A Carolina Virgüez la fama internacional le llegó tras interpretar a una indígena ticuna con poderes curativos en la saga hollywoodense de vampiros adolescentes Crepúsculo. Bogotana, radicada en Río de Janeiro hace 44 años, ha ganado los más importantes premios teatrales de Brasil. Trabajó con Carmen Maura, protagonizó una película en Portugal y está por estrenar otra al lado de la argentina Mercedes Morán. Fue la reina Margarita con la Royal Shakespeare Company en Londres. Con la obra Caranguejo Overdrive actuará en Bogotá en octubre durante el Festival Internacional de Artes Vivas. Esta es su entrevista en Revista BOCAS.
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La pescadera del supermercado en Estocolmo se agarró la cara y abrió los ojos. “¡Breaking Dawn!”, gritó. Carolina Virgüez sonrío con la prudencia rola que le enseñaron en su casa y que el estrellato, los aplausos y los premios no le han borrado. En otra ocasión, de visita a su familia en Bogotá, retiró plata en un banco de Unicentro para comprarse un teléfono y, en el camino, una mujer no le quitaba los ojos de encima. Agarró el bolso con angustia. Sentía los ojos de la extraña pegados en la espalda. “¡Cómo salgo de acá!”, pensó. Varios minutos después cruzó la salida a toda carrera. La otra estaba en la puerta. “¡Me robaron!”, se dijo. “¡Amanecer!”, le gritó la fanática y la señaló. Carolina asintió con una sonrisa y pudo seguir tranquila su camino.
Con el azul intenso del cielo de Río de Janeiro colándose por la ventana, la actriz contesta la videollamada. Vive en Laranjeiras, muy cerca del Cristo Redentor. Al frente está el Morro de Pereirão, una de las decenas de favelas que hay en la geografía carioca. “Ya no se dice favelas sino comunidades urbanas”, corrige.
“Sé que usted es un demonio, sé que usted mató a esa niña”, le dice la indígena ticuna Kaure (Carolina Virgüez) a Edward Cullen (Robert Pattinson), el vampiro de piel traslúcida. Kaure camina hacia Bella Swan (Kristen Stewart), cierra los ojos, le palpa el estómago con la mano derecha. Levanta la cabeza y la mira con terror y desolación: “¡Muerte!”.
Con esa participación, rodada en el 2011 –con intención de secreto, pero filtrada en medios y seguidores–, el nombre de la bogotana saltó a los titulares. Ya en Brasil, a donde emigró con 18 en 1980, era una celebridad del teatro y es dueña de los premios de actuación más importantes del gigante suramericano.
A los 28 se alzó con el Molière a mejor actriz por Dois Idiotas cada qual no seu barril, un trabajo de clown. El mismo año recibió el Mambembe por Cenicienta china. En el 2015, el APTR en Categoría Especial por la traducción al español del libro Teatro contemporáneo brasileño (catorce obras de dramaturgos brasileños). “Por Caranguejo Overdrive gané en el 2016 el Shell, APTR y Questão de Crítica. Además, me han nominado al Coca-Cola, otro Mambembe, uno más de Questão de Crítica, otro APTR y Restos na Escuridão”. Y, justamente, con esa obra actuará por primera vez en Bogotá durante el Festival Internacional de Artes Vivas (FIAV Bogotá), en octubre, muy cerca de donde creció, en el barrio La Soledad (en la Casa del Teatro Nacional).
La estrenaron hace nueve años y desde entonces no ha parado de llenar salas en Brasil y de viajar de festival en festival. Fernanda Montenegro, la nominada al Óscar por Estación Central, y el gigante cantautor Caetano Veloso la vieron, fueron a su camerino y elogiaron su trabajo. Es una pieza transgresora, con elementos emparentados con el cine, la danza, los performances y la escritura no lineal. Cuenta sobre Cosme, un hombre que vuelve de la guerra y no encuentra más oficio que buscar cangrejos en los manglares. Relata la historia del país, con tres músicos que tocan en vivo, cinco actores vestidos de negro y sólo una caja de arena. Interpretan diversos personajes y en algún momento todos son Cosme. Carolina lo representa en su vejez.
