Pedro José González Torres despertó un día más en su barrio: El Pozón. Mientras los primeros rayos de sol apenas iluminaban las calles polvorientas de esta Cartagena, enclavada en los extramuros de la ciudad colonial y más allá del Cerro de la Popa, este líder social se prepara pa su jornada.
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Es el comienzo de otra jornada de lucha incansable, pero no una lucha cualquiera: es una batalla por transformar vidas. Desde hace 30 años, Pedro, con su porte firme y su mirada decidida, ha encontrado en el fútbol una herramienta poderosa para construir un futuro distinto para los jóvenes de su comunidad, uno alejado de la violencia y la desesperanza.
El Pozón no siempre fue como lo es hoy. Hubo un tiempo en que el barrio, con sus caminos empantanados y sus casas humildes, era solo una mancha en el mapa de Cartagena.
Sin embargo, las 'fronteras imaginarias' que Pedro menciona con frecuencia comenzaron a surgir entre los distintos sectores, trazadas por la rivalidad y el miedo.
Aquel lugar, que inicialmente fue uno soloy con una comunidad unida, pronto se fragmentó en pequeños feudos donde el cruce indebido podía costar hasta la vida.
"El Pozón es un campo minado para los jóvenes", cuenta Pedro, mientras un grupo de niños patea una pelota sobre un terreno que desprende nubes tierra. “Si te atreves a cruzar esas fronteras invisibles, puedes acabar en problemas serios”.
Era 1994, Pedro apenas tenía 12 años cuando llegó a El Pozón.
Su familia, arrastrada por las dificultades económicas, se mudó desde el barrio 7 de Agosto, y con ello, los sueños de Pedro de convertirse en futbolista profesional parecían quedar enterrados en el lodo de su nuevo hogar.
La comunidad me quiere bastante. Muchas veces me preguntan por mi incursión a la política, pero yo prefiero dedicar mi tiempo en el campo enseñando a los niños, a los árbitros y a los futbolistas. Creo que así es como aporto a la vida de los demás
Sin embargo, su espíritu indomable lo empujó a organizarse junto con otros muchachos para exigirle a la alcaldía la construcción de una cancha de microfútbol. Aquella petición se hizo realidad, y lo que comenzó como un pequeño esfuerzo se convirtió en una revolución deportiva que cambiaría la vida de muchos.
A los 15 años, una lesión truncó el sueño de Pedro de convertirse en jugador profesional. Pero ese revés no fue más que un desvío en su destino. Entendió que su misión iba más allá de jugar al fútbol: estaba llamado a ser entrenador, árbitro y mentor de generaciones que necesitaban más que solo un balón para escapar de la realidad violenta y pobre que los envolvía.
Así nació Cordefucar, la Corporación Deportiva Fuerza Cartagenera, una organización que hoy agrupa a 20 árbitros y ha sembrado el fútbol en el corazón del barrio El Pozón.
Bajo su tutela, cientos de jóvenes han aprendido no solo a manejar la pelota, sino a manejar sus vidas. “El fútbol es vida y alegría. Es una manera fácil de llegar a los niños, de tocarles el corazón”, explica Pedro con el fervor de quien ha descubierto una verdad irrefutable. “A través del fútbol, les enseñamos disciplina, el respeto por la vida y por el rival, les damos una razón para estudiar, para soñar con un futuro mejor”, añade bajo la canícula del Caribe colombiano.
Pedro ha sido testigo de cómo sus muchachos han cambiado de rumbo, cómo han dejado de lado las tentaciones de la delincuencia para dedicarse al deporte y los estudios.
Muchos de los que pasaron por sus entrenamientos ahora son médicos, abogados, profesores o entrenadores.
“La comunidad me quiere bastante. Muchas veces me preguntan por mi incursión a la política, pero yo prefiero dedicar mi tiempo en el campo enseñando a los niños, a los árbitros y a los futbolistas. Creo que así es como aporto a la vida de los demás”, dice Pedro.
