—¿Javier?
—Sí, mamá.
—No te preocupés. Todo va a salir bien y en unos días vas a estar aquí con nosotros.
Javier Zamora acababa de enterarse de que debía seguir el camino solo. “Bien solo, solito, solito de verdad”. Tenía 9 años y había salido de su pueblo en El Salvador rumbo a Estados Unidos. Su madre y su padre ya estaban allá desde años atrás. Ahora era su turno: dejar la casa de sus abuelos y comenzar solo una travesía de miles de kilómetros junto a migrantes desconocidos de diferentes acentos latinoamericanos, guiados por coyotes que cambiaban de rostros y de nombres y que los llevaban en condiciones lamentables de pueblo en pueblo, de país en país. Sus padres lo esperaban en dos semanas. Pero todo cambió y “el viaje” se volvió de casi dos meses. Del 20 de abril al 10 de junio de 1999, Javier encontró a tres personas que lo ayudaron a sobrevivir y se volvieron su “familia de mentiras”. Zamora logró llegar y comenzar una vida en el nuevo país. Pero la angustia de lo vivido no lo abandonó nunca. A los 17 años empezó a escribir poesía. “Desde entonces he estado tratando de contar esta historia, aunque no lo sabía”, dice. Es autor de un libro de poemas, Unaccompanied, y en 2022 publicó Solito (la versión en español se editó el año pasado), una obra en la que relata lo que vivió en ese periplo. Zamora escribe —en la voz del niño que lo vivió— un relato conmovedor y doloroso. Es su historia y la de millones de migrantes que día a día deciden lanzarse al mismo recorrido.
¿Cómo logró recordar lo vivido esos días con tanta precisión?
Mi cerebro de 9 años hizo algo inesperado: mis memorias se aferraron a lo feo, a lo más duro. Todavía puedo recordar cuando me apuntaron con una pistola. Todavía puedo probar esa agua que bebía en el desierto. Me acuerdo de correr para huir del helicóptero, del miedo que sentía en medio del Pacífico. Todo eso lo pude traer al presente porque son cosas que me perseguían como pesadillas. El tema era definir cuándo y dónde sucedieron. Eso fue algo que trabajé cuando tuve la green card y me mudé de Nueva York a Arizona. Empecé a ir a la frontera cada fin de semana a buscar los sitios donde me ocurrieron esas cosas. No pude regresar a Oaxaca. Pero para eso existe Google Earth. Pude averiguar también qué programas estaban pasando en esos momentos, por ejemplo, porque parte del viaje lo pasamos en albergues, a la espera, y veíamos mucha televisión. Con esos apoyos reconstruí escenas que mi cerebro no recordaba, porque eran horas en las que no pasaba nada. Mi mente se aferró a lo que sucedía cuando estaba a cien.
También volvió a El Salvador, a La Herradura, el municipio donde nació. ¿Cómo fue ese regreso?
Tuve que regresar, reencontrarme con La Herradura, para que mi cerebro se adaptara a contar la historia. No fue lo que esperaba. Ya no era lo que había dejado. Mientras crecía en Estados Unidos solía pensar: hubiera sido mejor haberme quedado en mi país, por qué me vine. Pero al regresar me di cuenta de que mis padres tomaron la decisión correcta. Mi vida hubiera sido totalmente diferente si me hubiera quedado.
¿Lo perseguía esa idea de ‘si me hubiera quedado’?
Hasta cuando fui a la universidad. Un niño que crece en los Estados Unidos, sin documentos, sin poder hablar de cómo había llegado, con ese trauma escondido. De mis 9 a mis 17 años —cuando comencé a escribir— me preguntaba: ¿por qué estoy aquí? Los Estados Unidos que me prometieron no existe. Debería haberme quedado con mi abuelita, mi abuelo, mis tías. Pero todas esas ideas cambiaron cuando comencé a leer la historia latinoamericana, al saber lo que había ocurrido en mi país.
Hablaba de que tenía pesadillas. ¿Cómo eran?
Me despertaba gritando. Sentía que estaba en el bote por el océano, o corriendo para que no me atraparan. He tenido problemas con el alcohol. Al beber también recordaba esas cosas. Todavía sufro de migrañas oculares. Cuando estoy muy estresado, no puedo ver por mi ojo derecho. Claro que ya son más esporádicas. Me pasaba más antes de escribir Solito. Antes eran tres a la semana. Ahora es una cada dos meses.
Solito termina con el encuentro con sus padres, al llegar a Estados Unidos. ¿Cómo fueron los días siguientes?
