Golpes blandos y lawfare son las palabras favoritas de los gobiernos de izquierda o “no institucionalistas” en la región en los últimos años contra la Rama Judicial. El lawfare se podría definir como prácticas del Poder Judicial en alianza con otros sectores, medios de comunicación y opositores para derrocar a un gobierno o personas que pueden proyectarse en una sociedad.
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Esta teoría, surgida del corazón de los gobiernos de izquierda, tiene que ver con la creación de una victimización institucional o una teoría de la conspiración contra esos proyectos políticos.
Es sabido que algunos presidentes en Latinoamérica han venido siendo procesados por la Justicia o sus entornos más próximos han estado involucrados en procesos de corrupción. Eso no es novedoso, de hecho, ha ocurrido en los últimos 30 años. Lo novedoso es que la gran mayoría se ha sostenido en el poder, y otros han retornado o han resurgido de las cenizas. Su secreto: la presión popular y la desinstitucionalización de la Justicia. Si uno repasa los líderes latinoamericanos de izquierda que no se han sostenido en el poder o que no pudieron hacerle frente a la administración de justicia por sus actos de corrupción, se concluye que su única salida es la victimización.
Casos precursores
Esta tendencia a la victimización tiene como “víctimas” a los líderes de la marea rosa en América Latina en la primera década de este siglo. El primero de ellos, Andrés Manuel López Obrador (Amlo), quien asumió esta actitud siendo jefe de gobierno de Ciudad de México, cuando en el 2004 intentaron desaforarlo por un caso en el cual la entonces Procuraduría Federal de la República (FGR) lo acusó de invadir un terreno privado (El Encino) para construir una calle. El jefe de la ciudad convocó al pueblo a rechazar la decisión y, por ese camino, el caso tumbó al procurador. El presidente Vicente Fox señaló que revisaría el expediente, pero al final no procedieron a formularle cargos. La presión sirvió y el ejemplo quedó. Si no se puede con abogados, se incita al pueblo a que asuma la defensa.
De todo esto, le quedó a Amlo un profundo resentimiento contra la Rama Judicial, al punto de que al terminar su gobierno como presidente del país (2018-2024) acompañó la aprobación de una reforma judicial donde los jueces y magistrados serán elegidos por voto popular, violando el principio de separación de poderes. En eso quedará la Justicia en México.
El caso del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011), es emblemático. Fue procesado y capturado por corrupción en el caso Lava Jato (Odebrecht). Las huestes del partido del presidente presionaron en las calles y en las afueras de la cárcel. Al final del periodo del presidente Jair Bolsonaro, la Suprema Corte de Justicia le dio la razón a Lula y pudo presentarse a las elecciones y ser elegido. La justicia terminó linchada; el caso de Odebrecht, enredado, y Lula volvió a ser presidente en el 2023.
El caso de Cristina Fernández de Kirchner es bastante particular. La dos veces presidenta de Argentina (2007-2015) por el peronismo fue condenada por el delito de administración fraudulenta en perjuicio de la administración pública y ha atribuido su proceso a una retaliación política. De hecho, ha repetido que contra ella y su entorno se ha realizado un lawfare. Al final, se hizo elegir en el cargo de vicepresidenta en el gobierno de Alberto Fernández (2020-2024) para gozar de fuero y, luego de un escandaloso y aún no aclarado atentado contra su vida, se victimizó y sigue siendo una poderosa líder de oposición, perseguida por la Justicia de su país.
A propósito de Alberto Fernández, se teje una nueva discusión jurídica. A pocos meses de salir de su cargo, el expresidente afronta un proceso judicial por revelaciones de maltrato contra su esposa. Las evidencias mostradas en los medios de comunicación son contundentes y, por supuesto, se espera que se comience a tejer una nueva estrategia de defensa consistente en el lawfare. Es decir, buscar responsables para justificar actos ilegales o impropios.
Y en el Perú la Justicia también ha jugado un rol protagónico frente a los jefes de Estado. La mayoría de los expresidentes en los últimos 30 años han sido procesados, y algunos condenados.
