—Díganles a los demás que muevan las motos y se alejen de las casas porque esto volvió a prenderse —fue el mensaje que Sheila Bustos intentó enviarles a sus conocidos del resguardo indígena de Tamirco, en las montañas de Natagaima, en el sur del Tolima, en la tarde del segundo sábado de septiembre.
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Un incendio que había comenzado cinco días antes se había propagado a una velocidad sin precedentes. Ella junto con otras veinte personas voluntarias, entre indígenas pijaos y campesinos, habían intentado apagar decenas de focos de calor. Pero los fuertes vientos del suroriente y el inclemente calor reactivaron varios de ellos.
Hacia el mediodía estaban cruzando una especie de ladera, con piedras grandes, filosas, y pasto seco, cerca de la quebrada Bateas. Mientras aceleraban su paso, algo los detuvo y en cuestión de segundos su vida estuvo a punto de apagarse. Sheila alzó la cabeza hacia la izquierda y una llamarada más alta que ella, de unos dos metros y medio, cobró fuerza y se impuso. Su primera reacción fue tratar de devolverse, pero no tuvo margen de maniobra. Al otro lado, más ramas ardían y las llamas se propagaban sin clemencia.
—Lo único que pudimos hacer fue juntarnos lo que más pudimos. Esperamos seis minutos exactos, los más largos que he sentido en mi vida —narra la joven de 25 años, ingeniera ambiental, con voz afónica, secuelas del humo que absorbió durante esa semana.
Hasta hace dos días, al menos 12.000 hectáreas habían sido quemadas, según reportes oficiales. Las autoridades lo catalogaron como ‘megaincendio’ que ya ha sido controlado y que su origen habría sido causado por personas, algo que aún se está investigando. Desde la alcaldía del municipio señalaron que podría tratarse de las llamadas “quemas controladas”, que ocurren sobre todo en la zona alta —una práctica del pasado que se hacía antes de sembrar huertos o quemar residuos–.
Mientras Sheila estaba atrapada entre las llamas, a unos metros hacia el norte, en el resguardo, la gobernadora indígena Emilia Yaima les decía a los adultos mayores y niños que se movieran del lugar porque el incendio seguía creciendo.
—De las 236 hectáreas del resguardo, 200 fueron arrasadas. Los más afectados son los animales y la naturaleza; esta rica tierra que nos ha dado todo está muerta —cuenta la mujer.
Ese clamor ha sido una constante que se ha repetido como eco que no cesa. La gobernadora del Tolima, Adriana Magali Matiz, lo replicó y dijo que “el impacto ambiental es devastador”. Las autoridades del departamento informaron en rueda de prensa que animales como armadillos, zorros y aves fueron vistos huyendo de las llamas.
La dantesca escena se replicó en el departamento vecino. En Huila, la Corporación Autónoma Regional del Alto Magdalena (CAM) registró en la última semana que atendió al menos a seis especies de fauna por quemaduras: una zarigüeya lanuda, una tamandúa, un conejo silvestre, una ardilla, una marmosa y un gavilán, que fueron rescatados de otros incendios en Aipe, donde se quemaron 3.600 hectáreas.
—Esto es como vivir en un infierno. Hasta acá sentimos el humo —dice una niña de la vereda Mesas de San Juan, del municipio de Coyaima, a 39 kilómetros del lugar del incendio.
Los estragos de la sequía y las llamas hacen que esta parezca una escena de alguno de los siete infiernos de Dante. La región se ha convertido en una de las más afectadas por el inclemente calor y los incendios forestales. Según el Ideam, Natagaima fue uno de los cinco municipios con temperaturas que superan los registros históricos para esta época del año: alcanzó los 42,2 grados centígrados en la última semana. Le siguieron Saldaña, con 41,6; Prado, con 41,4, y Armero, con 41. En la lista también aparece Villavieja, en el Huila, que es el municipio de entrada al desierto de la Tatacoa, con 40,4 grados centígrados.
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Sobre las calles de Natagaima se ven cenizas. “Ya nos acostumbramos al humo —dice Yesmith Yate, una mujer oriunda del pueblo—. Hubo una virosis que causó diarrea y males estomacales en abuelos, quizás producto del insoportable calor”. Al oriente del municipio, muy cerca de la casa de su padre, se ven las playas de arena húmeda que marcan el descenso del río Magdalena. “Acá siempre ha habido altas temperaturas, pero lo que estamos viviendo es algo extraño, distinto y preocupante. La naturaleza habla”, continúa.
Cuando el reloj marca las dos de la tarde, se ven muy pocas personas por las calles. Solo se mueven quienes trabajan como domiciliarios o necesitan desplazarse por alguna urgencia, y se protegen con sombreros, ponchos y camisetas de mangas largas. La sensación térmica y los rayos del sol hacen que todos se refugien en sus hogares. Hay momentos en los que ni siquiera corre el viento, los animales jadean y buscan algún espacio sobre los pisos de cemento frío, y los niños intentan refrescarse mojando su cabeza con apenas algo de agua que recogen con totumas vacías de las albercas de los patios.
—Al menos ellos tienen agua —dice Luisa Lozano, la madre campesina de la niña de Mesas de San Juan.
En el campo, como ocurre en varias zonas del país, la realidad es distinta. La sequía es un calvario. Los abuelos de la zona dicen que para este mes del año era común que lloviera cada doce o quince días. Pero todo cambió. Hace más de un mes que no cae ni una gota de agua. Los pastizales están quemados, los niños se ven delgados y varios animales han muerto. —Sufrimos todos. Los niños que son de las veredas más lejanas tienen que ir al colegio con termos a medio llenar de la poca agua que alcanzan a tener para hidratarse durante todo el día porque en la escuela muchas veces no hay agua constante —dice Luisa.
Por estas zonas veredales no pasan carrotanques de agua potable. Las familias tienen que recurrir a los antiguos aljibes, de unos 30 metros de profundidad, o pozos profundos de 100 metros, donde almacenan algo de agua para abastecerse.
—El tema alarmante también es con los animales, los ecosistemas y la agricultura. Acá no hay cómo darles comida porque los pastos están secos, varios árboles se están muriendo o se han quemado con los incendios, y ya no se ve frondosa la vegetación —agrega la mujer.
Para buscar agua y alimentos procesados tienen la opción de ir hasta Purificación o Natagaima, pero tienen que pagar sumas de dinero que muchas veces no tienen estas familias de bajos recursos. —Acá la mayoría tiene más de 70 años y no puede desplazarse con facilidad, por lo que es complicado que vayan hasta los pueblos a comprar. Lo poco que les llega es por vecinos o familiares que los visitan. La economía es difícil también porque hay casas que tienen pocos animales que están desnutridos —detalla Estiven Yate, quien vive en la zona.
El eco de clamor de estas personas, que se replica desde las zonas de los incendios hasta los campos quemados coinciden en un punto: se necesitan ayudas sociales y ambientales. En palabras de la gobernadora indígena Emilia Yaima: “Todos deberían proteger a quienes protegemos y cuidamos la tierra”.
DAVID ALEJANDRO LÓPEZ BERMÚDEZ
Periodista de Reportajes Multimedia
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