Las negociaciones con las que se van aterrizando y llevando a la práctica las metas que el mundo se propone para proteger el medio ambiente son difíciles, como se ha visto en la COP16, en Cali.
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Cientos de países acuerdan un objetivo para alcanzar en el futuro y en conferencias periódicas, las partes van definiendo acciones concretas, en la medida en que sean posibles los acuerdos.
Una de esas negociaciones desembocó en el llamado Protocolo de Cartagena sobre Seguridad de la Biotecnología, como desarrollo del Convenio sobre la Diversidad Biológica.
En Montreal, en enero del 2000, se logró el acuerdo luego de 5 años de intentos, y fue posible en buena medida al papel de Colombia, que presidía las sesiones a través del entonces ministro de Ambiente Juan Mayr.
Y, ahora que en la COP16 se habla de biodiversidad, en aquella ocasión los osos fueron protagonistas… los osos de peluche. Un año antes, los 150 países se habían encontrado en Cartagena pero luego de 10 días no se llegó al acuerdo esperado.
Lo que se discutía eran las normas para el comercio de alimentos con base en organismos transgénicos, frente a los riesgos que se temía que su transporte podría encarnar en ecosistemas de otros países.
De un lado estaba el llamado Grupo de Miami: Argentina, Chile, Uruguay, Canadá y Australia, apoyados desde afuera por Estados Unidos, pues no había firmado el Convenio sobre la Diversidad Biológica.
Estos países se oponían a que los transgénicos tuvieran trato diferenciado en el comercio, y habían bloqueado las negociaciones de Cartagena en 1999. Buscaban que el comercio con esos productos tuvieran las mismas normas del comercio en general de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Mientras tanto, la Unión Europea y la mayoría de naciones en vías de desarrollo, como Colombia, buscaban imponer controles en sus importaciones de semillas u otros productos con genes extraños, lo que suponía que en este caso el comercio estuviera subordinado al ambiente.
Con la llegada del nuevo milenio, se retomó la negociación, esta vez en Canadá. Para el jueves 27 de enero del 2000 iban seis días infructuosos. Esa jornada siguió derecho hasta la madrugada del viernes, cuando el ministro colombiano levantó la sesión para ir a los hoteles, y al despedirse les dijo: “sueñen con el principio de precaución”. Con este se defendía la posibilidad de que un país rechazara el ingreso de organismos genéticamente modificados, sin ser penalizados internacionalmente, si estimaban (así por ahora no existiera evidencia científica) que tales organismos podrían poner en riesgo el medio ambiente.
Les entregó a los representantes osos de peluche para remplazar las balotas con las que se votaría.
Pero el tiempo para soñar no fue mucho. A las 10:30 de la mañana ya estaban reunidos de nuevo. Se suponía que antes del mediodía ya debía haber un texto definitivo del protocolo, pero uno de los artículos seguía sin consenso. Entonces Mayr decidió extender la negociación hasta la medianoche.
Además, anunció que si seguía sin haber consenso, sacaría a votación su propio texto. Este ultimátum significaba que los países minoritarios del Grupo de Miami podrían quedar por fuera del protocolo aprobado.
Mayr se la jugaba a que el Grupo de Miami podría sentirse arrinconado por el propio mercado y que el sector biotecnológico sería el más interesado en que se alcanzara un acuerdo lo antes posible. Además, un día antes, el gobierno de Quebec dio un golpe a la posición oficial de su propio país, al aprobar el etiquetado de alimentos genéticamente modificados, lo que debilitó la posición del minoritario Grupo de Miami.
Pero si por un lado ese ultimátum podía sembrar más tirantez, por el otro la tensión se suavizó pues el orden de las intervenciones dependía de qué color sacaran los representantes de una bolsa. Pero en la bolsa Mayr no puso balotas sino osos de peluche con los nombres en sus espaldas que los funcionarios terminaban sosteniendo en sus manos.
Durante las horas siguientes del plazo que Mayr había extendido, Estados Unidos (presente como observador) y Canadá se negaron a aceptar el requerimiento de que en los embarques de mercancías genéticamente modificadas se identificara la especie que se estaba transportando.
Para los dos países, esta condición no podía llevarse a la práctica, pues las trazas genéticas en ese tipo de organismos eran inseparables.
Finalmente, en la contraparte, los europeos aceptaron que sólo se identificara el embarque con una leyenda que dijera que "puede contener" organismos genéticamente modificados.
Humo blanco para el protocolo de bioseguridad
Ya el sábado, a las cinco de la mañana, casi 24 horas después del plazo que se tenía para terminar la conferencia de bioseguridad, el protocolo fue aprobado.
En el momento, desde los dos bandos se reconoció la capacidad negociadora del ministro Mayr, sin importar que él y su país pertenecían claramente a una de las dos orillas.
Con la firma del acuerdo, el Protocolo de Cartagena permitió que países importadores impidieran la entrada a su territorio de semillas, microbios, peces y, en general, organismos modificados genéticamente cuando se sospechara que podrían poner en riesgo su medio ambiente.
El protocolo menciona que los riesgos en la salud humana deben ser tenidos en cuenta, pero ninguna de sus cláusulas específicas se aplica a medicamentos para seres humanos.
Se ordenó identificar un embarque con la leyenda "puede contener" organismos genéticamente modificados, sin especificar qué variedad puede ser.
Pero ese etiquetado sólo se le exigiría a semillas, microbios, peces y otros organismos que puedan ser puestos en el medio ambiente: por ejemplo, semillas que fueran a ser cultivadas o peces que fueran a ser puestos en estanques. El etiquetado no se exigió a productos de consumo final o insumos que no fueran a ser puestos en el medio ambiente como corn flakes, así hubieran sido hechos con base en maíz transgénico.