Fuerte incendio desató pánico en el cementerio de Altadena: así fue la carrera para salvar a vivos y a muertos

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En Altadena, California, mientras manejaba al trabajo, Genevieve Alba podía ver las llamas agitándose en las montañas sobre Altadena. Parecían lejanas y, con un funeral a realizarse el día siguiente, tenía mucho que hacer.

Una mujer necesitaba ser preparada para el servicio, una cuidadosa tarea de embalsamamiento que Alba comenzó alrededor de las 3:30 horas en una habitación sin ventanas en la Funeraria y Cementerio Mountain View. El olor a humo empeoraba, pero Alba no le prestó atención mientras se concentraba en bañar a la mujer y arreglar sus rasgos.

Luego, cuando empezó a salir el Sol, su jefe entró corriendo en la habitación presa del pánico. La ciudad, le dijo, estaba en llamas. Salieron corriendo y vieron casa tras casa consumida por las llamas.

“El cielo estaba rojo y había explosiones por todas partes”, recuerda Alba, de 30 años.

Lo primero que pensaron los empleados fue en el formaldehído. Cargaron cajas del químico inflamable para embalsamamiento en una camioneta y un empleado la condujo hasta el centro del cementerio, lejos de edificios o personas, como si se deshiciera de una granada.

El libro escrito a mano detallando la ubicación de cada tumba —una pieza de historia tanto como una reliquia familiar, fue rápidamente colocado en una bóveda de concreto en el sótano.

Pero ¿y los cuerpos?

Mientras el fuego ardía, un miedo horrible cruzó por la mente de Alba: ¿Qué pasaría si los cuerpos que tanto se esforzaba para tratar con dignidad fueran incinerados en un incendio forestal?

Entre la sala de preparación y el frigorífico de almacenamiento afuera había unos 50 cadáveres en total, personas que habían muerto durante las vacaciones o en los primeros días del nuevo año.

El cementerio Mountain View, en el extremo suroeste de Altadena, es un oasis de naturaleza. Palmeras y pinos dan sombra a las tumbas allí. Con sus lápidas de granito, árboles bien espaciados y césped bien cuidado, cubre unas 22 hectáreas, esta extensión puede haber privado al fuego de combustible y protegido viviendas ubicadas al sur.

Juntos, el cementerio y sus dos mausoleos son la última morada de unas 142 mil personas, más de tres veces la población de Altadena. Tiene su origen en la muerte de una joven, hace 143 años. Cuando Laura Giddings murió de tuberculosis cuando tenía poco más de 20 años, su padre, buscando un lugar adecuado para enterrarla, fundó el cementerio en 1882. Depositó su cuerpo bajo una pequeña lápida y nació un legado familiar. El cementerio pasó de una generación a otra, y Keith Brown, de 34 años, tataranieto del fundador, es ahora el director de operaciones. Vive en uno de dos departamentos arriba de la funeraria y sabe que su teléfono puede sonar en cualquier momento.

A medida que el cementerio creció, se convirtió en la morada final de muchos nombres reconocibles: Octavia Butler, la autora de ciencia ficción; Charles Richter, el sismólogo; y George Reeves, el actor más famoso por su papel de Superman. Veteranos de la Guerra Civil estadounidense y generaciones de residentes de Altadena también están enterrados allí, a la sombra de las Montañas San Gabriel.

En las primeras horas del 15 de enero, el infierno corrió hacia el cementerio, arrasando edificios a diestra y siniestra.

Ay, no, pensó Brown. Llegó la hora.

Él y otros empleados rociaron el techo y los arbustos con agua hasta que la manguera se secó. Finalmente, Brown decidió que las llamas estaban demasiado cerca. Les dijo a sus empleados que era hora de irse. Se subieron a sus autos y se fueron, conduciendo entre humo y brasas y sintiéndose enfermos ante la posibilidad de que los cuerpos a su cuidado se perdieran en las llamas.

Nate Rucker, de 66 años, pastor, motociclista y especialista fúnebre que vivía en el otro departamento sobre la funeraria, dijo que había recorrido casi un kilómetro cuando se sintió obligado a regresar, cediendo a una orden que, dijo, provino del Santo Espíritu.

Rucker empacó sus pertenencias más importantes, incluyendo las cenizas de su esposa, en su auto en caso de que tuviera que irse nuevamente. Luego se puso a trabajar, tomando ocho extintores de alrededor del edificio e intentando sofocar las llamas, que habían alcanzado algunos setos a pocos metros de una sala de refrigeración al aire libre donde docenas de cadáveres estaban almacenados. Las llamas también estaban cerca de una gran tubería de gas que alimenta el crematorio.

Brown y otros empleados también regresaron más tarde, junto con personas de funerarias vecinas. Unieron fuerzas, usando palas y bidones de agua para apagar brasas mientras otros metían los cuerpos en vans para llevarlos a un lugar seguro. Cuando terminaron su labor, todos los cuerpos se habían salvado.

El cementerio casi enteramente no sufrió daño.

Brown sabe que vendrá más dolor. Recuperación, reconstrucción, funerales, lágrimas. También sabe que algunas de las 17 víctimas del incendio podrían terminar enterradas allí.

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