El duelo y el tiempo no lineal: 'El pesar nos convierte en viajeros en el tiempo'

hace 4 horas 11

Estoy en pijama, viendo un documental sobre telescopios espaciales cuando empiezo a pensar en mi madre.

“El hierro de nuestra sangre y el calcio de nuestros huesos se formaron literalmente a partir de una estrella que explotó hace miles de millones de años”, dice la entusiasmada astrofísica del documental.

Una imagen de la nebulosa del Anillo del Sur flota en la pantalla.

“Esta es una estrella moribunda en su último aliento de luz”, explica.

Parece un ojo, un iris, un pezón, un útero, un portal que se abre en el espacio. Miro fijamente la estrella moribunda —dando su último aliento.

Me encontraba con amigos en Nueva York cuando vi por primera vez las resonancias cerebrales de mi madre. Éramos neurocientíficos de poco más de 30 años en la Universidad de Princeton en Nueva Jersey, recién habiendo concluido nuestros doctorados. Unos días antes, mi madre —la politóloga, la litigante— se había despertado junto a mi padre en su casa en Teherán, incapaz de hablar correctamente, aterrorizada.

Sus resonancias cerebrales llegaron la víspera de mi apresurado vuelo a casa en enero del 2016.

Cuando se los mostré a mi amigo James, me dio una mirada de comprensión. Cada uno de nosotros había realizado resonancias a más de 100 cerebros para nuestra investigación de la memoria.

“La embolia está devorando el cerebro de mi madre”, le dije como si él no viera el óvalo oscuro que se apoderaba de su hemisferio derecho, un agujero negro que se tragaba una estrella.

“Toquen sus extremidades y nómbrenlas”, dije en mensaje de texto a mi padre y a mi hermana mientras me preparaba para volar a casa, dejando atrás mi investigación y mi visa de trabajo unidireccional. “Graben sus voces y que las enfermeras las reproduzcan. Quizás sobrevivan algunas conexiones cerebrales”.

Mi madre era una mujer sana de 62 años. Su embolia y consiguiente coma nos arrojaron a un limbo surrealista, a una incredulidad absoluta. Era difícil dormir. Pronto era difícil respirar. Empecé a fumar. Quizás para envenenar el dolor en mis pulmones, quizás para sentir un ápice de decisión.

Mi mente saltaba entre recuerdos pasados y posibilidades futuras. Desde la última vez que hablamos (¿le dije que la amo?) hasta un futuro en el que ella sobrevivía, probablemente paralizada, y yo dejaba mi trabajo para cuidarla. Brinqué a segundo año de primaria cuando me enseñó a notar las raíces de las palabras en tres idiomas. A un futuro donde ella moría en paz. A mi última noche en Teherán en el 2013. A la última foto que le tomé. A un futuro en el que ella nunca despertaba y nosotros nunca dormíamos.

Yo estaba ante todos esos pasados, todos esos futuros. Desvalida.

Antes de la embolia de mi madre, yo creía que el tiempo era lineal, una flecha que se movía en una sola dirección. En mi investigación, abordé la memoria como un tema de observación empírica, una entidad cuantificable. Pero a través de la lente del pesar, la flecha del tiempo se dividió en una constelación de puntos dispersos y en movimiento. El pesar transportó mi mente a pasados en los que mi madre era la estrella alrededor de la cual giraba nuestra familia, y a posibles futuros con o sin ella.

El pesar nos convierte en viajeros en el tiempo.

Un día, en el vestíbulo del hospital con familiares que tenía años de no ver, abrí sus resonancias cerebrales en mi iPad para explicar el alcance del daño. Necesitaba que vieran lo que yo veía.

Mi tía se encogió de hombros y dijo, “Tú tienes tu ciencia y nosotros tenemos fe”. Sentí un repentino calor inundar mi cara. El fuego necesitaba una salida. “¡Estoy perdiendo a mi mamá!”, casi grité. “Y tus oraciones no ayudarán”. Qué tontamente segura de mí misma. La verdad es que en medio de esta devastación, mi ciencia me hacía sentir totalmente impotente, mientras que mi tía aún tenía esperanza.

