PARADISE, Pensilvania — En el 2013, George Steinmetz estaba fotografiando campos de trigo en Kansas desde su parapente motorizado. Después de una hora de tomas, aterrizó ante un furibundo administrador de granja y un alguacil que abría las esposas.
“Los fotógrafos se hacen una pregunta, ‘¿pedimos permiso o perdón?’”, dijo Steinmetz. El breve amanecer había sido demasiado bueno como para buscar consentimiento.
Aunque se retiraron los cargos, su encomienda ese año para National Geographic —documentar la naturaleza cada vez más global del suministro mundial de alimentos— se ha convertido en una obsesión de una década, que requiere contactos en seis continentes, visitas repetidas, mucho rechazo y permisos.
Su nuevo libro, “Feed the Planet”, con texto de Joel K. Bourne Jr., presenta unas 300 fotografías, la mayoría aéreas, que muestran una variedad de producción de alimentos en 40 países: granjas de cocodrilos tailandesas, laboratorios aeropónicos de alta tecnología, círculos en los cultivos en Kansas.
Steinmetz, de 67 años, ya cambió el planeador por un dron.
En septiembre, Steinmetz regresó al Condado de Lancaster, Pensilvania —hogar de algunas de las tierras agrícolas sin irrigación más productivas de Estados Unidos— para ver si podía lograr una mejor toma.
La recompensa —y el desafío— son los custodios: los amish, separatistas luteranos cuyo compromiso con las tecnologías antiguas, la ética agraria y la profunda insularidad ilustran algunas ricas paradojas de nuestras necesidades agrícolas siempre crecientes, pero persistentemente locales. Las mermeladas y conservas van a las tiendas turísticas locales, las calabazas a Connecticut y la leche y el ganado a compradores de todo Estados Unidos.
El permiso para tomar fotos resultó difícil de obtener. En un campo de maíz cerca del poblado de Vintage, Jonas, un hombre tímidamente cortés, dijo, “No nos gusta la publicidad”. Afuera de la comunidad de Kinzers, un hombre con un pequeño en brazos en su granero dijo rotundamente: “Preferiría negarme”.
Más tarde, mientras conducía su Tesla, Steinmetz vio cuatro caballos y su conductor segando un campo cosechado. Restaban cuatro minutos de luz de sol, si acaso.
Frenando de golpe, Steinmetz abrió la cajuela y armó un dron. La nave se despertó con un pitido, arqueó sus hombros tipo halcón y se alejó zumbando hacia el valle. Mientras Steinmetz tomaba fotografías, el conductor levantó la vista de su segadora, vio el dron y se dirigió al granero. De allí salió un granjero más grande. El hombre le gritó a la cámara que sobrevolaba. Agitaba una escopeta.
Steinmetz dirigió el dispositivo a su auto y lo desmanteló. El granjero se acercaba en una patineta, desarmado.
“No aprecio que invadas nuestra privacidad”, dijo el granjero, jadeando.
Steinmetz se explicó: su interés por la diversidad agrícola, las presiones de la menguante luz del sol para los fotógrafos. Abrió una copia del libro.
El granjero, Mark, se derritió. Entonces los dos hombres se rieron. Los amish son pacifistas, se apresuró a añadir. Guarda el arma para los pájaros.
Mark tiene 36 años. Cría 40 vacas para producción de leche y 40 vacas para carne, que venderá a mataderos en Pensilvania y Denver, Colorado.
“En la mañana estaremos cosechando”, dijo Mark. “Con gusto puedes venir a ver”.
Al amanecer, Steinmetz regresó a la propiedad de Mark. Pronto llegaron vecinos en carretas tiradas por caballos. Había una cosechadora motorizada para triturar el maíz, una carreta para recogerlo y otra para sustituirla. Alrededor de la cosechadora, los granjeros maniobraban como aurigas romanos.
Los dos caminos de maíz pronto se ensancharon hasta convertirse en un cruce. Steinmetz soltó un “¡Sí!”. Tomó fotos como loco cuando los equipos convergían, daban vueltas y cambiaban de lugar.