La actriz extiende la mano y muestra una campana, la que su papá compró cerca de la Plaza de Bolívar cuando ella era niña y le dijo que necesitaba un timbre, como el que sonaba en las primeras presentaciones de títeres a las que asistió, y que serviría para avisarle a la familia que la función que ella y su hermana Sandra iban a hacer estaba por comenzar. Y –en medio de nuestra conversación– la hace sonar y queda como suspendida por unos segundos. Carolina tuvo siete hermanos, uno de ellos falleció y los otros están repartidos entre Cartagena, Bogotá y Suecia. Sus padres, doña Helena y don Alfonso, oriundos de El Peñón, Cundinamarca, nunca la vieron actuar profesionalmente.
También maestra, traductora y directora, Carolina es de hablar pausado, de mirada tranquila y de maneras suaves y sin ninguna pose. “A todo el mundo le han desaparecido en su vida piezas que no volverá a encontrar”, dijo en una entrevista el marroquí Bruno Catalano sobre sus esculturas de viajeros aferrados a una maleta, erguidos y a los que les faltan partes del cuerpo, con un vacío entre el corazón y el estómago. Cuando Carolina piensa en los 44 años fuera, en un país al que llegó sin hablar el idioma, sin conocer nada ni a nadie, y cómo se perdió de tanta vida familiar, se le siente algo de saudade.
¿Qué tan difícil es enfrentar pérdidas como las muertes de papá, mamá y hermano estando lejos?
Escogí una opción en mi vida, que fue venirme y me quedé para siempre. Vivir solo enseña a defenderse, a tener un objetivo claro de lo que uno quiere. Todos los colombianos tenemos un poco eso. Pienso en esa Navidad que no fui a Bogotá y falleció mi papá (murió un 31 de diciembre).
¿Cómo enfrentaba esa ‘saudade’?
Era terrible. Pocos teléfonos fijos y no había Internet. Solo podía hablar con Bogotá una o dos veces al año. Todo por carta y telegrama.
¿Le hicieron falta hijos?
No quisimos porque mi esposo es músico (Paulo Passos, desde hace 25 años). Miembro de la Orquesta Petrobras Sinfónica y profesor. Toca clarinete, saxo y claronic, un clarinete bajo, largo, largo, delgadito, que parece un saxofón. La dedicación nuestra es tan absurda que no hay espacio para otra cosa.
¿A qué se dedicaba su familia?
Al comercio. Mi papá tenía un almacén al frente del Ley que había en la Plaza de Bolívar. Almacén Nena, de artículos para bebés y hasta los 14 años. En esos tiempos no había tiendas como las de ahora que venden de todo. El tío Víctor tenía un almacén de edredones en la 23, abajo de la 10. Almacén Pompeya. El tío Pedro tenía fábrica de telas.
¿Entonces de dónde le resultó lo del artistaje?
Como a los cinco años veía películas de Rocío Dúrcal. Las copiaba y montaba obras de teatro. Mi papá me dirigía. Me compraban el vestuario y yo hacía la mímica.
¿Quién más le seguía la corriente?
Los sábados iban todos los primos y decidimos crear un grupo de danza y ballet. Papá traía del almacén el vestuario, por ejemplo, 10 pantalones de flores para todos. Hacíamos las coreografías para el 31 de diciembre.
¿Cuándo vio la primera obra de teatro real?
Tenía como diez cuando nos fuimos al barrio San Luis, cerca de El Campín. Mamá mercaba en Colsubsidio y nos llevaba a mi hermana menor (Sandra) y a mí. En el tercer piso había un pequeño teatro. Entré y quedé impactada con el grupo de títeres que se llamaba La Pulga Gótica.
