El día antes de la tragedia de la mañana del sábado 7 de octubre cuando comandos de Hamás, la organización política en control de la franja de Gaza, entraron en Israel y asesinaron a más de 1.200 personas y secuestraron a otras 251, ya Israel vivía otra tragedia. El país estaba a las puertas del desmoronamiento de las bases de la democracia liberal sobre las cuales se predicaba la construcción de su sistema legal y político. A este punto había llegado el país tras un pacto sin precedentes entre Benjamín Netanyahu, un astuto político sindicado de corrupción, y el ultranacionalismo israelita. La ultraderecha garantizó la supervivencia política de Netanyahu, y a cambio, recibió de él, el poder para hacer de su ideología marginal, una política de gobierno.
Conforme a los criterios de
La conquista del gobierno por parte de la ultraderecha, a través de su alianza con Netanyahu fue el producto de una coyuntura política, pero la ascendencia del movimiento ultranacionalista data de vieja data y está ligada a la polémica sobre los límites de la soberanía del estado de Israel. Es decir, es una discusión sobre qué población y qué territorio deben cobijar las leyes y el poder de este estado. Una pregunta compleja que se remonta a las primeras migraciones impulsadas por el movimiento sionista desde finales del siglo XIX, cuyo objetivo era crear un estado moderno para los judíos en Eretz Israel.
Había razones filosóficas y prácticas para no quedarse con la totalidad de estos territorios. Conservar los territorios obtenidos en la guerra implicaría desequilibrar la balanza demográfica.
Los límites a la soberanía siempre fueron materia de controversia, pero cobraron inusitada importancia hace casi sesenta años tras la guerra de junio del 67. Tras la derrota de los ejércitos árabes, Israel despertó con el triple de su territorio, y más de un millón de personas más bajo su control. Esta fue una derrota sin precedentes que redibujaba el hasta entonces mapa de la región. Egipto perdió la península del Sinaí y la franja de Gaza, Siria las alturas del Golán, y Jordania su control sobre Cisjordania y la parte oriental de la ciudad de Jerusalén. ¿Qué debería hacer Israel con estos nuevos territorios y poblaciones bajo su control militar?
Era el inicio de una gran controversia interna. El gobierno, que desde la creación del estado de Israel en 1948, había estado bajo el control de partidos de centro izquierda, era en general partidario de devolver parte de los territorios a sus vecinos árabes derrotados a cambio del reconocimiento y la paz con Israel. Había razones filosóficas y prácticas para no quedarse con la totalidad de estos territorios. Conservar los territorios obtenidos en la guerra implicaría desequilibrar la balanza demográfica. Los judíos podrían terminar siendo la minoría del estado de Israel lo que implicaba un riesgo existencial a largo plazo. A esto se sumaban quienes se preguntaban por los derechos cívicos y políticos de la población de los territorios, ¿tendrían los árabes los mismos derechos que los ciudadanos israelíes? Si la respuesta era que si, equivaldría a tenerlos como ciudadanos de pleno derecho con la posibilidad de formar partidos políticos, si la respuesta era negativa, ¿cómo podía Israel seguir siendo una democracia liberal?
Los partidos de oposición al gobierno controvertían estas ideas. Israel había ganado una guerra que le habían impuesto y en principio no tenía por qué devolver ninguno de los territorios capturados. Un sector de esta oposición añadía una razón histórica: Lo que en realidad había pasado con la guerra era la liberación de parte de la antigua tierra ancestral judía, en especial los territorios bíblicos de Judea y Samaria, como desde entonces pasaron a llamar a la Cisjordania. Estos territorios irredentos estaban de nuevo bajo la soberanía del pueblo judío y no podían devolverse bajo ningún motivo. Los territorios conquistados deberían en consecuencia administrarse y poblarse por colonos judíos cuyos asentamientos eventualmente serían oficialmente anexados al estado de Israel. Esta oposición, que era la minoría en 1967, logró derrotar al gobierno diez años después de la guerra. Menachem Begin, líder del partido Likud y nuevo primer ministro, reivindicaba el derecho histórico del pueblo judío a la tierra conquistada, argumentando que aquella le pertenecía ‘por derecho propio, al pueblo judío.’
A la oposición, que a partir de 1977 era gobierno, la acompañaba un sector ultranacionalista religioso. Gush Emunim, el grupo de los fieles, alegaba que anexar los territorios de Judea y Samaria era parte de un plan divino, comenzado desde los albores del movimiento sionista, con miras a preparar la llegada del Mesías y la salvación universal. Entregar la tierra de Israel no sólo era una mala decisión estratégica, sino que lo prohibía la ley divina, y era un atentado contra el ethos espiritual de la nación.
