‘No soy más que un periodista’: entrevista imaginada a Guillermo Cano Isaza

hace 4 meses 23

Guillermo Cano es un hombre delgado de mediana estatura, con cabello plateado, piel gruesa afeitada a ras y unas gafas grandes de carey que le escurren hasta el borde de la nariz. Su espalda ancha y ligeramente encorvada refleja el paso del tiempo y el cansancio acumulado.

“¿Qué tienes para hoy?”, es su pregunta habitual a periodistas novatos y veteranos. Con sus silencios, saludos o breves apuntes, calibra el estado de ánimo de la redacción y marca sus ritmos informativos. Tiene olfato periodístico; sabe que un aguacero puede ser noticia, que un certamen deportivo puede devenir en conflicto político, que un volcán puede causar una tragedia. “¿Qué hay, qué hay?” es su saludo mientras recorre la sala en busca de ‘chivas’. “¿Qué pasó?”, preguntaba después de un largo silencio que pesa como un piano; ese es el tono de sus reclamos cuando la competencia logra quedarse con una noticia, pero si alguien quiere verlo molesto, basta provocar una rectificación. “¿Por qué no consultó antes de escribir? Primero confirme y luego informe”; jamás pasa al grito. En realidad, en El Espectador, todo el mundo sabe que con don Guillermo solo hay una advertencia: si Santa Fe perdió el domingo, lo mejor es no hablarle el lunes.

La entrevista tiene lugar en su oficina, en la esquina nororiental de la redacción. Cuando Guillermo Cano llega, parece querer arrepentirse. Dice: “Yo tengo muy poca memoria. Una pésima memoria, una memoria torpe. Pero en cambio todo cuanto de inolvidable ha sucedido en mi vida ha ido a grabarse, para siempre, en el corazón”. Al hablar de lo que le apasiona, se relaja, se torna espontáneo y olvida que está en una entrevista. 

¿A usted quién le enseñó el oficio periodístico?

¿A mí? ¡Nadie! (risas). Yo diría que mi primera investigación seria fue sobre Ana María Busquets, mi esposa. Me averiguaba con las amigas a qué cine iba y allá me aparecía a la salida del teatro. Si ella iba a fútbol, allá estaba yo; en la plaza de toros, igual. Ella decía que yo me le aparecía hasta en la sopa.

¿Y cómo empezó?

Conocer al abuelo al que nunca vi en persona fue un proceso lento. A los diez años, me dijeron que había ido a la cárcel por defender a sus amigos pobres y políticos. Para mí, a esa edad, era difícil entender que un hombre pudiera ir a la cárcel por defender sus ideas, un periódico, unos amigos. Más tarde comprendí que, cuando se defiende honradamente un principio de justicia, no importan ni el fuego, ni el terror, ni la cárcel. Apenas me gradué del colegio, entré a El Espectador con la inquietud, temor y timidez de quien se sabe inexperto en los gajes del oficio. Mi primer desafío fue escuchar a mi padre Gabriel, el director, dar instrucciones a reporteros cuando me presentó en la redacción: “Enséñenle lo que ustedes ya saben. Y que se meta al barro recogiendo noticias, buscando ‘chivas’, no importa qué tan desagradables sean. Y que se unte de tinta aprendiendo a armar las páginas del periódico, a leer al revés. Y no lo elogien, regáñenlo”. Fui un aprendiz de periodismo con alma de novillero. Pasé con mis manos por la herencia del linotipo como misterio de iniciación antes de convertirme en redactor del periódico sin firma ni rango y luego, a los 27 años, fui nombrado director, y a los 28 me casé con Ana María. Todo mi patrimonio, tanto espiritual como material, está íntegramente vinculado a la empresa que edita El Espectador.

¿Qué más le llamó la atención de su abuelo Fidel Cano, fundador de El Espectador en 1887?

Había algo que me impresionaba. En dos cortas columnas de periódico, escritas con un estilo magistral, mi abuelo analizaba cada día un aspecto de la vida colombiana. Ninguna arista de las actividades ciudadanas escapaba a su inteligencia. Trataba con la misma propiedad temas políticos y literarios; con igual corrección abordaba un problema de límites o la inconveniencia de la pena de muerte. Nunca olvidaba a los necesitados, los perseguidos ni los humildes, y también opinaba sobre los poderosos, los ricos y los orgullosos. Algunas jerarquías de la Santa Iglesia olvidan que los primeros periodistas fueron San Marcos, San Lucas, San Mateo y San Pablo, los apóstoles que narraron el primer gran hecho de actualidad: la crucifixión de Cristo. Hoy resulta entre divertido y patético saber que la Diócesis de Medellín prohibió en ese momento a sus feligreses la compra y lectura de El Espectador, convirtiendo en pecado mortal el acto de conocer “verdades” distintas a las profesadas.

