Cruzando Barichara, nos dirigimos al estudio de David Manzur. La puerta es un maderamen gigante; se abre solo de vez en cuando y por ese sendero de magnolios se acompañan los pasos del visitante, que va rumbo a su estudio.
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Ahí están todos los objetos que le han acompañado desde toda la vida. La talla gigante, por ejemplo, milimétricamente labrada y construida en ese rojo colonial con dorados inexplicables. Los cuadros que siempre han estado colgados en sus muros de hogar, y viven donde él viva... pues ellos también lo han acompañado. Es la réplica de su memoria.
Cada objeto aquí adentro tiene esa belleza, a la cual él está acostumbrado. Y son muy pocos los objetos nuevos que ahora ha elegido para su vida. Está, por ejemplo, la prensa de tabaco; o sus hormigas en metal; o su gran mesa donde se sienta en las tardes a conversar con Felipe: su amigo, su cuidador, su albacea... para siempre... Del cielo se ha escapado un ángel, y puede ser de pronto Felipe Achury, el ángel de David Manzur.
Aquel atardecer de septiembre, recuerdo a Manzur, victorioso como un duende que se le ha escapado un poco a la oscuridad. Un duende como salido de cuento. Estoy a la mitad de un cuadro grande –dice... de esos que su amigo Obregón llamaba mamonudos. Es que él siente un delicioso placer por las obras que le proponen conflicto... desafíos personales... Y así nos lo contó.
Pero es que aquella tarde de septiembre estaba radiante, había logrado a sus 95 años fugársele al tiempo... estaba sacudido por el milagro de estar vivo y enamorado de sus recuerdos, y podía, eso que es estar vivo, esperar aún con confianza que hubiese otro mañana, y, para eso tenía vivo e intactos esos recuerdos –“Y Belisario era así”–... recuerdo como dijo –“que Mario Rivero, el poeta, ponía la voz 44 y lo remedaba con la voz engolada: estaba enamorando muchachas a quienes el poeta les regalaba una flor de ojal, que yo les pintaría ... Y Belisario Betancourt era el Presidente, y nos hablaba no del poder, sino de poemas que él también a su modo le robaba al tiempo y aquellos poemas que había escrito”.
¡Ay, hermano, qué tiempos aquellos! Cómo dijo el tango... Y todo eso sentados con él a la mesa, y más que con palabras, nos lo decía con los ojos... unos ojos y mirada, donde uno sabe que no ha pasado el tiempo. Pues no hay un solo vestigio de vejez en la luz de su mirada. –“Así éramos, Felipe”–, y estaba fascinado con el impulso de las anécdotas, en que fueron, por un instante, los tres mosqueteros que de nuevo jugaban a defender el amor una y otra vez
– “Es que todos vivíamos enamorados de la luz, y Rivero de sus Lolitas, y Belisario, que ya murió, amando desde entonces a Dalita” –que está muy enferma–.
…Y todo se lo contaba a Felipe, así, a borbotones; con una alegría agreste como de niño...
Felipe Achury está a su lado hace 18 años. Le llama Dada, y es un juglar del color y del oficio. Se sumerge con él, con Manzur, en el estudio y se vuelve su asistente ayudador... sabe de los pinceles, su calibre, la mezcla exacta de las capas de óleo que David requiere, e incluso sabe preparar, de modo exacto, ese aceite que es el óleo, lleno de siglos y de alquimia.
Frente a esos lienzos gigantes, Felipe se yergue como un atleta en forma, mientras Manzur va pidiéndole, ya sea un pincel ancho... como un bigote de morsa o aquel otro pincel fino en su punta, como el más bello escalpelo samurái. Son las seis de la tarde, en una Barichara en donde no se acuesta el sol. La tarde es rojiza, y el cañón del Chicamocha, es tan profundo como los abismos que solo puede parir la tierra.
Manzur ha regresado a su trabajo: el rostro readquiere su rigor y su mano, la eficacia. Felipe Achury está presto a su lado como un cirujano, que tiene a mano todo el instrumental. “Pinceles anchos –dice la voz de Manzur–, mezcla de blancos con luz directa”. Y lo dice con una voz que tiene toda su eficacia volando hacia el cuadro.
Felipe lo sabe, y sin decir una sola palabra le interpreta, todo queda ahí puesto en un segundo frente al lienzo. –“Felipe, descansa que yo me demoro en este plano”–. Y en ese espacio pregunto, para jugar a la obviedad, antes de partir: –“¿Habrá moscas en el cuadro?”– porque así llamaban las señoras bien, con tono de entomólogas, al mosquerío que Manzur pintaba por entonces, y los críticos bien, a la blancura y concepto de liviandad que había en las moscas que por entonces pintaba Manzur. Eran vida o muerte.
Y ya, con un pie en el estribo, pues salíamos de esa hermosa casa, oí a Felipe que nos decía: –“Mira, Fausto, a eso no hay que ponerle tanta carreta. Dada (Manzur) pinta con luces que hacen en el estudio, luz día. Así sea medianoche, y esa noche en Bogotá, hacía un frío del demonio; la pobre mosca que iba y venía solo buscaba un poquito de calor. Manzur la espantaba y la mosca volvía; de pronto es como si se miraran, la mosca se quedó quieta sobre el lienzo y Dada (Manzur) se sintió en la obligación de abrigarla. La vio de nuevo, y vio la sombra y las paticas sobre el lienzo entumecidas. Él pintó y ella posó para él”. Esa es la metafísica de esa historia de la que hay mucho bla... bla... bla...
Nos decimos adiós todos con carcajada; afuera un carro esperaba y salimos de su estudio para siempre, con esta bella nueva historia. Aquella mosca se había... ¡salvado! Es una dama errante, y vivirá para siempre en ciudades oxidadas, en donde aún vuela de casa en casa.
FAUSTO PANESSO
Para EL TIEMPO