Al igual que mi padre, quien llevó al extremo mis instrucciones iniciales de hablar con mi madre. Todos los días, después de despertarse a las 5:00 horas, se vestía de traje y se sentaba a su lado, la tomaba de la mano y se mecía hacia adelante y hacia atrás con los ojos cerrados mientras le recordaba quién era ella, le cantaba sus canciones de luna de miel y le decía que ya era hora de que se levantara para disfrutar de su casa de campo en el norte de Irán.

El pesar de mi padre se sentía enorme, de proporciones mitológicas. Me recordaba a Orfeo viajando al inframundo para rescatar a Eurídice de entre los muertos. Envidiaba su proceso. El coma de ella no era una cuestión de ciencia para él. Era un inframundo a donde él llevaba ofrendas diarias —historias que nadie había escuchado en años— con la esperanza de seducir la conciencia de mi madre de vuelta a la superficie. Nunca supe que amaba así a mi madre.

Empecé a sentirme culpable, inadecuada. ¿Por qué no podía compartir la fe de mi familia? Si tuviera un ápice de esperanza, ¿se recuperaría mi madre?

Miré alrededor del departamento de mis padres, sintiéndome como las hileras de libros acumulando polvo: llenos de conocimiento, pero incapaces de cambiar nada. Me enteré de que mi madre tenía diabetes y tomaba remedios a base de hierbas en lugar de los recetados. Me enteré de que había sufrido la embolia un día después de que el club masculino de su empresa intentó expulsarla.

Estaba enojada porque nadie me lo dijo. Estaba enojada porque no estaba lo suficientemente cerca para convencerla de tomar sus medicamentos, porque su trabajo estresante no era compatible con la medicina holística. Y estaba enojada con mi visa científica unidireccional. Fantaseaba con que mi madre despertara, con dejar mi trabajo, con vivir en casa para cuidarla, con abandonar la ciencia en penitencia.

Después de unas semanas en Teherán, ya no podía soportar quedarme en el departamento de mis padres. Era un monumento a la ausencia de mi madre, presente en el tono de las paredes, en cada mueble, en cada carpeta que había colocado debajo de un jarrón.

Me encontré durmiendo en los sofás de artistas en Teherán, fumando, conversando de arte y escritura. El pesar me estaba convirtiendo en alguien nueva. Aprendí a tocar “Metamorfosis” de Philip Glass. Empecé a salir con un pintor. Al cabo de un mes, estaba actuando la vida en mi ciudad natal después de una década en el extranjero. Comencé a actuar la esperanza. Y también comencé a sentirla.

Pero entonces, 43 días después de su embolia, mi madre murió.

Plantamos un árbol encima de su tumba. Me estaba desmoronando. Mis amigas me llevaron a los bosques de Gilan junto al Mar Caspio. Cuando estábamos en lo profundo de los árboles cubiertos de musgo, rodeadas por un mar de vegetación, sentí la vida como nunca antes la había sentido: contundente, vasta, radiante, extendiéndose hacia mí. Estaba cara a cara con todo un ecosistema y estaba hermanada con él. Sentí a mi madre en ese verdor, segura entre sus cuidados y de ser abrazada por mis antepasados.

En primavera, tres meses y medio después de ver esas resonancias, finalmente obtuve una visa para regresar a Princeton. Volví a ser una científica, pero una que se hace amiga de los árboles y se recrea en la poesía como si fuera un medicamento recetado. Compré un piano y toqué “Metamorphosis”, reconfortada por sus repeticiones y cambios graduales.

Me siento más cercana a mi madre desde que murió. Ya sin la carga de la distancia ni de las heridas del pasado, me reúno con ella en sueños. “¿Sientes que está en un buen lugar en esos sueños?”, me preguntó mi padre una vez. Asentí. “Sí, creo que lo está”, dijo. “Y creo que tiene amigas, como cuando estaba viva”.

Regreso el documental del telescopio hasta que veo tres enormes columnas de gas y polvo, Los Pilares de la Creación.

“Estamos hechos del mismo material”, afirma la astrofísica. Hierro nuevo para sangre nueva, calcio nuevo para huesos nuevos. Nuevas materializaciones de deseo puro, dando a luz a todas las criaturas, tan hambrientas como la vida nueva.

No lloré la pérdida de mi madre una sola vez. El pesar no tiene fin. Es una máquina del tiempo, una fuerza de cambio, una nueva historia de origen.

¿Es aquí donde empiezo?

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