En la gran mayoría de los países que hay en el mundo –con la excepción de aquellos que se encuentran en guerra o viven un conflicto interno– la noticia habría causado una verdadera conmoción. Pero en Colombia, el reporte de que una docena de personas fueron asesinadas el pasado 8 de septiembre cuando se encontraban en la vereda La Sagrada Familia del municipio de López de Micay, en el Cauca, quedó rápidamente atrás.
Conforme a los criterios de
Más allá de la explicación de las autoridades, según las cuales tuvo lugar un ajuste de cuentas entre los integrantes de grupos armados dedicados a actividades ilícitas, lo cierto es que desde 2020 no se registraba un hecho de magnitud similar, así este tipo de sucesos sea usual en el territorio nacional. De acuerdo con Indepaz, en lo corrido del año han tenido lugar 47 masacres, un término que se define como el homicidio intencional y simultáneo de tres o más personas en estado de indefensión.
Basta con mirar la lista de los lugares donde sucedió cada hecho para concluir que no existe un fenómeno aislado. Valle del Guamuez en el Putumayo, Fundación en el Magdalena, Hato Corozal en Casanare, Santuario en Risaralda, Villa del Rosario en Norte Santander son algunos de los sitios donde se han registrado matanzas, aparte de las principales capitales.
Por causa de estos y otros sucesos, aumenta la percepción de que la situación de seguridad en el territorio nacional se encuentra en un proceso de franco deterioro, el cual incluye un repliegue de las Fuerzas Armadas. En el reciente discurso de cierre de la asamblea de la Andi, su presidente, Bruce Mac Master, afirmó que “la búsqueda (de la paz) amerita grandes esfuerzos, pero en ningún caso amerita la entrega del territorio a grupos delincuenciales que claramente son enemigos del pueblo colombiano”.
Los datos
No es, obviamente, la primera vez que se encienden las alarmas respecto a un asunto crucial, como es la protección de la vida, honra y bienes de los ciudadanos. A lo largo de su convulsionada historia Colombia exhibe incontables episodios de violencia, en el que parece ser un ciclo persistente de dolor y sangre.
Volver a recorrer caminos que se creían superados es motivo de seria inquietud. Desde hace meses, dirigentes políticos, exministros o analistas han expresado abiertamente sus preocupaciones sobre lo que observan.
Lo que impacta en la presente oportunidad es la impresión de que en los últimos años se ha perdido mucho terreno. Tras la expectativa de que la firma del acuerdo con las Farc derivaría en el retorno de la tranquilidad en múltiples puntos de la geografía nacional, ahora el miedo es regresar a un pasado que se recuerda como un “sálvese quien pueda”, ante la incapacidad del Estado de velar por la gente.
Y algo de ese estilo sumiría al país en un círculo vicioso que afectaría la economía, ahuyentaría la inversión, limitaría las oportunidades, deprimiría el empleo y llevaría al exilio a cientos de miles de personas en busca de un futuro mejor. Por eso vale la pena mirar con cabeza fría lo que está sucediendo.
Para comenzar, hay que señalar de manera enfática que la fotografía actual dista aun de parecerse a momentos particularmente oscuros como el auge del narcoterrorismo en los años ochenta o el fortalecimiento de la guerrilla que puso en jaque a las Fuerzas Militares hasta comienzos de este siglo. Los más jóvenes solo saben de la zozobra de las bombas en las ciudades a través de los relatos de los mayores o las series televisivas y desconocen lo que llegó a significar el término “pesca milagrosa”.
Dicho lo anterior, nadie desconoce que en el tablero de control de la seguridad se han encendido más luces de alerta y que algunas han pasado de naranja a rojo. El caso del Cauca es el más inquietante, pero no es el único.
Basta mirar un mapa de los que elaboran entidades como la Defensoría del Pueblo, la Policía o entidades que le toman el pulso a la violencia para concluir que hay una intensificación en los últimos años. Para decirlo de manera coloquial hay manchas oscuras adicionales que son más notorias en la Colombia más rural, alejada de los grandes centros urbanos.