Precisamente estoy escribiendo mi segundo libro sobre cómo me sentí desde el momento que llegué hasta cuando cursé séptimo grado. Ha sido más difícil que escribir Solito. Mi cerebro se apagó porque ya había pasado lo más intenso. He tenido que entrevistar a mi mamá y a mi papá para que me cuenten cómo era yo en esos días. Lo que sí recuerdo es que justo después de reencontrarme con mis padres, veinticuatro horas después de haber cruzado el desierto, me subí a un avión por primera vez y fue lo más bonito. Estaba en las nubes, literalmente. Aterrizamos y cruzamos el Golden Gate. Hasta ese momento la promesa de los Estados Unidos estaba intacta. Era lo que había visto por la televisión. Al cruzar el puente, fuimos a donde vivían mis padres. No era un área muy bonita. Llegamos a un apartamento con dos recámaras. Ellos vivían en una, dos hombres vivían en la otra. Y alguien más dormía en la sala. Todo mi mundo de naturaleza, de ir al muelle, de vender pupusas con mi abuelita, se hizo más pequeño. Esa es una metáfora de mi vida en los Estados Unidos.
Durante el recorrido usted repetía “no voy a llorar”, “yo soy valiente”. ¿Logró abandonar esa autoexigencia?
Todavía la tengo. Esto no lo hablo en el libro, pero ese sentimiento de ser fuerte lo aprendí cuando se fue mi mamá. A mis 5 años, cuando me dejó, aprendí a no llorar por ella, aunque quería hacerlo. La única representación de masculinidad que tenía era la de mi abuelo, que solo lloraba cuando se emborrachaba y que casi llegó a pegarle a mi abuela. Nunca lo hizo, pero la traumó en otras formas. Ese era el ejemplo que yo tenía. Mi mamá tampoco me dio una gran niñez. Me quería, pero me pegaba mucho. Y cuando me estaba pegando me decía que no llorara. Todo eso, en el libro, se transforma en ese niño que aprendió que un hombre no llora. Yo me enorgullecía al decir que no había llorado por una década. No lo hice hasta que comencé a escribir. Pero solo era cuando me emborrachaba. Estaba replicando a mi abuelo. Me tomó hasta mis 29 años, al llegar a mi decimotercera terapista, aprender a llorar, a sentir.
Dice que no estaría aquí si no fuera por las tres personas que lo ayudaron en el trayecto: Patricia, Carla y El Chino. ¿Dónde estaría? ¿Muerto?
Muerto, sí. Siempre recuerdo ese momento, en el desierto, cuando El Chino se fue. Patricia, Carla y yo nos quedamos solos, aunque solo por un momento. Él se devolvió. Si no lo hubiera hecho, no sé qué le hubiera pasado en esa situación a una mujer con una niña de 12 y un niño de 9.
En el grupo iba Marcelo, un hombre frío, distante. De repente desapareció y siguió solo. A él, precisamente, al inicio del periplo, su abuelo le había pedido que cuidara de usted. Pero no lo hizo...
Creo que yo hubiera hecho lo mismo. Cuando se trata de sobrevivir, casi todo el mundo piensa solo en sí mismo. Porque es necesario. Lo raro es encontrarse con personas como El Chino, que piensan en los demás. Marcelo afectó mi vida posterior. Soy una persona sin mucha empatía —estoy aprendiendo—, y creo que soy así por lo que hizo Marcelo. Él me enseñó a no sentir. Esos personajes son tóxicos, pero uno piensa que son la respuesta. Marcelo me ayudó a esconder. Al escribir este libro, personajes como El Chino me están enseñando a sanar.
A lo largo del camino aparecen personas que muestran lo peor y lo mejor. “Un gringo bueno”, como lo llamaron ustedes, que decide no detenerlos y dejarlos ir de vuelta a México. Una mujer mexicana que los delata ante las autoridades cuando van en un bus...
Esos dos casos son muy interesantes. Nada es bueno o malo del todo. Lo que hizo el gringo de la Border Patrol es algo que ya no se permite, porque pone en riesgo la vida de las personas. Todavía lo hacen, por no manejar. Lo que esa persona no quería era tener que manejar una hora hasta Nogales, así que nos dejó ir. Pero no sabía si íbamos a sobrevivir en las condiciones en las que estábamos. Él dijo: váyanse, a mí no me importa. Lo de la mujer en Oaxaca se explica en el contexto racista que hay en muchas naciones latinoamericanas. En México, como en El Salvador, pretendemos que la gente indígena no existe. O que nosotros mismos no somos indígenas. Entiendo a esa mujer. Me imagino que ha sobrevivido en un México que trata de borrarla. Lo malo fue que, en vez de enojarse con sus opresores, que es el Gobierno mexicano, tomó la ruta más fácil: enojarse con otras personas que son menos que ella. Es algo complejo. Para la literatura está bien no pensar en bueno y malo.
¿Cómo nació su gusto por las letras, por la escritura?
