Finalmente sucedió: Ekrem Imamoglu, alcalde de Estambul y el rival más fuerte del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, de cara a las elecciones presidenciales de 2028, fue arrestado formalmente por unos cargos de corrupción sin duda endebles. Y aunque no lo parezca, así es como suelen ocurrir los golpes de Estado hoy en día: sin sangre y sin más ruido que el gemido de una democracia que muere esposada.
Después de 23 años en el poder, y con la economía turca colapsando, Erdogan sabe que ninguna elección, ni siquiera una amañada, es segura para él. Esto lo dejaba con dos opciones: cancelar la votación o eliminar a cualquier oponente creíble. Pero antes de hacer su movimiento, tuvo que asegurarse de que el tablero geopolítico estuviera dispuesto a su favor.
Dilek Imamoglu, esposa de Ekrem Imamoglu Foto:EFE
Esto implicaba negociar un alto el fuego con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), pero también evitar cualquier reacción de la Unión Europea. Para ello, Erdogan esgrimió la posibilidad de desencadenar flujos migratorios hacia la Unión Europea, una amenaza que cobró una fuerza más que real tras el colapso del régimen del dictador sirio Bashar al Asad, que él ayudó a propiciar.
Y ahí, además, exhibió los músculos militares de Turquía en un momento en que el compromiso de Estados Unidos con la Otán es, en el mejor de los casos, dudoso, enviando así un claro mensaje de que, sin Turquía, el flanco oriental de Europa estaría peligrosamente expuesto.
Una vez que se estableció como indispensable, Erdogan movió ficha y eliminó a Imamoglu. La medida conllevó costos a corto plazo: el banco central de Turquía tuvo que gastar un récord de 12.000 millones de dólares para respaldar la lira.
Pero la respuesta de la oposición hasta ahora ha sido el equivalente político de tropezar con los cordones de los zapatos en la línea de salida.
Protestas Turquia Foto:EFE
Intensa represión en las calles
El público turco, sin embargo, está indignado. Desde su detención, cientos de miles de personas han salido a las calles para exigir su liberación y, en general, justicia y derechos humanos. Las protestas se extendieron rápidamente desde Estambul y Ankara a Adana, Antalya, Canakkale, Corum, Edirne, Eskisehir, Kayseri e incluso la religiosamente conservadora Konya, donde al menos 200 agricultores, algunos con sus tractores, se unieron al movimiento.
El estallido de indignación popular ha sacudido al régimen de Erdogan, prueba de ello son las medidas represivas adoptadas: las reuniones y protestas han sido prohibidas en todo el país, y quienes las han desafiado se han encontrado con las herramientas familiares de la represión estatal: porras, cañones de agua y gases lacrimógenos. Hasta el momento, más de 1.400 manifestantes han sido detenidos.
El Gobierno también ha limitado los viajes hacia y desde Estambul, ha restringido el acceso a varias redes sociales, incluidas Instagram, TikTok, X y YouTube; prohibió la transmisión en vivo de mítines y protestas; y arrestó a varios periodistas, entre ellos Yasin Akgül, de la Agence France-Presse, y el galardonado fotoperiodista Bülent Kilic.
“Turquía no es un país que estará en la calle, no se rendirá ante el terrorismo callejero”, advirtió Erdogan recientemente.
El terreno para que el principal partido de la oposición turca, el Partido Republicano del Pueblo (CHP) unifique a la oposición y ofrezca una alternativa creíble al liderazgo de Erdogan no podría ser más fértil. Sin embargo, todo lo que el CHP ha ofrecido hasta ahora son tópicos populistas y nacionalistas, más adecuados para el pasado tutelar de Turquía que para su presente existencial.
No se menciona el último movimiento de protesta masiva de Turquía, las manifestaciones del parque Gezi de 2013, que fueron impulsadas por una energía popular igualmente poderosa.
No hay contacto con los kurdos, que en repetidas ocasiones han demostrado ser decisivos en las elecciones y que siguen enfrentándose a una severa opresión.
Y no se reconoce que el momento es más grande que la política partidista.
Esto no es solo un paso en falso: es un síntoma de un problema más profundo. El CHP se aferra a una mentalidad política anticuada, más centrada en impugnar las elecciones que en defender la democracia. Esto explica por qué los manifestantes no se unen detrás del partido, sino que le piden, cortés pero firmemente, que se quite del camino.
Si el CHP aprende algo de la detención de Imamoglu, esto debería ser que las viejas tácticas, basadas en la creencia de que el cambio se produce a través de negociaciones amables y confrontaciones por etapas, ya no son adecuadas. Y no se trata simplemente de que el partido deba ajustar sus métodos.
Más bien, el CHP debe reconocer que ya no es el protagonista de la política turca. Ese papel pertenece ahora al pueblo turco: a los descontentos, los frustrados y los desafiantes que hoy salen a las calles y que ven la detención de Imamoglu no como un ataque contra un hombre, sino contra su futuro colectivo.
Una autocracia
El arresto de Imamoglu también debería servir como una llamada de atención para los observadores y académicos que siguen convencidos de que Turquía es un régimen híbrido, en el que la competencia electoral es ‘real pero injusta’, en lugar de una autocracia en toda regla.
Una cosa está clara: la vieja Turquía se ha ido. La pregunta ahora es si el pueblo turco podrá dar forma a lo que viene después. Es demasiado pronto para decir si la actual ola de ira y desilusión popular se convertirá en un movimiento coherente capaz de superar a Erdogan y sus compinches.
Pero debería ser obvio que cuando el juego está amañado, tratar de jugarlo mejor, de manera más reflexiva, más astuta, más audaz, es inútil. La única forma de tener alguna posibilidad de ganar es voltear el tablero.
UMUT OZKIRIMLI (*)
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Barcelona
(*) Investigador sénior en el Institut Barcelona d'Estudis Internacionals (IBEI).