En 1996, Juan Gabriel Vásquez atravesaba una enfermedad desconocida (una historia que narra en su novela La forma de las ruinas) cuando le llegó un pálpito mientras leía un compilado de columnas de Gabriel García Márquez: “La escultora colombiana Feliza Bursztyn, exiliada en Francia, se murió de tristeza a las 10:15 de la noche del pasado viernes 8 de enero (1982), en un restaurante de París”. “Aquí hay una novela”, se dijo entonces. “¿Cómo puede morir alguien de tristeza?”. Y, poco a poco, surgió en su cabeza la idea de descubrir cuáles fueron las razones por las que esta genial artista bogotana cayó fulminada a los 48 años frente a un plato de borsch.
En ese momento, confiesa Juan Gabriel, no estaba listo para escribir la vida de Bursztyn, pero en los últimos años se sintió preparado y lleno de una “obsesión malsana” por desentrañarla. Vásquez no pasó ningún día sin imaginarse la vida de la artista que usó la chatarra para crear piezas memorables como su Homenaje a Gandhi, en la carrera 7.ª en Bogotá, o La flor, que preside la entrada del Museo La Tertulia en Cali. Vásquez se fue a vivir a París, recorrió las calles que frecuentaba Bursztyn y hasta se inscribió en la academia La Grande Chaumière para estudiar en el mismo lugar donde la artista tuvo a sus grandes maestros. Así pudo relatar quién era ella en Los nombres de Feliza. Incluso hoy, en su estudio en Madrid, donde ahora está asentado, hay una escultura de un rostro que él mismo hizo en su paso por esa escuela en una búsqueda incesante por entenderla.
¿Cómo fue empezar a descubrir el mundo detrás de Bursztyn?
Cuando leí que Feliza Bursztyn murió de tristeza tuve un pálpito, o una corazonada inicial, de que había una vida que podría ser material para una investigación literaria. Cuando descubrí la columna de García Márquez, en 1996, no tenía ni la experiencia vital ni los conocimientos literarios para convertirla en novela. Quedó archivado mientras yo iba, lentamente, encontrándome, casi por azar, con la figura de Feliza a través de otras personas, pero sin buscarla demasiado mientras yo escribía otros libros. Tuve la intuición de que los libros que había publicado y la experiencia de vida ya me habían dado lo necesario para acometer este proyecto. Ahí fue cuando hice este viaje a París y, antes de eso, conocí a Pablo Leyva, su esposo, le conté el proyecto y conté con su complicidad total. Él fue mi guía principal en la vida de Feliza y sin su generosidad, el libro no habría sido posible. Hablamos varias veces. Viajé para estar en los espacios de Feliza, vivir donde ella había vivido y hasta me metí a la misma academia donde ella estudió escultura en París en los años 50, para ver cómo era eso de primera mano. Durante meses no di un paso que no tuviera como objetivo enriquecer la investigación sobre Feliza y eso llegó hasta el extremo de viajar a París a escribir el libro, en los lugares donde el libro había sucedido. El París de la juventud de Feliza y el París de su vida madura donde acabó muriendo.
¿Cuáles fueron sus estrategias para descubrir quién era Feliza?
Creo mucho en las estrategias periodísticas para escribir mis novelas. Todas comienzan con un acto de periodista, con una investigación que es casi como un reportaje, con entrevistas, pero creo que nunca había llevado esto al extremo que llegué con este libro. Por ejemplo, las clases de escultura. En el caso de Feliza, no sé cuántas veces habré caminado por la calle donde ella murió, metiéndome al portal del edificio donde ella vivió antes de morir, esperando que alguien saliera para ver el edificio por dentro. Son todas estrategias, por ponerles un nombre, pero son obsesiones un poco malsanas de un novelista que transforma los escenarios de una manera un poco supersticiosa en lugares míticos, que hay que conocer, hay que oler, antes de transformarlos a la ficción.
¿Cuando estudió escultura alcanzó a hacer algo con sus manos que pensara que valió la pena?
Hice algo con mis manos, de ahí a que hubiera valido la pena, no creo. Es una cabeza. La hice sin modelo. Luego me explicaron que la primera vez que uno trabaja la escultura sin modelo, lo que acaba saliendo es nuestra propia cara sin querer. Eso lo utilicé en el libro porque me pareció muy interesante. Acabamos haciendo nuestra propia cara porque es lo que mejor conocemos y las manos la construyen casi sin que uno se dé cuenta.
¿Por qué la época de Feliza Bursztyn fue el despertar del arte en Colombia?
