La escritora mexicana Cristina Rivera Garza, ganadora del premio Pulitzer por El invencible verano de Liliana, habló con LECTURAS de su proceso de escritura, los materiales inéditos y mucho más.
Desde que empezó a escribir, la autora mexicana Cristina Rivera Garza se ha interesado por la materialidad del lenguaje. No el lenguaje entendido únicamente como la concatenación de sonidos, sílabas, palabras, frases y oraciones, sino como algo que tiene impacto en el mundo. Por eso, desde su primera novela, Nadie me verá llorar, pasando por su ensayo biográfico Había mucha neblina o humo o no sé qué sobre Rulfo y hasta su más reciente libro, El invencible verano de Liliana, el archivo ha estado allí. La búsqueda de papeles, certificados médicos, entradas de diario, recibos, cartas, telegramas, anotaciones olvidadas en la esquina de una servilleta: una arqueología literaria que escudriña en las vidas de los otros, no con la insidiosa curiosidad de quien llega a un continente habitado y grita que lo descubrió, sino a través de lo que ella denomina “el archivo de los afectos”.
“Escribir desde el afecto es entender que tengo un cuerpo que siente, que ve, que habla y que no está solo, sino que se entrecruza con otras realidades”, dice Rivera Garza. Para ella, la escritura (término que prefiere al de literatura) necesita de una dimensión afectiva en la que los diferentes cuerpos se afectan, para bien o para mal. Pero que, como dos estrellas que colisionan, cambian el rumbo de sus existencias y de quienes los circundan para siempre.
Así, en Nadie me verá llorar hurgó con mimo en las historias clínicas de algunos pacientes de un manicomio; en El invencible verano de Liliana (por el cual recibió el premio Pulitzer 2024 en la categoría memorias o autobiografías) escarbó en los diarios, apuntes y cuadernos de su hermana, además de en los expedientes del caso de feminicidio: el asesino fue su novio; en Autobiografía del algodón indagó sobre quiénes eran sus antepasados, hombres y mujeres de la frontera norte; o en Había mucha neblina o humo o no sé qué raspó en la superficie del mito de Juan Rulfo para hallar, en sus fotografías, cartas, libros y demás, la figura del hombre (“es necesario desacralizar la literatura y yo necesitaba desacralizar a Rulfo… y la única forma que encontré para hacerlo fue escribiendo”).
Cristina Rivera Garza ha publicado, entre novelas, ensayos y cuentos, alrededor de veinte libros. Otros han quedado inéditos. Manuscritos que hacen parte de su archivo personal, del que ella es usualmente la única lectora. Publicaciones inéditas que le recuerdan que todo es archivo, escritura y afectos.
Usted es una escritora de manuscritos que nunca han visto la luz. Pienso en Desconocer, cuya escritura fue anterior a Nadie me verá llorar. También El invencible verano de Liliana tuvo manuscritos previos totalmente diferentes al que fue publicado. ¿Qué tan importante es para la escritura aquella escritura que no se publica y que es solo para que usted sea su única lectora?
Este es un tema que me parece muy bonito, porque cuando se es un escritor joven hay un afán por ver nuestro manuscrito publicado así no esté en el mejor estado para ser compartido. Y eso es algo que uno aprende con el tiempo, a que no todo debe publicarse. No sé si fue por mala suerte o por sensatez editorial o si por ambas cosas, pero tengo desde mis inicios en la escritura muchos manuscritos que no fueron publicados. Algunos solo yo los he leído, en cambio otros han tenido otros lectores: uno de los manuscritos de El invencible verano de Liliana lo leyó mi marido y me dijo: “Espero que se quede guardado”, y así se quedará por siempre.
Cuando se publicó El invencible verano de Liliana, la crítica especializada habló mucho de la literatura como algo que sirve para sanar. ¿La escritura tiene alguna utilidad? ¿La escritura sana?
Hubo un tiempo en que se vio a la literatura como un campo completamente autónomo, desconectado de otras formas de expresión o del saber. En ese momento paradigmático, lo que se decía era que la escritura no servía para nada y que, por su ambición estética, podía desligarse radicalmente de todo lo que la rodeara. Y, al contrario, allí está lo que me interesa del ejercicio de escribir: encontrar conexiones con el territorio, con el cuerpo, con la sociedad. Y estas conexiones implican responsabilidades que debes tener en cuenta como escritor. Sin embargo, hay que diferenciar esto de lo instrumental: la literatura que sirve para algo y que tiene una ganancia. Esta forma de pensar conduce a la explotación y este terreno es totalmente distinto. Yo he declarado algo y lo seguiré defendiendo: no creo para nada en la capacidad terapéutica de la escritura.
Desde su primera novela, Nadie me verá llorar, hasta El invencible verano de Liliana han pasado más de dos décadas de escrituras y lecturas, ¿qué ha cambiado en su literatura, qué se mantiene?
