Los que los desechos están causando en países en desarrollo: 'imperialismo basura'

hace 13 horas 11

En los últimos años de la Guerra Fría, algo extraño empezó a suceder. gran parte de la basura de Occidente dejó de ir al relleno sanitario más cercano y, en cambio, empezó a cruzar fronteras nacionales y atravesar océanos. 

Las cosas que la gente tiraba y en las que probablemente nunca volvía a pensar —envases sucios de yogur, botellas viejas de Coca-Cola— se convirtieron en algunos de los objetos más redistribuidos del planeta, generalmente terminando a miles de kilómetros de distancia. Fue un proceso desconcertante, que inició con la exportación de desechos industriales tóxicos. Para fines de la década de 1980, miles de toneladas de sustancias químicas peligrosas habían salido de Estados Unidos y Europa hacia los barrancos de África, las playas del Caribe y los pantanos de Latinoamérica.

A cambio de esta cascada de toxinas, a los países en desarrollo se les ofrecieron grandes sumas de dinero o se les prometieron hospitales y escuelas. El resultado en todas partes fue más o menos el mismo. 

Muchos países que habían roto con el imperialismo occidental en la década de 1960 hallaron que estaban siendo convertidos en cementerios de la industrialización occidental en la década de 1980, una injusticia a la que Daniel arap Moi, entonces Presidente de Kenia, se refirió como “imperialismo basura”.

Indignadas, docenas de países en desarrollo se unieron para poner fin a la exportación de residuos. El tratado resultante —el Convenio de Basilea, que entró en vigor en 1992 y fue ratificado por casi todas las naciones del mundo excepto Estados Unidos— hizo ilegal la exportación de desechos tóxicos de países desarrollados a países en desarrollo.

Pese a ese éxito legislativo, las naciones más pobres del mundo nunca han dejado de ser receptáculos de la basura de Occidente. Hoy la mayoría de los residuos viajan con el pretexto de ser reciclables, disfrazados con el lenguaje de la salvación planetaria.

Durante los últimos dos años he estado viajando por el mundo —desde las llanuras de Rumania hasta los barrios marginales de Tanzania— en un intento de comprender el mundo que está creando la basura. Lo que vi fue aterrador.

Comencé en Accra, la capital de Ghana, donde empresas y universidades occidentales han “donado” millones de aparatos electrónicos defectuosos desde la década del 2000. Allí conocí a los “chicos quemadores”, jóvenes inmigrantes de las zonas desérticas del país que ganan centavos la hora quemando cargadores de teléfonos celulares y controles remotos de televisión estadounidenses una vez que dejan de funcionar. Me contaron que tosían sangre por las noches. 

No es sorpresa: la sección de Accra que habitan, un inmundo estuario conocido como Agbogbloshie, suele figurar entre los lugares más envenenados de la Tierra. La Organización Mundial de la Salud afirma que cualquiera que coma un huevo en Agbogbloshie absorberá 220 veces la ingesta diaria tolerable de dioxinas cloradas, un subproducto tóxico de los desechos electrónicos.

El comercio de residuos actual es una bonanza oportunista, una válvula de escape de la responsabilidad ambiental que se beneficia del envío de detritos a lugares que no están en condiciones de aceptarlos. ¿Tu ropa desechada? Quizás termine en un desierto en Chile. ¿El último crucero que abordaste? Desmantelado en Bangladesh. ¿La batería agotada de tu auto? Apilada en una bodega en México.

¿Algo de ello es dirigido por el crimen organizado? Por supuesto. Pero gran parte de esto no tiene por qué serlo. La exportación de residuos sigue estando escandalosamente subregulada y no monitoreada.

En ningún otro lugar alcanza el comercio actual de residuos dimensiones más impresionantes que en el caso del plástico. Los desechos plásticos en el mundo en desarrollo —que obstruyen las vías fluviales, exacerban la contaminación del aire, se infiltran en el tejido cerebral humano— ahora están relacionados con la muerte de cientos de miles de personas cada año.

En Kenia, un país que prohibió las bolsas de plástico en el 2017 sólo para que el sector petroquímico estadounidense conspirara para convertirlo en la próxima frontera de desechos en África, se ha descubierto que un impactante 69 por ciento del plástico desechado ingresa a un sistema de agua de una forma u otra.

Esto todavía es eclipsado por lo que presencié en Indonesia. En las aproximadamente 17 mil islas del País, el plástico de consumo interno es tan mal manejado que se cree que 365 toneladas terminan en el mar cada hora. Y, sin embargo, en lo profundo de las tierras altas de Java, hay paisajes infernales de desechos occidentales importados —tubos de pasta de dientes de California, bolsas de compras de los Países Bajos, desodorantes en barra de Australia— apilados hasta la altura de las rodillas hasta donde alcanza la vista. 

Demasiado voluminoso para siquiera intentar reciclarlo, se utiliza como combustible en decenas de panaderías que abastecen de tofu, un alimento básico culinario, a los mercados callejeros de Java. El resultado es una de las cocinas más letales imaginables, con venenos provenientes del plástico occidental incinerado que un gran número de indonesios ingieren cada hora.

¿Podrá algún día legislarse el fin del comercio de residuos? Al igual que con el tráfico de drogas, es posible que haya demasiado dinero circulando para solucionar el problema. Al fin y al cabo, la basura viajera tiene muchas ventajas. Los países ricos pierden un pasivo y los productores de basura quedan libres de responsabilidad. 

La necesidad de encontrar un lugar para nuestra basura nunca ha sido más apremiante: un estudio reciente de las Naciones Unidas encontró que uno de cada 20 objetos que se mueven a través de las cadenas de suministro globales es plástico —representando una industria anual de un millón de millones de dólares que vale más que el comercio mundial de armas, madera y trigo combinados.

Al menos podríamos ser honestos con nosotros mismos acerca de lo que estamos haciendo. Enviamos nuestros desechos al otro lado del planeta no sólo porque producimos demasiado, sino también porque insistimos en un medio ambiente exorcizado de nuestras propias huellas materiales. De todo lo que alguna vez has tirado en tu vida es muy probable que mucho todavía esté ahí afuera, en algún lugar, ya sean audífonos incendiados por su cableado de cobre en Ghana o un pedacito de una taza Solo flotando en el Océano Pacífico.

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