Mi mamá me enseñó a leer y escribir antes de ir a kínder. A los cuatro años comencé a escribir mis primeras cartas, a mi papá, que se había ido a Estados Unidos. Esa fue mi mejor escuela, no solo para la escritura, sino para expresar mis emociones. Aprendí a contarle a mi papá cómo me sentía. Desde entonces la he usado como herramienta para entenderme. Al llegar a Estados Unidos no me gustaba escribir en inglés. No era mi idioma. Así fue hasta mis 17 años, cuando me enseñaron sobre Pablo Neruda. La profesora nos dio un libro que tenía los poemas en inglés y en español. Y ese hecho, que fuera bilingüe, me hizo pensar: está bien que no seas de aquí completamente, también puedes usar el español en tus poemas. De niño había vivido una historia parecida. Mi papá es un gran fan de García Márquez. Su novela favorita es Crónica de una muerte anunciada. La tenía en inglés y en español. Un día, siendo niño, me dijo: léela y traduce. No lo hice en ese momento. Pero esas fueron mis primeras lecciones de escritura en inglés y en español.
¿Su papá y su mamá leyeron el libro? Hace poco contó que no lo habían terminado...
Mi papá, sí. Mi mamá no lo terminó. Ella no quiere leer lo que le conté recién llegado. Al parecer yo no paraba de hablar cuando me recogieron. Ellos no se imaginaban que me hubiera ido por el Pacífico. No se esperaban que hubiera cruzado el desierto, no una, ni dos, sino tres veces. Todo eso los perjudicó. Creo que por eso se divorciaron año y medio después de que llegué. Eso los quebró.
Escribió Solito en inglés y la traducción estuvo a cargo de José García Escobar. ¿Cómo fue ese proceso?
Lo escribí en inglés porque se me hace más fácil. Estoy en este país desde niño, aquí hice mi escuela, tengo una maestría en Inglés. Hubiera querido traducirlo, pero me habría tomado dos o tres años. Por eso contacté a José, que es guatemalteco. Para mí era importante que fuera alguien de Centroamérica. Él es un periodista que viajó con las primeras caravanas, que comenzaron en El Salvador y pasaron por todo México. Así que entiende cómo cambia el lenguaje regionalmente. Hizo un gran trabajo. Solo me tocó mirar el coloquialismo de El Salvador. Un guatemalteco no entiende del todo cómo hablamos los salvadoreños. Por eso mi papá, mi mamá y yo editamos los dos primeros capítulos.
¿Cómo ve El Salvador hoy, con Bukele?
Soy el único en mi familia que puede viajar a El Salvador. Los demás no tienen papeles. Mis abuelos todavía están vivos. Por amor a ellos, no puedo decir más. Pero lo que está ocurriendo todo el mundo lo ve. Es algo que mis padres ya han vivido y es la razón por la que se fueron.
¿Y Estados Unidos con Trump?
En unos pocos meses, quizás semanas, no me voy a sentir tan libre para decir todo lo que acabo de decir. Para alguien con mi estatus —no soy ciudadano— va a ser peligroso.
¿Qué piensa al ver a millones de personas, adultos, niños, que día a día intentan entrar a Estados Unidos en condiciones similares a las suyas?
Yo me he visto en esos niños. La odisea de Elián González, en 1999, hizo que me tragara mi historia. El tratamiento que recibió esa noticia nos dijo a todos nosotros: cállense, porque los van a maltratar. Me pasó también en el 2006 o 2007, cuando comenzó la política de Dreamers. Eso me dijo: si no eres un buen estudiante, no te puedes quedar en este país. Cada vez que veía noticias, había niños como yo. Me veía en esas imágenes. Irónicamente, esa fue la razón por la que me dieron un fellowship en Harvard. Mi proyecto era analizar toda mención en el New York Times, de abril de 2017 a abril de 2018, sobre inmigrantes, refugiados centroamericanos. Me dieron acceso de researcher y leí todas esas noticias. Me perjudicó tanto que nunca hice ese libro. Pero escribí Solito.
¿Qué ha significado para usted y para su familia el éxito de Solito?
No me imaginé lo que ha ocurrido. El libro ya está traducido a once idiomas. Está en chino, húngaro, catalán... Va a salir en árabe. ¡Hasta dónde me ha llevado este niño! La honestidad con la que conté mi historia es algo raro, incluso para mi familia. Tengo familiares que todavía no han llegado a contarse su propio Solito. Por eso viven como viven. Lo que le estoy mostrando a mi familia, y quizás al mundo, es que, al tomarse un tiempo, ir a terapia, meditar, correr —incluso cambiar de dieta, me hice vegano—, al ser honesto con uno mismo, el cambio puede ocurrir. Ahora no soy del todo feliz, pero sí más de lo que era antes de aprender a querer a ese niño de 9 años, a verlo sin vergüenza. La vergüenza de ser inmigrante es algo que todavía, incluso el presidente de Estados Unidos, nos hacen sentir. ¿Pero qué estaba haciendo Trump a los 9 años? Nada. ¿Y yo qué estaba haciendo a mis 9 años? Sobreviviendo. Me convertí en un superhéroe, un superhumano para cruzar una línea invisible. La crucé y sobreviví.