Qué aburrido sería ser la misma escritora de hace tres décadas. La literatura sería demasiado aburrida si las discusiones sobre ella fueran las mismas que al inicio de los noventa. Sin embargo, es cierto que hay cosas que cambian como hay otras que se mantienen. Por ejemplo, desde mi primer libro hasta el último está el trabajo con el archivo, que es otra manifestación de la materialidad del lenguaje. Yo escribo una especie de no ficción creativa: libros en el borde de la ficción y de la no ficción, pero entrelazando ambas orillas a través del documento y la investigación. Aunque ya al archivo no lo concibo como algo institucional, sino como algo que he denominado el archivo de los afectos.
Usted menciona la palabra ‘afectos’ y me parece muy importante en su obra, porque sea que hable de su hermana, de sus antepasados algodoneros o de Rulfo, usted lo que hace es traducirnos a los lectores el cariño que usted tiene por estas personas y la importancia que tienen para usted…
Me gusta mucho pensar mi propia escritura en esos dos términos: traducción y afecto (como algo que te afecta). Al escribir lo que hacemos es traducir el mundo según como cada uno de nosotros lo percibe, para, luego, convertirlo en literatura, que es lo mismo que decir que para convertirlo en lenguaje. Esta es una traducción primigenia que es la que permite todas las traducciones posteriores. En cuanto a los afectos, allí está algo que es fundamental para mí traer a la escritura: el cuerpo, esa parte sensorial, el oído, la vista, el olfato. La ficción es la posibilidad de afectar y ser afectado por otro, de tocar a la distancia.
Al escribir lo que hacemos es traducir el mundo según como cada uno de nosotros lo percibe, para, luego, convertirlo en literatura
¿En qué momento sabe que tiene un libro por escribir? ¿Es una sensación física, una imagen que la obsesiona, una señal que se repite?
Es un poco la combinación de los elementos que mencionaste y, tal vez, más. Como todo el mundo, se me ocurren cosas, hago conexiones, tengo destellos incongruentes y a veces sorpresivos. Sin embargo, mi escritura se nutre de los estímulos que no puedo simplemente sacudirme de encima o interpretarlos. No es como que me ruja el estómago, porque eso simplemente significa que tengo hambre y eso a nadie le interesa. Hablo de signos cuya explicación me evade, se me escapa. En otras palabras, es una pregunta que vuelve a mí una y otra vez porque se me vuelve una necesidad casi que física por entender. Esta es una relación que se teje entre el cuerpo y el territorio, entre la multiplicidad y lo material.
Uno de los manuscritos de El invencible verano de Liliana lo leyó mi marido y me dijo: “Espero que se quede guardado”, y así se quedará por siempre.
A la hora de escribir, ¿qué es fundamental para usted tener claro?
Para mí es importante entender que cada libro tiene su tiempo propio, particular. A veces se puede tardar un par de años o a veces es menos, mucho más rápido. En este tiempo lo que es fundamental en mi escritura es encontrar el punto de vista, el lenguaje, los tonos, las posibilidades de invención y exploración.
Su obra ha sido destacada en muchas ocasiones por su lenguaje y usted misma menciona esta dimensión. Por eso, quisiera saber qué es el lenguaje para usted…
Bueno, esta es una pregunta muy amplia y enorme. Somos lenguajes, nos volvemos humanos gracias y a través del lenguaje. Incluso, nuestras relaciones con las otras especies están mediadas por el encuentro y el choque con esos otros lenguajes. Para mí es una energía que nos circunda, que nos atraviesa y que cuando se escribe implica tener que negociar con ella para poder trabajar juntos.
Quizá para las personas que no escriben y cuyo acercamiento con la literatura es casual, esto puede sonar como algo místico. ¿Tiene el lenguaje algún impacto en la materialidad del mundo?
En el proceso de escritura, más allá de misticismos, el lenguaje también vive a través de cosas muy concretas y muy prácticas. Ya que muchos de los conflictos, peleas, encuentros con los otros tienen que ver con narraciones históricas, estrategias comerciales o gramáticas. Y en un sentido práctico, cuando se escribe lo que se busca es entender qué velocidades, intensidades y ritmos tiene una oración, porque su efecto en el lector será otro según se varíen estas características.
En estos momentos, un problema geopolítico es una cuestión del lenguaje: con la llegada de Trump a la presidencia, una de sus tantas peleas es que quiere renombrar el golfo de México para que sea el golfo de América (como ellos entienden América…).
Los nombres propios no son simplemente nombres, sino que son herencias que nos vienen con historias y conflictos. No aparecen de la nada y son producto de procesos históricos en los que se entremezclan contradicciones, luchas y creencias. Y en el ejemplo que mencionas, todo esto es clarísimo: los nombres propios nos hablan de una relación desigual entre Estados Unidos y América Latina, de la Doctrina Monroe, de un ímpetu imperialista, de colonialismo, de extractivismo. En algo que parece tan simple se condensan muchas cuestiones que son una herida abierta para los latinoamericanos y las relaciones que tenemos con el imperialismo yanqui.
SERGIO ALZATE
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