El caso más emblemático fue el del expresidente Alberto Fujimori, quien fue condenado por delitos de lesa humanidad luego de haber sido presidente de ese país por 10 años (1990-2000). Expresidentes como Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski y Alan García fueron procesados por el caso Odebrecht. Ninguno de estos expresidentes acudió al concepto del lawfare ni intento incendiar el país sacando a la gente a las calles.
El único que lo intentó fue el presidente “progresista” en ejercicio Pedro Castillo (2021-2022), quien se encuentra detenido por corrupción en su gobierno y por intentar un autogolpe de Estado cuando era inminente la acción de la Fiscalía contra él y su entorno. Ante la acción de la Justicia, promovió disturbios y enfrentamientos en las calles para lograr que ese estallido social revirtiera la situación. No lo logró. En cuanto al expresidente de Bolivia (2006-2019) Evo Morales, la justicia ya está encima de un expediente por acceso carnal contra una menor de edad. Y, de nuevo, la tesis de la defensa es simple: si me ponen una mano encima, paralizo y movilizo el país. De nuevo, la estrategia de la victimización.
Por último, el caso del expresidente de Ecuador Rafael Correa, quien gobernó al país durante 10 años (2007-2017). Está condenado por corrupción. Vive en Bélgica y se muestra como un perseguido de la justicia por cuenta del famoso lawfare que les ha servido para todo, en especial para acabar la honra de los fiscales generales y de la Justicia. Seguramente seguirá evadiéndola por un tiempo y luego –por medio de las urnas y a través de sus candidatos– retornará a la arena política con un perdón a cuestas.
Colombia no es la excepción
El caso colombiano ya es parte de este relato continental. Gustavo Petro, actual presidente del país, lo utilizó cuando fue alcalde de Bogotá. Producto de una investigación disciplinaria, fue destituido de su cargo. En Colombia esa competencia se encuentra reglada en la Constitución Política de 1991. Petro se defendió de dos formas.
La primera, convocando a sus adherentes en Bogotá a salir a las calles y, la otra, acudiendo al Sistema Interamericano de Derechos Humanos y a la Justicia colombiana para garantizar sus derechos. Al final, logró su cometido y la Corte Interamericana consideró que, en su caso concreto, la facultad de disciplinar a servidores públicos de elección popular no era competencia de un órgano administrativo, sino de uno judicial, conforme al artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Como presidente, la victimización ha sido la regla. Atacó a la Fiscalía General de la Nación cuando se judicializaron escándalos de corrupción alrededor de su gobierno o de su propia familia, ha criticado las decisiones de los jueces, ha fomentado un discurso de odio contra los jueces, fiscales y magistrados, y ha dicho, incluso, que las acciones del ente acusador del país y del Consejo Nacional Electoral –el cual investiga una posible violación de los topes de su campaña– son “golpes de Estado” o “golpes blandos”.
Epílogo
Mas allá del análisis de cada caso concreto que daría para una investigación académica, es importante decir que existe una narrativa de la victimización por parte de los presidentes de izquierda o “no institucionalistas” investigados en la región. Su idea central es que, como rompieron la barrera política que las élites habían fijado, ahora cualquier acción que los involucre a ellos debe ser respondida con movilizaciones masivas para presionar a la institucionalidad a no actuar. Incluso, periodistas y medios caen en el juego de invitar a la justicia a no actuar para evitar la provocación. Es decir, la ley es solo para el borrego, pero jamás para el verdugo.
Podría concluir que el lawfare o la guerra jurídica está en la cabeza de aquellos que consideran que el orden jurídico es parte de un arsenal elaborado por el enemigo y que, por ende, debe enfrentarse o bien para desmantelarlo con una constituyente o con reformas centrales al régimen legal, como se hizo en México con la elección popular de jueces y magistrados, o movilizando al pueblo para que con la presión asuste a los poderes constituidos y así se proteja su precario statu quo.
La respuesta a esta estrategia es la de fortalecer el discurso institucional y las administraciones de justicia para evitar daños estructurales al Estado de derecho. No queda de otra. A un discurso victimizante, una aplicación firme de la ley y la Constitución. No nos dejemos confundir.