Esa fue una de las cosas que me fueron obsesionando con el tiempo sobre Feliza. Ella fue testigo, primero, y después protagonista de ese estallido cultural tan brutal que fue ese mundo de los años 50 y 60. Los países convulsos, en guerra consigo mismos, en guerra literal, profundamente divididos y enemistados, en graves crisis, producen arte. Los lugares violentos, corruptos o donde la gente sufre producen arte porque el arte es la manera que encontramos los ciudadanos de a pie para ventilar nuestras preguntas, nuestras ansiedades, descontentos, es una manera de lidiar con la insatisfacción o con el sufrimiento.
¿Qué sintió cuando se sentó en la mesa del restaurante ruso donde murió Feliza?
Una de mis grandes frustraciones fue esa: el restaurante ruso ya no existe. Existe el espacio y lo convirtieron en un restaurante japonés. Fui al restaurante japonés y me senté ahí para imaginar lo que habían contado los testigos del momento: Enrique Santos y María Teresa Rubino, quienes hablaron conmigo; Pablo Leyva, desde luego, y las columnas de Gabriel García Márquez. Traté de hacer un retrato mental de eso mientras estaba rodeado de mesas de madera lacada donde se comía sushi. Eso fue difícil y frustrante, pero alcanza uno a entender cosas de lo que cuentan los testigos, la relación del lugar con su barrio, que es el barrio donde quedaba también el apartamento de García Márquez y a la vuelta la academia donde estudió Feliza en los años 50.
Entonces ni modo de probar el plato que le recomendaba Mercedes Barcha a Feliza…
No. El famoso borsch.
¿Cómo explica lo que era la libertad para Feliza?
Es el gran conflicto que cruza la vida de Feliza, y uno de los grandes intereses para mí como novelista fue la exploración de la libertad y las nociones de libertad: ¿qué es eso?, ¿qué es vivir una vida de libertad? El caso de Feliza explora claramente cómo la libertad no solo exige cierto arrojo, valor, sino sacrificios. La libertad no viene gratis, implica renunciar a otras cosas. Feliza renunció a una vida cotidiana, con sus hijas, en parte por andar persiguiendo su idea de lo que debía ser su vida, que fue una constante rebelión contra las camisas de fuerza que le ponía la sociedad en general; en particular, la bogotana. Esto es un espectáculo fascinante: un ser humano que está tratando de construirse contra los obstáculos que le pone el mundo. Feliza construyó esa libertad y fue fiel a su noción de lo que ella quería ser y pagó un precio alto por esa testarudez. Eso es muy apreciable.
Desde la época de Feliza a hoy el mundo cambió, ¿considera que sigue habiendo desdén hacia la mujer libre, la mujer artista?
No lo puedo contestar con total conocimiento de causa. Intuyo que no es lo mismo. Intuyo que una artista mujer sigue encontrando resistencias, dificultades, pero no se puede decir que sea lo mismo que ocurrió durante esos años, cuando una de las artistas vivas más importantes es Doris Salcedo. Y ella no es la única, están Beatriz González y Olga de Amaral. Si bien es cierto que en muchos de esos casos estamos hablando de un reconocimiento tardío, de mucho tiempo, sería injusto con estas pioneras decir que las cosas siguen igual a como las encontraron ellas. Ellas han abierto puertas, han derribado obstáculos. La gente que viene después transita por esas carreteras con menos problemas.
¿Sigue siendo Colombia un pueblo con la capacidad de hacerse daño a sí mismo?
Claro. Lo creo firmemente (...). Hay una tendencia dramática a hacernos daño a nosotros mismos, a sabotear nuestras propias felicidades, a pegarnos un tiro en el pie cada vez que se puede. García Márquez escribe en El general en su laberinto: “Yo no sé por qué todas las ideas que se nos ocurren a los colombianos son para dividir”. Yo creo que es un rasgo de nuestro temperamento nacional que siempre me ha preocupado enormemente. Es la causa de que en décadas no hayamos acabado con esta guerra que nos ha marcado varias generaciones, la razón por la que una cierta violencia siempre está a la orden del día en nuestra vida cotidiana. No tiene que ser la gran violencia de la guerra, también son las pequeñas violencias que ejercemos entre nosotros. Mis novelas giran, en cierta medida, alrededor de esta pregunta.
En el libro decía que –para la época de Feliza– la izquierda en Colombia se devoraba a sí misma, ¿qué percepción tiene hoy?
