pena, ya empieza a haber un sentido. Podríamos decir que no hay sentido en los hechos objetivos, pero lo que en realidad habría que decir es que no existen los hechos objetivos. No existe un hecho sin una conciencia que lo experimente. O, si existe, nunca lo vamos a saber, porque el único modo de dar cuenta de la existencia de un hecho es a través de la forma en que una conciencia lo experimenta. En ese sentido es que digo que si tiene sentido, es ficción. Una ficción no es una mentira. Es un ordenamiento que una conciencia hace del entorno. Esa es la gran crisis que está viviendo el paradigma científico, algo que la teoría cuántica sabe hace cien años y que, a pesar de que sus aplicaciones están presentes en la totalidad de nuestra tecnología, encierra unas implicaciones que nos resistimos a aceptar. ¿Qué implicaciones? Que la ecuación siempre estará incompleta mientras no seamos capaces de incluir a la conciencia en ella. Que detrás de eso a lo que llamamos verdades o paradigmas o fábulas o creencias siempre descansa la estructura de una historia.
A propósito de esa conciencia humana tan necesaria para darle sentido a la realidad, ¿cuál podrá ser el papel de la inteligencia artificial (IA) que, sin poseer una conciencia humana, se está proyectando como una protagonista central en el futuro de la humanidad?
El papel de la IA es el de una maravillosa herramienta que nos ahorrará mucho tiempo a la hora de buscar información. Y con la que podremos interactuar de una forma diferente y más ágil que con un buscador como el de Google. Lo que hay que tener claro es que en ningún caso se trata de una máquina que piensa. Si creemos que estamos frente a un ser que puede pensar y decidir con algún tipo de criterio, es cuando se vuelve peligrosa. Pero no porque la tecnología sea peligrosa, sino porque le estamos atribuyendo capacidades que no tiene. Por razones profesionales he tenido ocasión de hablar con varios expertos en IA y todos coinciden en lo mismo: no solo no estamos en condiciones de diseñar una máquina que piensa, sino que ni siquiera podemos imaginar el camino que un día podría conducirnos a ello. Y la razón es muy sencilla: para que una máquina piense tendríamos que ser capaces de dotarla de conciencia. Y no tenemos ni la menor idea de lo que es la conciencia.