Las instituciones de Bretton Woods –el Fondo Monetario Internaional (FMI) y Banco Mundial (BM)– hoy tienen 80 años. Pero están tan faltas de recursos y carentes de apoyo por parte de los gobiernos nacionales como en cualquier otro momento de su historia. Su situación quizá sea la señal más clara de que el multilateralismo económico y financiero se está fragmentando junto con la economía global. Peor aún, esta fragmentación se produce en un momento de crecientes tensiones internacionales, fragilidad financiera, crecimiento vacilante, aumento de la pobreza y facturas de reconstrucción cada vez más elevadas en Gaza, Líbano, Ucrania y otras partes.
Conforme a los criterios de
Ambas instituciones están encabezadas por personas que entienden la necesidad urgente de implementar reformas para enfrentar los desafíos de hoy. Sin embargo, carecen de suficiente respaldo de sus amos políticos: los países con mayor participación cuyos votos son cruciales para llevar adelante una reforma. Para superar los problemas de coordinación internacional de larga data que han minado los esfuerzos de reforma, necesitamos que un G20 asuma el liderazgo, con la presidencia actual de Brasil, para hacer un progreso significativo.
Inversión insuficiente
El poder de fuego financiero, por supuesto, es solo una medida de la efectividad de nuestras instituciones multinacionales, pero es una medida importante considerando el mundo en el que vivimos. Los recursos disponibles para el FMI representan menos del 1 % de la economía global. Sin embargo, al ser el prestador de último recurso y una red de seguridad financiera para el mundo, se espera que lidie con los problemas de 191 países miembros, y que participe en la respuesta global a cuestiones “no tradicionales” y “novedosas” como el cambio climático, las disparidades de género y la desigualdad.
Esta financiación insuficiente contradice las intenciones de los fundadores del FMI, liderados por el Reino Unido y Estados Unidos. En su creación, el Fondo podía obtener recursos equivalentes a alrededor del 3 % del PIB global para abordar los problemas monetarios y de balanza de pagos de solo 44 países. Desde entonces, la cantidad de miembros se ha cuadruplicado, pero sus recursos han caído más de dos tercios con relación al PIB.
Un mundo peligroso
No se trata de un reto menor para una institución que también desempeña un papel crítico de supervisión y asistencia técnica, y que sirve como el ancla de la red de seguridad financiera internacional. Hay razones para temer que los shocks que hemos venido experimentando (el covid-19 y las guerras de Ucrania y Gaza) se vuelvan aún más frecuentes y violentos en los próximos años. La preocupante insuficiencia de las redes de seguridad de hoy, especialmente para los países y segmentos de la sociedad más vulnerables, está demostrando ser una causa adicional de fragilidad e inestabilidad.
A pesar de los crecientes desafíos, los recursos del FMI siguen por debajo de los niveles históricos y la revisión de cuotas más reciente no logró reflejar un incremento neto de su capacidad de préstamo. La función de supervisión del Fondo también enfrenta retos importantes. Enmarcada como una herramienta de prevención de crisis tanto para países individuales como para el sistema en general, la supervisión del FMI, durante décadas, ha fracasado a la hora de predecir y enmarcar correctamente los shocks económicos. El BM tiene aún menos recursos para asumir las responsabilidades adicionales que se le han asignado en materia climática. En un informe encargado por la presidencia india del G20 el año pasado, los copresidentes Lawrence H. Summers y N.K. Singh sostuvieron que los bancos multilaterales de desarrollo (BMD) necesitan triplicar su capacidad de crédito para 2030, momento en que debería rondar los US$ 400.000 millones.
La gran revelación
Lo que aqueja al FMI y al BM no se limita a estas dos instituciones. Asistimos a una quiebra más amplia y cada vez más preocupante del multilateralismo, en un momento en que los problemas comunes del mundo se pueden resolver solo mediante coordinación y una acción común.