¿Qué la impactó?
Había visto cuentos por televisión, me acuerdo de Alí Babá y los 40 ladrones. No sabía que había un actor detrás. Creía que los personajes eran personas como cualquiera. Empecé a pedir que me llevaran todos los sábados y por dos años me repetía la función de las 11 a las 3. Lo primero que vi fue El médico a palos, de Molière.
¿Mejoró los ‘shows’ de su casa?
Papá me mandó a hacer un teatrino. Primero fue de madera, luego más profesional. Me compró cabecitas de plástico, mamá consiguió unas telas. Me lo acolitó, pero cuando más grande le dije que quería ser actriz ya no le gustó.
¿Tenía nombre su teatro?
El Gusanito Saltarín. Mi hermana Sandra me ayudaba. Nos inventábamos las obras.
¿Cuándo comenzó a hacer espectáculos para un público distinto al familiar?
A los doce. Una de las niñas de unos vecinos chilenos, Ximena Freydell, me dijo que había una escuela de teatro cerca. La Escuela Nacional de Arte Dramático (ENAD), en Teusaquillo. Daban clases a niños de viernes a domingo. Veíamos historia del teatro: Grecia, Baco, Dionisios, los coros y corifeos. Voz y expresión corporal.
¿Y lo primero en lo que actuó conscientemente?
El grupo lo dirigían Celmira Yepes, que era actriz del Libre y actuaba en un programa llamado En casa de mamá Leonor, patrocinada por Caldos Knorr, y Mónica Silva, que era la esposa de Santiago García, el director de La Candelaria. Al final del año hice Fredebunda en La brujita buena, de la brasileña María Clara Machado. La función fue en el Jorge Eliécer Gaitán.
¿Y en el colegio?
El Colombo Británico era campestre. Yo no quería jugar básquet ni hablar de novios, sino hacer teatro. Un día se me ocurrió hacer el papel de mendigo en un recreo. Empecé a arrastrarme pidiendo limosna. Todos me miraban. Me aburrí de ser rara y decidí que quería ser normal para tener amigos y novio. ¡Quién iba a salir con una niña que se arrastraba por el piso!
¿Qué pasaba en su casa mientras?
En mi casa yo hacía el periódico de la familia, imitaba a la gente de la televisión y todo el mundo se reía conmigo. En el colegio se reían de mí.
¿Nadie la protegió?
La secretaria del colegio, Miss Cecilia, me llamó a su oficina: “Lo suyo es teatro; tiene que ser feliz. Acuérdese de mí”. Me gradué tocando guitarra, con novio, hablando de Roberto Carlos, de Joan Manuel Serrat, con un poquito de colorete. Me camuflé, porque la vida se había vuelto imposible.
¿Y después?
En el colegio hicieron unas sesiones donde los papás de los compañeros contaban sobre sus profesiones. Fue Teresa Gutiérrez, mamá de Ylia Bellotto, una compañera. Era una actriz espectacular. Nos hicieron un test y resulté buena para arquitectura de interiores. Me matricularon en la Tadeo Lozano.
¿Se olvidó del teatro?
Lloraba todo el tiempo porque no tenía aptitudes para el dibujo, con la geometría descriptiva… lloraba y lloraba. Un día iba bajando unas escaleras en la universidad y vi un cartel que decía: “Centro de Expresión Teatral, talleres. ¡Venga!”.
¿Fue?
Sí. Las clases eran por el Cine Palermo, en la 45 con Caracas. Las dirigía el paraguayo Agustín Núñez. En una casa antigua, gigante, con un teatrino para 80 personas. Llegué con mi trusa negra, Agustín me dijo “Necesito que los pies se vean. ¡Córtele!”. Me daba pena. “Mueva la cadera”. No me salía. Había otros profesores como Antonio Corrales y el pintor paraguayo Ricardo Migliorisi. Ahí estuve los 17 y 18 completos. Nos llevaban a películas de Pasolini, Fellini. Recuerdo cuando vi La Strada, de Fellini, sobre unos clowns, con Giulietta Masina y Anthony Quinn.