Según las estadísticas que lleva el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), el número de municipios afectados por grupos irregulares pasó de 262 en 2019 a 347 en 2002, a 415 en 2023 y a 447 a finales de mayo pasado. Lo anterior quiere decir que un 40 por ciento de los alcaldes tiene que enfrentar ese desafío ahora, en comparación con una cuarta parte a comienzos de esta década. Y quienes saben de estas cosas previenen sobre el llamado efecto de “bola de nieve”, según el cual el problema se agranda con el paso del tiempo.
A su vez, la información respecto a los principales delitos muestra un panorama más variopinto a nivel nacional. En el caso de los homicidios el Ministerio de Defensa sostiene que estos llegaron a un acumulado de 7.369 al cierre de julio, una disminución del 5 por ciento respecto al mismo lapso de 2023.
En respuesta, los especialistas señalan que la institución cambió su sistema de contabilización hace unos meses, por lo cual no incluye muertes que antes se tenían en cuenta. De tal manera, si se toman como base las cifras de Medicina Legal, en lugar de reducción hay un incremento.
También causan inquietud los secuestros, que se duplicaron hasta 338 en 2023 frente al registro de 2021 y que alcanzaron su punto más alto desde 2008. Este año el acumulado de los primeros siete meses ascendió a 131 -lo que equivale a una tercera parte menos que en el calendario precedente- pero todavía supera el promedio del último lustro.
Algo en lo que no parece haber discusión entre los expertos es el auge de la extorsión. Incluso en un escenario en el cual las denuncias parecen ser una fracción del total, el nivel registrado hasta julio es el más alto en la base de datos del Ministerio de Defensa, con un crecimiento anualizado del 20 por ciento. Todo lo anterior muestra una realidad muy difícil y le da base a lo dicho por el presidente de la Andi, para quien “atravesamos un momento crítico en materia de seguridad”.
Aún así, hay realidades locales diferentes. Cali, por ejemplo, mostró una reducción del 17 por ciento en los homicidios durante el primer semestre de 2024, con la cifra más baja de los últimos 32 años.
Lamentablemente en el campo el balance es distinto. Para Jorge Enrique Bedoya, presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia, “en gran parte de la ruralidad la extorsión, el fortalecimiento de las organizaciones terroristas y bandas criminales, el microtráfico, el reclutamiento de menores y la mal llamada paz total sin duda le suman al miedo y a la sensación de inseguridad”. Al respecto, el dirigente recuerda que “sin seguridad física no hay seguridad alimentaria”.
Mención aparte merecen los bloqueos en vías nacionales, que se traducen en demoras y sobrecostos. Colfecar sostiene que hasta finales de julio la cuenta iba en 410 interrupciones forzadas del tráfico, para no hablar de las afectaciones ocasionadas por el paro camionero de comienzos de septiembre que la agremiación no respaldó.
¿Qué hacer?
“Para reconocer un problema, lo primero es reconocer su existencia”, afirma un dicho popular. En ese sentido, a las voces ya citadas hay que agregar otras. Al concluir su misión como jefe en Colombia de la Cruz Roja, el italiano Lorenzo Caraffi subrayó hace un par de meses que hay un deterioro de la situación, un testimonio basado en la presencia de la entidad en múltiples puntos del territorio.
Más directa todavía es María Victoria Llorente, quien dirige la Fundación Ideas para la Paz. “El avance de grupos armados en varias regiones del país es real, viene ocurriendo de manera sostenida desde la desmovilización de las Farc en 2017 y se ha hecho más visible a la vez que se ha acelerado en el marco de la paz total”, asegura.