Los BMD de hoy otorgan créditos equivalentes a apenas el 0,5 % del producto interior bruto de los países en desarrollo, menos que un pico del 0,7 % en los años 1990. De la misma manera, la Organización Mundial del Comercio (OMC) lidia con un reglamento excesivamente legalista. Su efectividad siempre ha dependido de la negociación, la conciliación y el arbitraje, pero estas estrategias, en las últimas décadas, han quedado relegadas a un segundo plano frente a las rivalidades geopolíticas y al unilateralismo.
Luego está la OMS. Si bien la meta de reaprovisionamiento actual es de US$ 11.000 millones, solo se han garantizado US$ 4.000 millones, y su presupuesto anual no supera al de los hospitales de tamaño medio de Estados Unidos. Al negarle a la OMS los recursos que necesita, exigiéndole al mismo tiempo que se ocupe de los nuevos problemas de salud, nos estamos privando de los beneficios de una institución global a la que le cuesta financiar hasta sus tareas más básicas.
Finalmente, la creación del G20 fue una respuesta positiva a la constatación de que el G7 ya no representaba la cara de la influencia y el poder económicos globales. Al agrupar a países que representan alrededor del 80 % del PIB mundial, el G20 tenía la mejor oportunidad de ayudarnos a prevenir o gestionar las crisis sistémicas como la que se produjo en 2008-2010.
La ruta multilateral
Es poco probable que se ponga en marcha una estrategia radical para reformar las instituciones multilaterales del mundo. Pero un progreso gradual es posible. La OMC, por ejemplo, debería centrarse en aprovechar las capacidades innegables de su actual directora general, Ngozi Okonjo-Iweala, para resolver las disputas comerciales a través de la conciliación, el arbitraje y la negociación. De la misma manera, el FMI, encabezado por una directora gerente igual de carismática, puede mejorar sus aportes a la prevención y resolución de crisis apoyándose en su rol de sistema global de alerta temprana. Eso también implica responder ante cualquier crisis futura con más poder de fuego financiero y movilizar capacidad de préstamo para mejorar la resiliencia contra los shocks económicos, negociar un mejor mecanismo de restructuración de la deuda soberana y, así, crear una red de seguridad financiera global más integral. Mientras que los países de altos ingresos tienen capacidad de endeudamiento y reservas para capear la mayoría de las crisis, no es el caso de algunos mercados emergentes, y los países de bajos ingresos están aún más expuestos.
Las instituciones de Bretton Woods también necesitan apoyar las necesidades de mitigación y adaptación climática de los países en desarrollo. No hacerlo no solo pondría en peligro el bienestar de decenas de millones de personas; también tendría consecuencias transfronterizas negativas, inclusive a través de presiones migratorias.
Sin duda, el BM hoy dedica el 41 % de su capacidad de préstamo a proyectos relacionados con el clima, y su nueva declaración de intenciones se refiere a “un planeta habitable”. Pero sin un incremento significativo de sus recursos generales, este nuevo foco en el cambio climático podría producirse a expensas de inversiones en capital humano y su trabajo tradicional para el desarrollo, a menos que los países ricos entreguen más dinero.
La clave para revitalizar las instituciones multilaterales del mundo es reformar su gobernanza de manera que refleje los enormes cambios en la configuración de la economía global en las últimas décadas. La estructura accionarial del FMI y del BM y el modelo anticuado de asignación de puestos jerárquicos según la nacionalidad, ya no se ajustan a las realidades actuales.
Una gobernanza inadecuada no es el único problema heredado que frustra el progreso. Hay que hacer más para lidiar con una deuda excesiva y los costos del servicio de la deuda en los 79 países de bajos y medianos ingresos que están en dificultades de endeudamiento o corren un alto riesgo de estarlo.
La situación exige un plan para un alivio de la deuda integral, que sea sostenible y esté en línea con incentivos, y que incluya un escalonamiento de los préstamos existentes, canjes de deuda y garantías crediticias.