¿Contó en su casa?
Le dije a mi papá que quería estudiar teatro. “Tiene que sacar su cartón y deje el teatro como hobby. Porque se va a morir de hambre y además eso es de marihuaneros y putas”. Pero yo ya estaba ‘envenenada’ y lo sigo estando.
¿Qué hizo?
Me gradué. En ese tiempo, Agustín llegó de hacer talleres en Río de Janeiro. Me contó que había convenios culturales entre Brasil y Colombia: “Dese una pasadita por la embajada”. Presenté los exámenes para la universidad pública. Luego me llegó un telegrama diciendo que tenía veinte días para viajar.
¿Qué dijo en su casa?
Solo le conté a Agustín. A mi papá le dije que iba a estudiar escenografía, que es la unión del diseño y la arquitectura con lo que me gusta. En esa época la mayoría de edad era a los 21, yo tenía 18, y él dijo que no me iba, que no me firmaba la salida del país.
¿Se escapó?
Mamá autorizó la salida, compró una bandeja para la mamá de un amigo de Migliorisi que me iba a recibir y me dieron 300 dólares. Llegué un viernes de febrero de 1980, en pleno carnaval. ¡No hay nada en Río por esos días, el mundo no existe! Me recibió una señora rarísima, paraguaya. “Siga, mi hijo está durmiendo. Aquí le tengo el periódico para que busque un sitio donde quedarse. No la puedo tener acá”. Me sacó de su casa. Yo, en la calle, con ese calor, con una maleta gigante y con manga larga, botas, pantalón de paño, tacones. Me habían hecho una permanente que me había quemado el pelo, estaba horrible.
¿Y entonces?
Mi mamá, tan sabia, me había anotado el teléfono de Martha, la hija de unos vecinos, los Sánchez, que vivía en Río. A la semana llegó Migliorisi con un amigo para el carnaval. Me ayudaron a buscar un cuarto y me llevaron al primer show que vi en Brasil.
¿Qué vio?
A Ney Matogrosso, en el Teatro Carlos Gomes. Es un transgresor, extravagante, homosexual, libre. Ney es sinónimo de Río. Yo venía de Bogotá, que no era la cosmopolita de hoy sino una ciudad cerrada, conservadora, donde no había más que rolos. Luego vi a Maria Bethânia.
¿Qué le impresionó de Maria Bethânia?
Cómo toca el corazón. Los silencios, las pausas, la conexión, la poesía. Ella tiene algo que va más allá de la palabra y el gesto.
¿Estaba consciente de que llegó a Brasil en plena dictadura?
¡Qué va! Ni en Colombia sabía que había dictaduras. En el colegio nunca me hablaron de eso. Oía a Mercedes Sosa y no entendía, solo me gustaba. No sabía que en Argentina, Uruguay y en Chile la gente estaba siendo asesinada. No sabía que el presidente de Brasil –Joao Baptista Figueiredo– era un militar y que el rector de mi universidad –Guilherme Figueiredo– era hermano del presidente.
¿Sintió esa represión?
A la semana llegué para mi clase de las 2 de la tarde, los militares estaban invadiendo, sacando a bolillo y con armas a los estudiantes y botando los libros a la calle. Me escondí detrás de un Volkswagen. La señora que cuidaba la biblioteca recogía las hojas para que no se perdieran. Le dije a un estudiante brasileño: “No entiendo nada”, refiriéndome a que no sabía portugués. Él me respondió: “Eu também não entendo”, con una mirada de desolación. La idea era derrumbar el edificio. Borrar todo. Acabar con la memoria de los estudiantes, eliminar todo lo contrario a la dictadura. Nos mandaron al lado del Hospital Pinel, que es de gente con trastornos mentales. Luego abrieron otra universidad en el barrio Urca, un sector lindo, pero militar.
