Hace doce años publiqué un comentario en el que me preguntaba: “¿Por qué se rebela Turquía?”. Los manifestantes habían inundado las calles de Estambul para proteger el Parque Gezi y que no lo convirtieran en un centro comercial. Hoy han regresado, no por los árboles o los espacios verdes, sino en respuesta a años de anarquía y autoritarismo progresivo.
Entonces, como ahora, las protestas reflejan una frustración profunda y creciente ante el constante desmantelamiento de las instituciones democráticas de Turquía.
La indignación y protestas por la detención del alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu, que ha derrotado en dos ocasiones al gobernante Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) en las elecciones locales, y es el rival más fuerte del presidente Recep Tayyip Erdogan, deja en evidencia a un sistema político que ha perdido su legitimidad.
La pregunta que resuena ahora en Turquía es si la deriva autoritaria del país ha alcanzado finalmente un punto de no retorno.
Para quienes recuerden las protestas de Gezi de 2013, las imágenes son familiares: gases lacrimógenos en las calles, cánticos en las plazas de las ciudades, la policía rodeando juzgados y universidades.
Esta vez, sin embargo, la economía también ocupa un lugar central en los disturbios.
Manifestación contra el presidente de Turquía Foto:EFE
Otro panorama
En 2013 aún se consideraba que Turquía era una historia de éxito económico emergente. El crecimiento era sólido, la inflación rondaba el 6 por ciento y la lira era estable. El gobierno del AKP, que aún gozaba de la credibilidad de las reformas apoyadas por el Fondo Monetario Internacional a principios de la década de 2000, se había ganado el respeto de los mercados y de los inversores extranjeros.
Pero ese panorama halagüeño se ha desvanecido. En 2025 el crecimiento es menor y la inflación se mantiene en niveles de dos dígitos, a pesar del reciente retorno del banco central a una política monetaria ortodoxa.
Y aunque parte del capital extranjero perdido durante muchos años de mala gestión económica empezó a volver el año pasado, la detención de Imamoglu ha vuelto a quebrar la confianza de los inversores: la lira se ha desplomado y la prima de riesgo de Turquía se ha disparado.
Al igual que en 2013, el mensaje más profundo de las protestas en curso es claro: los resultados económicos son inseparables de la salud institucional. Puede haber tecnócratas competentes en el banco central y el Ministerio de Finanzas, pero si el poder judicial está politizado, los medios de comunicación amordazados y las instituciones académicas asediadas, esos ‘adultos en la sala’ no bastan. Tanto los inversores extranjeros como los nacionales consideran el riesgo político como riesgo económico, lo que hace subir el costo del capital.
Unos tecnócratas competentes por sí solos no sostienen una democracia. Son las instituciones las que lo hacen. Y cuando se erosiona el Estado de derecho, se silencia la disidencia y las universidades y los medios de comunicación pierden su independencia, la economía también tambalea.
El encarcelamiento de Imamoglu puede ser la gota que colme el vaso para los turcos que entienden este vínculo entre instituciones y estabilidad económica. Más que un alcalde popular, Imamoglu es un símbolo nacional del pluralismo político y la posibilidad democrática.
Sus victorias arrolladoras en Estambul reflejaron un amplio deseo de cambio, y su encarcelamiento indica que el régimen de Erdogan no está dispuesto a permitir que ese cambio se produzca por medios democráticos.
Dilek Imamoglu, esposa de Ekrem Imamoglu Foto:EFE
'Derechos, ley, justicia'
Lo que hace que este momento sea aún más significativo que Gezi es la escala y la diversidad de la resistencia. Mientras que las protestas de 2013 fueron impulsadas en gran medida por jóvenes urbanos laicos, las de hoy abarcan divisiones sociales, generacionales e ideológicas: estudiantes, trabajadores sindicalizados, pequeños empresarios, jóvenes conservadores, liberales, ancianos y kurdos marchan juntos bajo el cántico unificador “Hak, hukuk, adalet” (“Derechos, ley, justicia”).
Su causa va mucho más allá de Imamoglu. Protestan contra el abuso deliberado de las instituciones estatales para criminalizar la disidencia y consolidar la desigualdad económica.
Esto debería preocupar no solo a los ciudadanos turcos, sino también a los aliados del país –especialmente en Estados Unidos–. De hecho, los paralelismos con la administración del presidente Donald Trump son difíciles de ignorar.
Pero a diferencia de muchas democracias europeas, cuyos líderes condenaron rápidamente el encarcelamiento de Imamoglu, la respuesta estadounidense a la erosión de las instituciones democráticas en un Estado miembro de la Otán de 85 millones de habitantes ha sido apagada.
Turquía no es todavía una democracia fallida, pero está peligrosamente cerca de serlo. La comunidad internacional –en particular Estados Unidos– debe prestar mucha atención, no solo por la importancia geopolítica de Turquía, sino también porque la lucha que se desarrolla en sus calles entre estudiantes y fuerzas de seguridad refleja una batalla global entre la democracia y sus enemigos.
Las democracias rara vez mueren de repente. Su desaparición es la culminación de un proceso que incluye persecuciones políticas, encarcelamiento o inhabilitación de opositores, criminalización de la protesta, toma del control de universidades y el silencio de quienes saben más.
Parafraseando a Dylan Thomas, los turcos están demostrando que no entrarán dócilmente en esa noche.
Análisis de Sebnem Kalemli-Ozcan, profesora de Economía en la Universidad Brown, coeditora del Journal of International Economics y miembro del consejo de redacción del American Economic Review. Ha trabajado en el FMI y el Banco Mundial.