En primer lugar, los estados miembro del FMI deberían reforzar la capacidad del Fondo para otorgarles a países endeudados, por lo demás bien gestionados, asignaciones anuales regulares de su instrumento financiero “interno”. Las reglas de las asignaciones de DEG tienen que revisarse radicalmente, y la redistribución debería ser más automática, si se pretende utilizar este canal de manera más efectiva para contrarrestar los futuros shocks sistémicos.
En segundo lugar, lograr que el Marco Común para el Tratamiento de la Deuda funcione mejor exigirá una cooperación más estrecha con el Gobierno y los acreedores privados de China. La alternativa de negociaciones prolongadas, acuerdos laterales y una reestructurarían incompleta muchas veces solo genera beneficios limitados, y está abierta a los abusos.
En tercer lugar, el FMI tiene que abordar la percepción de falta de equidad en las condiciones que les exige cumplir a los países más pobres que solicitan ayuda.
Por último, como medida preventiva, los gobiernos tienen que juntarse para crear una red de seguridad financiera global que sea equitativa. Como sostuvo Masood Ahmed, presidente emérito del Centro para el Desarrollo Mundial, debería haber “un mecanismo del FMI separado identificable que se disparara ante un shock sistémico definido y ofreciera recursos a todos los mercados emergentes y países de bajos ingresos con buen historial”, sin las penalidades de sobrecargos excesivamente costosos. En cuanto al BM, su presidente, Ajay Banga, ha comenzado su mandato con la determinación de implementar reformas y está en buen camino para lanzar un Fondo para un Planeta Habitable centrado en el capital humano y la gestión ambiental. Pero esta iniciativa necesita más recursos. Dado el creciente número de pobres en el mundo, no podemos contentarnos con menos. El informe de Summers/Singh del G20 no solo les exige a los BMD que otorguen 260.000 millones de dólares adicionales por año, sino que reclama un uso amplio de herramientas financieras innovadoras como garantías, instrumentos de mitigación del riesgo y capital híbrido.
Reforma o decadencia
Dado que el G7, en verdad, no puede ser el comité de dirección permanente de una economía mundial en la que sus miembros tienen una participación minoritaria, el G20 debería convertirse en lo que estaba destinado a ser: el principal foro de cooperación económica mundial. Pero eso requerirá un sistema más representativo que ofrezca un rol a los países más pequeños en un marco basado en la circunscripción, así como una secretaría profesional que garantice la continuidad de un año a otro.
La presidencia brasileña del G20 ya ha estipulado tres prioridades claves para la reunión de noviembre: combatir el hambre, la pobreza y la desigualdad; promover el desarrollo sostenible, y proseguir la reforma de la gobernanza global. Los tres objetivos podrían allanar el camino para una nueva década de mejor cooperación. Sabemos lo que tiene que suceder y por qué. Si está bien gestionado, el G20 podría ofrecer el tan buscado “cómo”.
Las revisiones trascendentes del sistema internacional y sus instituciones suelen producirse recién después de un quiebre total del orden actual. El desafío urgente de hoy es lograr la transición a un quinto orden mundial sin sufrir una ruptura perjudicial. Se nos abren dos caminos por delante. Uno conduce a más fragmentación global y una profundización de las crisis, mientras que el otro nos ofrece la posibilidad de buscar la prosperidad mediante soluciones conjuntas para los problemas comunes. La elección parece más clara que el agua.
GORDON BROWN Y MOHAMED A. EL-ERIAN (*)
Project Syndicate
(*) Gordon Brown, ex primer ministro del Reino Unido, es enviado especial de la ONU para la Educación Global y presidente de Education Cannot Wait. Mohamed A. El-Erian, presidente del Queens’ College de la Universidad de Cambridge, es profesor en la Escuela Wharton de la Universidad de Pensilvania.
Este texto fue editado por razones de espacio.