¿Cuál fue la primera obra?
El 20 de noviembre de 1980, en A Lata de Lixo da Historia (El basurero de la historia, de Roberto Schwarz, sobre la dictadura). Me gradué en el 83 y al día siguiente, gracias a un amigo, me llamó Bia Lessa. Hasta ese momento yo había estudiado Stanislavski, Brecht, Beckett, y el de ella era un teatro diferente, más conectado con la forma, con artes visuales, con el cuerpo. Improvisábamos y en los ensayos había un dramaturgo que tomaba nota para armar la historia. Éramos actores creadores. Estuve cinco años con ella.
¿Caranguejo Overdrive tiene ese tono de la obra de Bia Lessa?
Para la obra que presentaremos en Bogotá trabajamos a partir del libro Homens e caranguejos, de Josué de Castro (de 1967). Pero con elementos, texturas, el espacio y materiales diferentes. El teatro de Marco André Nunes, el director, es muy potente, de imágenes, donde no solamente usa el texto sino otras manifestaciones artísticas. Articula muy bien todos esos elementos.
¿Qué hace en la obra?
Una prostituta paraguaya. Hago una improvisación de 17 minutos y desde la visión de la prostituta cuento la historia de Brasil, de 1950 a hoy.
¿Cómo es eso de la improvisación?
En los ensayos, Marco André me pidió improvisar. Hablé de todo lo que había pasado en ese lugar desde la mirada de una extranjera. Le gustó, y cuando Pedro Kosovski –dramaturgo y casualmente nieto de la autora de la primera obra en la que actuó a los 12 años– lanzó el libro, al llegar ahí dice: ‘La actriz improvisará siempre esta parte’.
Hizo una obra sobre Íngrid Betancourt…
Yo estaba tratando de ser brasileña, de hablar perfecto portugués y como que algo no cuajaba, algo estaba fuera de órbita. Tenía cuarenta años y no era colombiana ni brasileña. Iba en un viaje de Navidad y tuve como una visión, algo rarísimo. Contarlo me emociona –llora–. Quería tener una vida común, que no me preguntaran de dónde era y que luego me hablaran de Pablo Escobar, de la guerrilla.
¿Qué pasó en ese vuelo?
La gente iba de regreso, hablaban español, había niños, villancicos, y cuando comenzamos a sobrevolar la sabana vi los colores de Colombia, ese verde que no hay en ningún otro lugar, más oscuro. Vi los invernaderos de rosas, las vacas, el rojo que es distinto. Es como si algo hubiese bajado en ese instante para decirme: ¡Usted es colombiana! Mi hermana María Fernanda me tenía el libro La rabia en el corazón.
Íngrid es un personaje controversial para los colombianos…
Sé que muchos no la quieren, pero Não se trata do que eu fiz com ela. É o que ela fez comigo (No se trata de lo que yo hice con ella, sino de lo que ella hizo conmigo). Mi tema es lo que en ese momento me hizo pensar y sentir. En el prólogo dice: “Con el paso del tiempo he comprendido que ser colombiana es la mejor definición de mí misma. Lo digo con orgullo, y al hacerlo, siento que lo he dicho todo, porque no puedo imaginarme la vida de otra forma sino ligada a lo que le suceda”.
¿Cómo le fue con la obra?
Me abrió una gran ventana, me di cuenta de que no conocía mi país, hacía tiempo no hablaba mi idioma. Sabía más de Brasil que de Colombia. Volví a estudiar geografía, historia. Decidí que podía ser colombiana y brasileña.
¿Había sentido rabia o vergüenza de ser colombiana?
¡No, soy colombianísima! No quería que me preguntaran tanto ni que me clasificaran por tan pocos si hay tantos colombianos increíbles, fascinantes, talentosos.