Cuando fue elegido Gustavo Petro como presidente tuve razones para alegrarme y otras muy grandes para preocuparme. Las razones para alegrarme fueron la llegada de la izquierda democrática y también la llegada de una persona como él, con su pasado, a la presidencia de Colombia. Me parecía que era síntoma de madurez de nuestra democracia. Siempre me ha parecido que el país necesita de una alternancia entre las ideas y los polos de poder. La razón por la que me pareció positiva su elección fue que, después del gobierno hipócrita y chapucero de Iván Duque con respecto a la aplicación del proceso de paz, Petro iba a poner toda la energía del Estado, todo el capital humano, los recursos y toda su retórica al servicio de la implementación de los acuerdos de paz, que son mi gran obsesión. Pero me generó escepticismo porque yo había visto su alcaldía de Bogotá. Me había parecido un líder incompetente, sectario, ideologizado en el peor de sus sentidos, más entusiasmado por dividir y enfrentar a la gente que por unirla en un proyecto común e incapaz de disciplina y de trabajo, que son cosas sin las cuales no se puede gobernar. Resultó que todo eso lo ha demostrado día tras día.
¿Qué cree, además de París, Bogotá y la cultura, que lo une a Feliza Bursztyn?
Me gustó mucho encontrar una cierta identidad con ella en su voluntad de mirar para muchos lados. Era una mujer de izquierda, pero tenía grandes amigos en el Partido Conservador. Era capaz de prestar su casa para que Belisario Betancur lanzara su candidatura a la presidencia y después abrirle las puertas a Jaime Bateman, del M-19, para hablar de lo que fuera. Esa capacidad de vivir en mundos opuestos, de hablar varias lenguas ideológicas o de pensamiento, de abrirse a varias percepciones del mundo que pelean entre ellas, eso es algo que yo quisiera compartir. Fue iluminador e interesante para mí contar el mundo desde esa capacidad que tenía para abrirse a ideas distintas.
¿Qué tanto sirven los amigos en los momentos difíciles, de acuerdo con lo explorado en la vida de Feliza?
Feliza fue famosa por su devoción a la idea de amistad y por la cantidad de amigos íntimos que tuvo. Gente que la quería inmensamente. Invertía su tiempo, energía y emociones en ayudarles cuando la necesitaban. Para ella fue muy raro, después de toda una vida de vivir tan dedicada a sus amigos, llegar a París y encontrarse que no tuvo de ellos la respuesta que ella hubiera querido, en términos de solidaridad, de compañía o de ayuda material de la gente que conocía. Una mujer que es famosa por su alegría, carcajadas, por su sed de vida, por su energía, y luego un testigo de su muerte dice que murió de tristeza. El libro da la respuesta a esto: parte de eso es su desencanto con la reacción de los amigos, tantos que tuvo y en horas críticas se encontró realmente sola o relativamente sola. Eso es parte del trauma del exilio.
¿Los amigos o la familia?, ¿cuál era la consideración primordial de Feliza?
Su familia inmediata fue parte de la resistencia que ella encontró en su intento de ser artista. Se encontró también con la resistencia de su primer marido. Esa resistencia acabó muy mal, con una separación y que se llevaran sus hijas a Estados Unidos. Allí la novela tuvo que tomar una decisión que para mí pasó por reconocer que Feliza adoró a sus hijas toda su vida y ellas a Feliza, pero tuvieron que tomar vidas en lugares distintos. Primero por la decisión del marido y el intento de Feliza por construir su vida en los términos que ella creía. En cierto momento de su vida, sus amigos y su pareja, Pablo Leyva, fueron su familia. Esa familia con la que todos nos defendemos de las agresiones del mundo.
¿Cómo es su oficio diario?
Lo que intento es dedicarme todos los días a lo que he querido hacer desde que tenía 20 años: aprender a leer y escribir mejor. Luego escribir libros de los cuales pueda sentirme orgulloso. Eso, al mismo tiempo, para mi gran fortuna, va pasando por la construcción de amistades que me importan. Soy una persona que le da mucha importancia a la amistad, a la presencia de los amigos. Mi vida, desde que empecé a publicar libros, ha estado marcada por esas presencias de amigos, mis grandes decepciones han sido la deslealtad de un amigo y mis grandes satisfacciones han sido la construcción de una amistad que me importa o se vuelve importante en mi vida. Mi vida de familia aquí, de pareja y mis hijas, se entiende en ese universo donde la amistad es una idea muy importante. Y si en el marco de todo eso puedo escribir libros que me dejen relativamente orgulloso pues ese es el objetivo de todo.
No se cuenta todo lo que se investiga, ¿le quedó algún secreto de Feliza que se llevará a su tumba?
Sí. Hay varios. No entraron en la novela por razones éticas y literarias. Una novela es una forma, una arquitectura. Hay cosas que a uno le gustaría meter, pero que rompen esa arquitectura, mandan la narración a otras partes y desordenan las proporciones de un libro. Un libro de ficción es una especie de edificio que debe tener unas proporciones. Era imposible meter todo.