No obstante, la académica apunta que “tanto cuantitativa como cualitativamente, estamos ante un escenario muy distinto al que tuvimos en el momento más oscuro de lo que hemos conocido como el conflicto armado”. Así “pasamos de un conflicto armado interno con actores de dimensión considerable, con alcance nacional y proyectos políticos más o menos nítidos en términos insurgentes (rebeldes) y contrainsurgentes (paramilitares), a un panorama difuso”.
¿Cuál es la diferencia con el pasado? La experta sostiene que hay mayor descentralización y fragmentación de los grupos ilegales, junto con una articulación más evidente de estos con estructuras delincuenciales. Una parte importante de la violencia surge por las disputas a la hora de controlar territorios y rutas, en un escenario de diversificación de fuentes y rentas ilegales a partir del narcotráfico.
Semejante lectura lleva la conclusión de que “estamos ante un escenario híbrido en donde el límite entre el conflicto armado y el crimen organizado es en extremo difuso, en el cual los actores armados transitan entre lo criminal y lo político”. Es verdad que el ELN no entra en esa categorización, pero el punto de fondo es que si las cosas se deterioran más no estaremos regresando al pasado sino arribando a un escenario distinto, que exige más soluciones hechas a la medida y salidas particulares que vayan más allá de lo militar.
Dicho eso, no hay duda de que los ceses al fuego “prematuramente decretados”, según Llorente, han derivado en una menor iniciativa operacional de la Fuerza Pública. Además, este Gobierno es responsable de un recorte significativo en el presupuesto, que se combina con la descabezada de generales y el retiro voluntario de centenares de oficiales y suboficiales.
Como si eso fuera poco, la ruptura de relaciones con Israel -de donde vienen los fusiles Galil que usan los uniformados- se agrega al descalabro de los sistemas de inteligencia y el quiebre de los lazos de cooperación con agencias internacionales como el Grupo Egmont, que compartían información clave con Colombia a la hora de luchar contra el delito. Más grave todavía es la falta de liderazgo en un sector que usualmente ocupa un espacio grande en la agenda de preocupaciones del Presidente de turno.
Ese es el motivo por el cual quienes miran el futuro cercano fruncen el ceño respecto a lo que puede suceder. A menos que haya un improbable timonazo, el escenario apunta a un deterioro sustancial, un tema que surgirá de manera repetida en la campaña electoral de 2026.
Candidatos de distintas tendencias y pelambres harán en su momento diagnósticos y promesas. Los más responsables sabrán entender que hay soluciones, sobre todo si no se aplican los mismos remedios del pasado a la que es una enfermedad distinta y el Estado es capaz de resolver al menos parcialmente su incapacidad de operar en el territorio.
Quizás la única luz de esperanza en el entretanto es que en las capitales en las que viven la mayoría de los colombianos los alcaldes están haciendo la tarea para evitar un deterioro adicional o revertir las tendencias recientes. El de Cali es el caso de mostrar, pero no es el único, como lo muestran los esfuerzos que se realizan en Bogotá, Medellín, Barranquilla o Cartagena, los cuales incluyen herramientas tecnológicas como cámaras o análisis de datos.
Ojalá el contraste entre la aproximación del gobierno nacional y la de los mandatarios locales allane el terreno para que se pueda corregir el rumbo y las cosas empiecen a mejorar más temprano que tarde. Claramente cualquier estrategia exitosa demandará ser integral e incorporar tanto a la Fiscalía y los jueces, al igual que inversiones en segmentos como infraestructura o bienestar social.
Y en último término lo que importa es tener claro el objetivo. Como dice el profesor de la Universidad Javeriana y director del Cerac, Jorge Restrepo, más que parquear a miles de militares a lo largo y ancho de la geografía, “logro de seguridad es la capacidad de poner ante la justicia a los responsables de la extorsión continuada, desarmar a los criminales, impedir el secuestro, permitir el transporte y la operación empresarial, proteger a las comunidades y sus líderes de la violencia y lograr que la fuerza pública reaccione con prontitud ante un evento criminal, para proteger a la gente”.