Dice que aceptarse colombo-brasileña le abrió la vida…
Comenzaron a llegar premios y más premios. Hice una obra con cuentos de Amalia Lú Posso Figueroa, que es chocoana (Susuné, cantos de mujeres negras, a partir del libro Vean vé, mis nanas negras). Otra llamada Cuerpos opacos, después de ir con mi hermano Iván a una exposición en el Museo Santa Clara. Sobre las pinturas de los cadáveres de las monjas. Siempre que iba, él me mostraba esa Colombia que no conocí, me llevó a asentamientos indígenas, me presentó a Doris Salcedo.
Actuó en una sobre el universo de Gabo…
Mariposas amarillas, de Inez Viana. Me dijo que quería hablar de las mujeres y que una de las que más la habían impactado en la ficción era Úrsula Iguarán, porque a pesar de los pesares levantó su pueblo. Inez hizo entrevistas con colectivos de mujeres en Río que cocinan para llevarles alimentos a los que viven en la calle, las que siembran árboles, con una indígena llamada Naiara do Sol que vive en la Aldea Vertical, un edificio que antes fue prisión y donde tiene su huerto, trabaja con niños, enseña las virtudes de las plantas para curar. También las mujeres de un palenque, que hacen feijoadas para los que no tienen. Contamos en tono testimonial la historia de esas mujeres que transforman sus comunidades con un trabajo invisible. Ahora estoy traduciendo la obra al español, porque se va a publicar bilingüe.
¿Cómo fue lo de ‘Amanecer’, de la saga Crepúsculo?
En el 2011 me llamaron a un casting para una mujer que tiene poderes. Actué solo con la cámara. Me preguntaron si viajaría, si me cortaría el pelo. A todo dije sí. Estaba en San Luis de Maranhão haciendo una obra cuando me avisaron que me habían escogido, que no podía contar nada. Nunca había visto nada de Crepúsculo. Leí los libros, vi las películas, estudié rituales indígenas.
¿Fue la que rodaron en Brasil?
Sí, en una isla de Paraty. Allá tienen casas muchos millonarios. Por algún motivo se filtró la información. Había helicópteros sobrevolando, las niñas de las mansiones vecinas nadaban bajo el agua para ver a los actores. Ahí me di cuenta de la fanaticada que tienen esas películas.
¿Cuánto tiempo duró la aventura?
Luego filmamos en Baton Rouge, cerca de Nueva Orleans. Construyeron la misma habitación de Brasil, con la misma luz, color, las mismas plantas. En maquillaje ya habían probado las bases y los colores con una actriz con mis características, para no perder tiempo. La maquilladora era Beatrice De Alba, que ganó Óscar por Frida. El director, Bill Condon, me preguntó cuál era mi propuesta para esa escena y construí una dramaturgia cambiando de estados emocionales desde que abría la puerta con el actor hasta caminar a donde la protagonista.
¿Qué tal son ellos?
Él fue muy amable, abierto a trabajar, dispuesto. Me pidió ayuda porque quería hacer el diálogo en portugués. Ella, muy tímida, muy dentro de sí.
Luego vino lo de la Royal Shakespeare Company, que no es cualquier cosa…
Cuando llegué, lloraba y lloraba sin parar. Actué como la reina Margarita en Two Roses for Richard III (2012, en el marco de los Olímpicos de Londres). Nos presentamos en el Roundhouse y en Stratford, donde nació Shakespeare. Durante las 14 funciones me aplaudieron de pie.
También trabajó con Carmen Maura…
Miguel Falabella es un director muy famoso. Ya me había visto en escena y me llamó en el 2018 para hacer en cine la obra Venecia (del argentino Jorge Accame), sobre la dueña de un burdel que sueña con viajar a Venecia. Me ofreció ser la cocinera (Dora) de la protagonista. Iban a hacerla en Río, pero hubo un brote de cólera y Carmen dijo que no podía vacunarse, que agradecía, pero renunciaba. La producción se movió a Montevideo.
