Estoy de acuerdo con la reforma que marcha en el Senado para aumentar el volumen de las participaciones en favor de las administraciones territoriales. Porque es la manera de revertir un modelo de desarrollo redundante y concentrado en las locomotoras que cada vez se alejan más de los vagones olvidados. Es decir, el modelo de desarrollo mirado desde el territorio tiende a multiplicar el crecimiento en las zonas que han ocupado tradicionalmente los primeros lugares, mientras que aquellas que sufren de más privaciones cada vez están más lejos, al menos si se evalúan de manera relativa frente a los éxitos de las primeras.
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Es decir, el esfuerzo del Estado, aun si aumenta en números brutos el crecimiento de los territorios alejados, no logra detener la dinámica de ampliación de las brechas ancestrales. Lo estoy, porque sin promover nuevas estructuras económicas en los territorios, la concentración centralista seguirá haciendo daños en términos de equidad y configuración del tejido social. Y porque la autonomía territorial distribuye el poder y nos aleja del populismo clientelar concentrado en la cúspide del Ejecutivo.
Entonces, ¿cuál es la discusión? En un primer tramo la reforma caminó veloz y con poco análisis. Un mea culpa: se fue deslizando en forma unánime. Los debates vinieron a surgir después. Las intervenciones en su favor fueron más que todo emocionales: la descripción de los pobres alcaldes gastando viáticos para poner la ponchera en recónditas oficinas públicas. Y la altisonante promesa de que, si se aprobaba, se acababan la guerra y la pobreza. Más adjetivos que cifras.
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¿Qué pasó?
Se organizó una coalición tan poderosa como indoctrinaria: voceros de los departamentos grandes aplaudieron. Y así mismo los de las regiones desvalidas, pero por razones, a veces, contradictorias. Ver al Centro Democrático y el Pacto Histórico votando en el mismo sentido fue algo inusual. A esto contribuyó también el impresionante silencio del Gobierno que, cuando se rompió, cogió al ministro de Hacienda y a Planeación en la oposición a la iniciativa. Ambos hicieron mutis por el foro en el Senado, pero dejaron testimonios de su negativa en los medios. Intervino el ministro Cristo (coautor cuando no se había posesionado) y convenció al Presidente de apoyar la idea con algunos cambios. Del 46,5 % que fue lo aprobado en 1991 al 39,5 % luego de derrotar una propuesta del 37 %.
Ya la mesa estaba servida. Los enemigos, exministros de Hacienda y economistas de diversa pelambre llegaron tarde. Para las regiones, el imperativo era más recursos: dividir la marrana, pese a que ahora es una marrana flaca. En las últimas sesiones, los gobernadores también se sentaron a la mesa.
A esto siguió la etapa del diálogo de sordos: mientras los economistas hablaban del desmadre del déficit y el riesgo para la supervivencia de la regla fiscal, los defensores alegaban que aquellos hacían sumas pero no restas. Que había que descontar el traslado de funciones a los territorios, de modo que una ley de competencias mantendría el equilibrio fiscal.
Se dijo que el Sistema General de Participaciones (SGP)pasaría de 184 billones de pesos, un 5,7 % del PIB, a 218,7, el 6,8 %, lo cual, a juicio de las voces críticas, era inviable. En un informe del Banco de la República se dijo que “sin reducciones equivalentes en el gasto este proyecto generaría un incremento permanente del déficit y la deuda pública” que sería insoportable.
La respuesta de los promotores que alegaban que las voces inconformes no tomaban en cuenta las reducciones por traslado de competencias, hay que reconocerlo, mostraban de qué manera cada discurso iba por una línea paralela, sin que realmente hubiese interlocución.
¿Por qué ese diálogo de sordos? Porque el tema estaba siendo cocinado en desconfianza. Después de la norma constitucional del 91 que fijó el monto en el 46,5 %, también se puso teóricamente en marcha un proceso de reducción del Estado central. Pero su cumplimiento solo fue parcial. No hubo cirugía bariátrica en la nómina central y en cambio la financiación del fisco nacional, además de otras causas, entró en crisis y hubo que dar marcha atrás.
A esto se suma en este caso que los economistas creyeron que los congresistas, glotones profesionales, iban a comer a dos carrillos: influirían en los dineros locales y, a la vez, harían una leve disminución de la burocracia nacional, dejando viva la posibilidad de seguirse nutriendo de la aún abultada nómina central.
Zonas cooptadas
Por otro lado, quedaban materias sin examinar: quien esto escribe advirtió varias veces sobre el riesgo de aumentar las participaciones en beneficio de zonas cooptadas por los ilegales sin nuevos y eficaces controles. Curiosamente, el único que lo oyó fue Gustavo Petro. Dijo: las estructuras armadas “irían por la captura del dinero y lo transformarían en un dinero para la guerra”. Mi propuesta de aprobar en la misma iniciativa una herramienta que permitiera intervenir el gasto en esas zonas de descontrol territorial cayó en el vacío.