Y extrañamente actual…

Sí, por ejemplo, me contaba en estos días nuestro nuevo periodista Ignacio Gómez que, en el Magdalena Medio, la mafia del narcotráfico y su grupo de “anticomunistas” sacó una revista con un inserto que decía “Si quieres al Magdalena Medio, no compres El Espectador”.

Sí, aunque yo me refería más a otras censuras anteriores…

Sí, las cometidas por políticos y otros “caballeros de industria”. La censura oficial me ha tocado vivirla en muchas ocasiones. Cuando el periódico criticaba las obras del Canal del Dique, por ejemplo, fui llamado al despacho del ministro Jorge Leyva, donde me amenazaron durante más de tres horas para que retirara mis palabras. Yo nunca retiré una sola palabra, eso fue lo que me enseñaron mi padre y Don Luis Cano. Después de la dictadura de Rojas, no hemos vuelto a vivir una censura oficial directa, pero sí indirecta. La censura económica, la hemos vivido también, especialmente cuando realizamos las investigaciones por las irregularidades cometidas con los fondos de inversión del Grupo Grancolombiano.

¿Y autocensura? ¿Para usted no existe esa limitación?

Claro que sí. Después de escribir algo, vuelvo a leerlo con cuidado.

No para no decir las cosas, sino para decirlas bien dichas. Uno no debe apasionarse demasiado; debe procurar siempre la veracidad y, sobre todo, ser muy responsable. Hay que sopesar todas las consecuencias que se pueden derivar de las palabras. A veces, con el cúmulo de noticias negativas que recibo, entro en un estado de desaliento y profundo silencio. No me provoca comentar las cosas del día con nadie en la casa. Por eso, lo mejor que tiene Ana María es que sabe entender mi silencio.

Cuando ocurre un hecho importante, ¿cómo hace usted para discernir entre todas las versiones que se le presentan, cuál es la más veraz, cuál es la más confiable?

Yo tengo una gran confianza en mis redactores. Les creo a aquellos que me han dado garantía de sus palabras. El periodista debe tener su propia versión de los hechos, más allá de los comunicados oficiales. 

¿Cuáles son los principales peligros que acechan al periodismo en Colombia?

Los terroristas han encontrado en la manipulación de la prensa un arma tan temible como sus fusiles. Tenemos la obligación de desarmar este otro tipo de arsenal que envenena la paz. Pero no son sólo los guerrilleros los que manipulan a los periodistas y a la prensa. Existe la manipulación oficial y de los grupos económicos. Las tres son igualmente nocivas. La oficial, mediante los halagos y, peor aún, mediante las presiones y amenazas. Los gremios, finalmente, quieren una prensa a su servicio, incondicional y abyecta.

¿Cuál sería, desde su punto de vista, el principal aporte de ‘El Espectador’ al periodismo colombiano?

Creo que su principal aporte ha sido el de su carácter e independencia. Todo lo que tenemos está reinvertido en el periódico, en contar con equipos de última tecnología. No nos hemos dedicado a crear empresas satélites por todas partes ni a ser los lavaperros de grandes grupos económicos que usan al periodismo para destruir al periodismo. El periodismo, el periódico y la libertad de imprenta son todo, cuando alguno de ellos falta, el esfuerzo de transmitir honesta, objetiva y responsablemente la palabra queda comprometido.

Es claro que se refiere al narcotráfico…

A este país lo que le está faltando no es plata, sino una profunda reconquista de la moral en el sector público y privado. El narcotráfico, el contrabando, la compra y venta de influencias, la mordida, el afán del dinero fácil, el alquiler del voto, nos han corrompido. Estamos presenciando el crecimiento de una generación sin fronteras morales, sin valores ni principios.

Se sabe que a su correspondencia de
‘El Espectador’ llegan intimidaciones, cuentan sus amigos que su respuesta es siempre la misma: ni una palabra a la familia. ¿Tienen miedo?

El periodismo es temerario. Debe serlo. Recuerdo que hace unos años, el grupo de justicia privada del MAS puso un petardo en la entrada de donde vivía nuestra reportera María Jimena Duzán con su madre y su hermana, después de que ella entrevistó al M-19 para El Espectador. Apenas me enteré, pues yo soy muy amigo de su familia, salí de inmediato hacia su casa. Cuando vi a María Jimena le dije lo que he repetido en tantas otras ocasiones: “uno nunca sabe si va a volver a casa por la noche”, pero cuando uno es periodista “la casa” está más allá de los muros que nos protegen y de los miembros de la familia, un periodista entiende que su hogar es el mundo, y a ello se debe. Yo no soy más que un periodista y El Espectador no es más que El Espectador.

Cae la noche y Guillermo Cano, tras la hora de cierre de edición parte a solas de El Espectador en su camioneta, parece más un ciudadano común que el director del periódico más valiente de su época.

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