¿Cómo le fue con ella?
Es muy sencilla. Tenía nervios pensando en qué hacer si me ponían alguna escena con una olla, cuando ni siquiera sé revolver nada. “En este momento usted y Carmen (La Gringa) están mirando la Luna y hablando sobre el pasado nostálgico de ella”. Me pasaron una gallina, caliente todavía, me la pusieron en el regazo. Casi me vomito con ese olor a plumas mojadas; además soy vegetariana. ¡Acción! Comencé a arrancar plumas con gestos y movimientos exagerados…, y gritaron: ¡Corten! Ella me dijo “Carolina, ¿nunca ha visto cómo se despluma una gallina? El movimiento debe ser pequeño y corto”.
¿Y la que hizo en Portugal?
Casa Flutuante (de José Nascimento). Hice otra indígena ticuna (Araci) y fui protagonista. En Mértola, Portugal (2022). Cuenta de una masacre de indígenas en las fronteras entre Colombia, Perú y Brasil. La hija de mi personaje muere y ella no ve otra forma de sobrevivir que salir de la aldea y de Brasil. Se casa con un portugués. No se adapta y construye una casa al lado de un río. Vive como si estuviera en el Amazonas, con árboles, pescando, con todo lo que formaba parte de su universo.
Hace poco le preguntaba a un par de directores colombianos sobre usted y le definieron como la gran diva del teatro en Brasil…
(Sonríe con timidez) No soy famosa, voy por la calle y la gente no sabe que existo. Me alegra si se refiere a mi entrega al teatro, mi vocación y dedicación. Mi amor por estrechar lazos con nuestros países hermanos, hablar de nosotros, por nosotros y entre nosotros.
Más allá del idioma distinto, ¿qué tan latinoamericanos se sienten los brasileños?
Con lo del idioma se cerraron y miran del océano hacia el otro lado. No se ven en sus hermanos de Colombia, Chile, Argentina o Perú. Dicto la materia de Teatro Latinoamericano y hablo de teatro colombiano, de Matías Maldonado, de Jorge Hugo Marín, de Mapa Teatro, de Teatro Petra, de Fabio Rubiano. También del teatro de Perú, México. Es importante que tengamos esos referentes nuestros y no solo gente de afuera todo el tiempo.
¿Qué actores le gustan de Colombia?
Vicky Hernández es de las mejores actrices que he visto. Consuelo Luzardo, Gloria Gómez, Róbinson Díaz, Andrés Parra.
¿Actrices internacionales?
Cuando veo a Meryl Streep digo “Dios mío, ¡qué es esto!” Esa transformación, como en Margaret Thatcher. Y de Brasil: Fernanda Montenegro, Nathalia Timberg, Malú Galli, Drica Moraes, Yara de Novaes y Andrea Beltrão.
¿En qué ha trabajado recientemente?
En La búsqueda de Martina (de Marcia Faria), con Mercedes Morán, de Argentina. Se estrena a finales de año. Ella es una abuela de la Plaza de Mayo, con comienzos de alzhéimer y un hijo desaparecido durante la dictadura, que descubre que su nieto está en Brasil. Soy la criada que le ayuda a viajar.
¿Cuáles son sus rituales?
Soy muy silenciosa antes de entrar. No puedo con el ruido, con que haya música o la gente hable. El día que hay obra, no hago nada. Rezo en español, porque en español me oyen de verdad. Hay otros temas que tampoco pueden ser en portugués, como las matemáticas. Cuando pienso en familia, en memoria, en recuerdo, viene en español. El teatro, lo pienso en portugués.
¿Baila samba?
Más o menos. Lo que me encantaría saber bailar bien es salsa. Admiro a Brando Pérez y Viviana Vargas (exbailarines del cabaret Delirio, de Cali). Sueño montar una obra en Brasil y que todo el tiempo estuviera bailando salsa. Si nazco otra vez, quiero nacer bailando salsa.