Con la elección del primer gobierno de izquierda democrática en Colombia, se activaron con fuerza inédita los pesos y contrapesos diseñados por el constituyente del 91. Cuando se acerca el año final del mandato de Gustavo Petro, es claro que las instituciones han funcionado.
No llegaron las catástrofes que auguraba la oposición ni se cumplió el guion de los profetas del desastre. Al contrario, quedó demostrado, más de lo que habíamos evidenciado en décadas recientes, que la democracia colombiana cuenta con una fortaleza institucional envidiable en el contexto latinoamericano, que garantiza el equilibrio de poderes y el respeto a las reglas de juego establecidas.
Hasta el 2022 vivíamos un presidencialismo exacerbado. Aunque en 1991 se intentó desmontar la concentración de poder propia de la Constitución del 86, el espíritu de Rafael Núñez seguía rondando los pasillos del poder. La tradición de una presidencia fuerte, casi hegemónica, se mantuvo con matices.
La llegada de Gustavo Petro a la Casa de Nariño, sin embargo, marcó un giro drástico. El modelo presidencialista se debilitó en forma tan notoria que el propio jefe de Estado ha expresado en público su frustración: ganó la presidencia, pero no el poder.
Los hechos son elocuentes. El hundimiento de sus reformas sociales –la de salud en 2023, la laboral hace pocas semanas–, la lentitud en la aprobación de la pensional que se encuentra en revisión en la Corte Constitucional, el rechazo del monto de presupuesto por parte de las comisiones económicas del Congreso por primera vez en la historia, o las constantes tensiones con las cortes, organismos de control y entes autónomos, son prueba del cambio en el equilibrio de poderes.
La frustración presidencial se ha traducido en denuncias sobre un supuesto bloqueo institucional. La verdad es que, por primera vez en mucho tiempo, hay más independencia que colaboración armónica entre las ramas del poder público.
Ese era, precisamente, uno de los objetivos del constituyente del 91: poner límites a un presidencialismo excesivo y a un centralismo asfixiante.
La creación de la Corte Constitucional, la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo, la elección popular de gobernadores y la figura de la vicepresidencia elegida directamente por el pueblo, la doble vuelta presidencial y la prohibición de la reelección en cualquier momento, apuntaban a ese propósito.
El presidencialismo se debilitó durante estos casi 3 años y los contrapesos cobraron fuerza. La gran pregunta es si esto es apenas una excepción histórica, o si el primer gobierno de izquierda terminó, paradójicamente, consolidando en forma definitiva una mayor independencia de poderes en Colombia.
Juan Fernando CristoExministro del Interior.
La Corte Constitucional se han consolidado como efectivos contrapesos frente a todos los gobiernos. Foto:SERGIO ACERO YATE
Instituciones que funcionan
Algunas de esas instituciones, como la Corte Constitucional o la junta del Banco de la República, se han consolidado como efectivos contrapesos frente a todos los gobiernos. Otras, como la Fiscalía o la Defensoría, han tenido buenos y malos momentos. El caso de la Corte es el más importante como contrapeso del poder presidencial a lo largo de estos 34 años de vigencia de la nueva carta política.
Basta con recordar fallos de este tribunal como el de la prohibición de la reelección en el 2009, los límites impuestos al procedimiento de fast track para la implementación del acuerdo de paz en el 2017, las declaratorias de inexequibilidad en varias ocasiones de los estados de conmoción interior o emergencia económica y social, las novedosas e históricas sentencias con la figura del estado de cosas inconstitucionales frente a la situación de los desplazados por la violencia, el hacinamiento carcelario, la salud o los asesinatos de firmantes de paz, en diversos mandatos presidenciales.
De otra parte, el artículo 1 de la CN definió a Colombia como una “República unitaria y descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales”. Los constituyentes de la época buscaron quebrar el espinazo al presidencialismo y el centralismo, como expresiones claras de la amenaza que existía de una inconveniente y excesiva concentración del poder en una sola persona.
En ese mapa, el Congreso siempre fue la rama más débil, y la más impopular. Cargaba con el lastre del clientelismo heredado del Frente Nacional, con partidos desdibujados sin identidad ideológica y parlamentarios más atentos al beneficio individual que al debate democrático, como consecuencia lógica del voto preferente. La tradición de subordinación al Ejecutivo, con algunas pausas puntuales, se rompió desde 2022. Por primera vez en décadas, el Congreso se le plantó a un gobierno, y es hoy reconocido –por sectores incluso antes duros críticos del Poder Legislativo– como el principal contenedor de una agenda reformista que consideran radical y dañina. Mientras tanto, el Presidente insiste en que ese fue el mandato popular que recibió y cuestiona que desde el Congreso se ejerce un bloqueo institucional para desconocerlo.
