Mujer asesinó a su marido en Bolívar: le roció gasolina y luego de le prendió fuego

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En la vereda La Garita, una pequeña mancha de casas desperdigadas entre sembradíos y caminos de polvo rojo, el amanecer del martes 6 de mayo trajo consigo un silencio demasiado espeso, de esos que solo se rompen con el murmullo temeroso de los vecinos. 

Fue allí, en ese rincón rural del municipio de Río Viejo, en el departamento de Bolívar, donde el cuerpo de José Ardila, un barranquillero de 29 años que había llegado años atrás buscando trabajo en el campo, se convirtió en el centro de una historia tan cruel que ni las mujeres del pueblo han podido contar sin apretar los dientes.

La noche anterior, José y su esposa, Yoselin Ortiz, discutieron con la furia habitual que, según los testigos, ya era parte de la rutina en su humilde vivienda.

Los gritos se convirtieron en golpes y luego en silencio. Minutos después, la mujer energúmena salió como alma en pena en busca de lo impensable: un bidón de gasolina. Nadie sabe de dónde lo sacó. Tal vez lo tenía listo, tal vez fue un arrebato.

Lo cierto es que volvió con el recipiente entre las manos y el odio en la mirada. Frente a los ojos de quienes ahora maldicen no haber intervenido a tiempo, Yoselin roció el combustible sobre la humanidad de su esposo. 

En un instante que se detuvo en el tiempo le prendió fuego con una mechera. En segundos, narran los vecinos, Ardila se convirtió en una antorcha humana, corriendo y gritando por la vereda, mientras su verduga huía en la misma dirección por donde había llegado.

Los vecinos lograron apagar las llamas y trasladarlo de urgencia a un centro médico. Pero la esperanza fue breve: José Ardila murió horas más tarde, consumido por las quemaduras. Su cuerpo se carbonizó como los recuerdos buenos que alguna vez vivió junto a su esposa.

La Policía investiga el paradero y ha lanzado un llamado a la ciudadanía p ara dar con el refugio de Ortiz, cuya captura es inminente. 

Mientras tanto, en La Garita, los vecinos encienden velas, no para iluminar la noche, sino para espantar el fantasma de una tragedia que todavía no termina de quemarse en sus memorias.

—¿Cómo puede alguien hacerle eso al que amó? —se pregunta una anciana mientras barre el patio—. Ni el diablo tiene tanta maldad.

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Cartagena

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