Eduardo Altamar, quien jugaba bajo su tutela, es ahora director técnico del Club Deportivo Heroicos de Bolívar. Dilfren González, su propio hijo, encontró en el fútbol la motivación para ingresar a la universidad, donde estudia administración de empresas.
“Será el primer profesional de la familia”, dice Pedro con una mezcla de orgullo y humildad, consciente de que su trabajo no solo ha transformado a otros, sino que ha impactado directamente a su hogar.
Las mañanas de Pedro comienzan temprano, muy temprano. A las 5 am ya está caminando por las calles, recorriendo ocho kilómetros antes de iniciar su jornada como entrenador. Cada día, su agenda está llena: en las mañanas entrena a los niños de la Escuela Emanuel, y por las tardes trabaja en la escuela de fútbol Real Futbolito. Entre cada sesión de entrenamiento, Pedro se convierte en el cerebro detrás de los torneos locales, organizando las categorías, los equipos, y asegurándose de que todo funcione con la precisión de un reloj.
Sin embargo, la verdadera magia ocurre cuando cae la noche. A partir de las 7 pm, Pedro deja a un lado el silbato de entrenador y se enfunda en la piel de árbitro. Bajo las luces tenues del campo de fútbol, dirige los partidos de los torneos que él mismo organiza, entre ellos el más emblemático de todos: 'Pozón uno solo'.
Este torneo es más que una competencia deportiva; es un manifiesto contra las divisiones que durante años han fragmentado el barrio. Con cada gol que se marca, con cada pase que se completa, las líneas imaginarias se desvanecen un poco más. "Estamos luchando para que Pozón sea uno solo", dice Pedro, mientras observa a los jóvenes de diferentes sectores del barrio compartir el terreno de juego. La cancha Los Osorios, donde se disputa el torneo, se convierte en un terreno neutral donde las diferencias se dejan de lado y el fútbol se alza como el gran unificador.
Respeto, educación y trabajo en equipo, son su filosofía
Los domingos, además, tienen un significado especial: a partir de las seis de la tarde, la cancha se transforma en un espacio para las mujeres del barrio. “Les decimos que ya se acabó el tiempo de lavar platos o cocinar, y que es tiempo de jugar”, comenta Pedro con una sonrisa. Con esto, no solo quiere fomentar el deporte femenino, sino demostrar que el fútbol es para todos.
Pero Pedro no solo enseña a jugar. En el campo, es un guía, un mentor, un consejero. Ha aprendido que muchos de los niños que entrena no tienen figuras paternas en sus hogares, y por eso, él y su equipo deben ser más que entrenadores: deben ser psicólogos, amigos y modelos a seguir. En cada entrenamiento, Pedro no solo enseña a sus jóvenes cómo controlar un balón, sino cómo controlar su destino. Les habla de la importancia de la disciplina, del respeto, de la educación, y del trabajo en equipo, no solo en el campo, sino en la vida.
Su participación en los Campamentos de Fútbol Bancolombia en 2024 fue otro paso en su búsqueda constante de mejorar. Allí aprendió que los padres de los niños también deben ser parte del proceso. Ahora los involucra más, los invita a ser parte activa del desarrollo de sus hijos, y ha visto cómo esa participación transforma no solo a los pequeños, sino a las familias enteras.
A pesar de los logros alcanzados, Pedro no descansa. Sabe que siempre hay más por hacer, más vidas por impactar. Ahora, su mirada está puesta en los niños que no asisten al colegio ni a ninguna escuela de fútbol. “Queremos darles una actividad, algo en qué invertir su tiempo libre”, dice, mientras sueña con organizar más torneos y conseguir los recursos necesarios para seguir adelante.
Pedro José González Torres ha salvado vidas. Lo sabe, pero no se jacta de ello. Prefiere seguir caminando, recorriendo los mismos ocho kilómetros cada mañana, dirigiendo entrenamientos, arbitrando partidos, y formando personas. Porque para él, el fútbol no es solo un juego; es la vida misma.
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