Plenaria de la Cámara de Representantes del Congreso de la República. Foto:CESAR MELGAREJO / CEET
Avance democrático
La negativa a aprobar el presupuesto y su financiamiento, el hundimiento de reformas clave, el congelamiento de otras, la amenaza de mociones de censura: todo consolida una independencia sin precedentes. No veíamos un enfrentamiento así desde los tiempos de Andrés Pastrana, cuando intentó revocar el Congreso. La diferencia ahora es que la ruptura entre Ejecutivo y Legislativo se ha sostenido en el tiempo y ha sido celebrada por amplios sectores de opinión como un avance democrático.
Hay que señalar además que, a diferencia de Pastrana, el actual Presidente no ha planteado la revocatoria. Frente al reciente hundimiento de la reforma laboral en la Comisión VII de Senado propuso una salida institucional como es la consulta popular, contemplada en el artículo 104 de la Constitución. Otro hecho que muchos ya olvidan de manera conveniente es que en julio del año pasado los mismos agoreros de la catástrofe anunciaban constituyentes, decretos de conmoción interior ampliando los periodos constitucionales, cambios en las reglas de juego democráticas, aplazamiento de elecciones. Nada de esto sucedió y la única realidad institucional que tenemos hoy es que se encuentra en marcha el proceso electoral para elegir nuevo Presidente y Congreso en el primer semestre del 2026.
Mirando más allá
Ahora bien, ¿es positiva o negativa esta independencia? ¿Responde solo a la coyuntura? Dependerá de si el Congreso logra mantener esa actitud en el tiempo, si la ejerce con responsabilidad y si va más allá de ser un muro de contención. Todas preguntas aún sin resolver. Hay quienes argumentan que se trata de una reacción puntual frente a un gobierno de izquierda que quiso transformar el statu quo que el Congreso defiende; otros señalan la incapacidad de concertar por parte del Ejecutivo; y no faltan quienes atribuyen esta actitud a la ausencia de ‘mermelada’ suficiente para mantener mayorías. La verdad se encuentra probablemente en una combinación de todas esas razones.
El país también ha cambiado. Con la llegada de la izquierda democrática al poder, sectores históricamente excluidos –pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes, campesinos, lideres sociales– han ganado representación y visibilidad. Hay nuevos liderazgos nacionales que ya no pueden ser ignorados. La democracia ya no es la misma, se normalizó con una alternancia de poder inexistente hasta el 2022. Eso genera tensiones, sin duda, pero también representa un avance en términos de inclusión y pluralismo.
El Congreso, en este nuevo escenario, tiene el desafío de ser mediador entre un Estado más diverso y una sociedad cada vez más polarizada. Al final de este cuatrienio habrá los acostumbrados balances sobre lo bueno, regular y malo del gobierno, seguramente con calificaciones adversas en distintas áreas, pero lo único cierto es que la democracia colombiana no volverá a ser la misma y esa es una realidad que algunos sectores de la opinión pública aún no comprenden, y mucho menos aceptan.
De cara al 2026, el tipo de gobierno que elijamos será decisivo. Si optamos por uno que simplemente administre los problemas y concrete soluciones, no habrá mayores conflictos institucionales. Si se elige a quienes insisten en las reformas profundas que seguramente quedarán pendientes de este cuatrienio, se mantendrá el pulso entre transformadores y defensores del orden. Si ganan quienes buscan revertir derechos de comunidades vulnerables, la conflictividad social escalará y con ella el peligro de la violencia. Y en todos los casos, el papel del Congreso y la Rama Judicial será clave.
Contrapesos cobraron fuerza
En resumen, el presidencialismo se debilitó durante estos casi 3 años, perdió terreno y los contrapesos cobraron fuerza. Incluso si se acepta que en buena parte esta situación se debe al mal manejo de las relaciones institucionales por parte del presidente Petro, y en especial a sus duros ataques en las redes a decisiones judiciales que no comparte, es innegable que nunca antes las cortes y el Congreso habían actuado con tanta autonomía, ejercida además al mismo tiempo.
La gran pregunta es si esto es apenas una excepción histórica o si el primer gobierno de izquierda terminó, paradójicamente, consolidando en forma definitiva la mayor independencia de poderes en Colombia, que se buscó sin mucho éxito desde la Constitución de 1991.
Si es lo primero, volveremos al Congreso dócil y a los poderes concentrados en el Ejecutivo. Si es lo segundo, y si además reformamos nuestro sistema político y erradicamos la corrupción, estaremos frente a un avance real y muy positivo para nuestra democracia. Amanecerá, como siempre, y veremos.
JUAN FERNANDO CRISTO
Exministro del Interior