Una derivación de esta salvaguarda es la que exige andar con cuidado en el proceso autonómico, en vista del creciente descontrol territorial que estamos padeciendo. Aun si uno parte de que la autonomía es un bien en sí mismo, esto no puede ser convertido en una especie de mantra teológico. Hay que mirar el contexto general del país para determinar el monto, el ritmo y los controles. La referencia a la situación de orden público entró en una especie de círculo vicioso: los defensores decían que la autonomía acabaría con la guerra. Otras voces, en cambio, pensaban que, en una situación de conflicto diseminado, el debilitamiento del poder central genera más peligros que remedios.
Frente a la desconfianza sobre el prometido adelgazamiento central, presenté una moción en Comisión Primera de la Cámara. Se trataba de generar una discusión verdaderamente nacional para la ley de transferencia de competencias, ya que la aprobación de la norma constitucional era casi un hecho. Pedí que el Gobierno no pudiera presentar el proyecto sin el concepto vinculante de Hacienda y Planeación, además de voceros de universidades, expertos, sociedad civil y autoridades locales.
Y, así mismo, propuse que tuviese revisión constitucional previa, a la manera de las leyes estatutarias. Tampoco tuve éxito. La dinámica era ya imparable.
Un tercer elemento desechado desde el principio: en 1991, dada la premura de la Constituyente, se optó por fijar un porcentaje en abstracto. Después se vería lo de las competencias. Como ya lo dije, esto no funcionó bien. Lo lógico ahora, si hubiese existido más reflexión, habría sido primero establecer (¿un Conpes?) cuáles competencias sería verosímil trasladar, cuánto era su valor y cómo sería el ritmo de la transición. De modo que se anticipara no solo el verdadero porcentaje de manera empírica, sino que, además, se diera tranquilidad a los economistas.
En una sesión en el Senado dije que estábamos procediendo como el padre de familia que quería aumentar el dinero mensual que entregaba a su hijo, pero en vez de examinar cuáles eran sus nuevas necesidades y cuánto valían, primero quería fijar un porcentaje sacado de la imaginación para luego mirar a qué lo destinaba. Un senador favorable a la reforma dijo que las comparaciones con asuntos familiares eran inocuas.
Y aquí apareció otra arista: el exdirector de Planeación Jorge Iván González, de quien se dice cercano a Cristo, en artículo publicado en La República, arguyó que era necesaria una revisión del modo de distribuir las participaciones, con una visión más moderna y más territorializada. Pasar de la lógica sectorial a la territorial. Tener en cuenta los cambios demográficos y los activos ambientales. Compaginar esto con esfuerzo local. Tampoco le pararon bolas. El exministro José Antonio Ocampo recordó que la reestructuración de las finanzas territoriales era una tarea pendiente. Y no solo esa: aunque el argumento de que la corrupción es territorial resulta contraevidente, sí es verdad que el ejercicio político, administrativo y de control en algunos territorios se presta para desviaciones de recursos y desafueros. Nunca se ha podido aprobar una reforma política local.
Pese a la tormenta, en la Cámara se adoptaron algunos cambios que, en vez de moderar la preocupación, aumentan los riesgos. La salvaguarda según la cual el crecimiento de los recursos debía estar acorde con el ‘Marco fiscal de mediano plazo’ se limitó a la frase gaseosa de que debe respetarse el principio constitucional de orden fiscal.
Igualmente, se debilitó la idea de que el incremento de los recursos debía ir pari pasu (en igualdad de condiciones) con el traslado efectivo de cada competencia. En consecuencia, no se pueden descartar períodos de redundancia, de modo que la Nación continúe asumiendo competencias municipales. Este es un punto complejo, porque la actual administración ha venido invadiendo la órbita municipal. Basta ver los programas de canchas deportivas y vías terciarias. El gobierno actual en esto ha regresado al pasado, y es notoria su afición por meterse en los temas locales.
La actual administración ha venido invadiendo la órbita municipal (...) El gobierno actual en esto ha regresado al pasado, y es notoria su afición por meterse en los temas locales”.
En conclusión: tendremos reforma constitucional en un próximo debate. Al menos hay que reconocer que, además de las bondades, también hay riesgos serios. El Ministerio de Hacienda y Planeación deben retomar la batuta que perdieron a fin de establecer mecanismos confiables y serios en la discusión de la ley de competencias. Y no pueden sorprender al país con una ley de competencias discutida a la velocidad del afán.