Si el Likud era fiel a sus promesas, tenía a partir de ahora un aliado seguro en el movimiento ultranacionalista judío. Sin embargo, un año después de llegar al poder, Begin se enfrentaba a su primera encrucijada política: devolver el Sinaí a cambio del reconocimiento y la paz con Egipto, el más grande de los estados árabes. A partir de los acuerdos de Camp David en 1978, el Sinaí fue devuelto a Egipto, a cambio de la paz con este país, y sus catorce asentamientos judíos desmantelados completamente cuatro años después a pesar de las protestas de los colonos enfurecidos por la traición. Begin les compensó con creces.
El gobierno estaba empeñado en garantizar que ‘Eretz Israel,’ el gran Israel, llegara a ser una realidad. Esto se traducía en un plan de expansión de los asentamientos que implicaba el despojo de tierras palestinas y la administración de aproximadamente un millón de personas una labor supervisada por el ministro de Agricultura, Ariel Sharon, apodado la retroexcavadora. A mediados de los años ochenta en Cisjordania vivían ya 63.000 judíos repartidos entre 125 asentamientos, poblados urbanos y comunidades agrícolas, mientras que en Gaza vivían alrededor de 2.500 repartidos en 18 colonias. En Jerusalén oriental, anexada oficialmente al estado de Israel, los barrios judíos que la circundaban y separaban del resto de Cisjordania ya comenzaban a cumplir dos décadas de haberse construido.
¿Qué tan seguro estaba realmente Israel reteniendo estos territorios contra su voluntad? ¿no era mejor para todos reconocerles su independencia? Más aún, la violencia empleada por el ejército contra los jóvenes que protestaban reñía con su convicción de que Israel era una democracia donde se respetaban los derechos humanos. ¿Cómo habían llegado a esta situación? se preguntaban.
La población palestina rechazaba verse como un conjunto amorfo de desplazados y refugiado. A raíz de la ocupación, exigieron no sólo ser reconocidos como un colectivo nacional, sino que asumieron su propia lucha política. Durante estos años, Cisjordania y la franja de Gaza se volvieron terreno abonado para todo tipo de movimientos e ideologías que buscaban movilizar y aglutinar a la población. Veinte años después de la guerra del 67, una juventud nacida en la ocupación, pero libre del recuerdo de las derrotas sufridas en las guerras anteriores, explotó en un alzamiento colectivo, Intifada, sin precedentes que hizo volver los ojos de la comunidad internacional, y de los ciudadanos israelitas desconectados a lo que estaba pasando a diario en los territorios ocupados. La Intifada fue una explosión social de jóvenes sin nada que perder, y de sus padres que lo habían perdido todo.
Para los años ochenta, muchos israelitas, independiente de su posición política, habían normalizado la existencia de Cisjordania y Gaza como territorios que de alguna manera hacían parte de Israel: usaban la misma moneda, visitaban sus restaurantes, hacían turismo en sus ciudades, llevaban sus carros a reparar a los talleres de Gaza. La Intifada cambió todo esto. Estos territorios volvieron a ser ajenos, lejanos, habitados por un pueblo que no hablaba su idioma, y que reclamaba su independencia. Muchos israelitas comenzaron a cuestionar viejas verdades: ¿Qué tan seguro estaba realmente Israel reteniendo estos territorios contra su voluntad? ¿no era mejor para todos reconocerles su independencia? Más aún, la violencia empleada por el ejército contra los jóvenes que protestaban reñía con su convicción de que Israel era una democracia donde se respetaban los derechos humanos. ¿Cómo habían llegado a esta situación? se preguntaban.
La respuesta que los ultra nacionalistas daban a estas preguntas era contundente. Tal como lo predicaba uno de sus más vehementes líderes, el rabino Meir Kahane, los árabes de estos territorios, no eran una nación, sino un conglomerado de refugiados. Si estas poblaciones no aceptaban la presencia judía en la tierra que Dios les había dado, lo que había que hacer era transferir la población, es decir expulsarlos de Israel. Mientras tanto, había que acelerar los ‘hechos sobre el terreno.’ La realidad debería desbordar cualquier posibilidad de acuerdo. En 1991, los hechos hablaban por si solos: 112,000 judíos, distribuidos en 157 asentamientos, habían hecho de Cisjordania y Gaza su lugar de residencia.
Acuerdos de Oslo
El cambio que tanto temían los ultra nacionalistas vino efectivamente en 1992 con la elección de Yitzhak Rabin como primer ministro. Rabin llegaba con un claro mandato por la paz, que comenzaba con una orden inmediata de congelar la construcción de nuevos asentamientos. Un año más tarde Israel y la Organización para la Liberación de Palestina, OLP, comandada por Yassir Arafat firmaban en la Casa Blanca una Declaración de Principios tras meses de negociaciones secretas en Oslo, Noruega.
Fueron días de esperanza. El mutuo reconocimiento había llevado al diálogo, y este a la paz entre palestinos e israelitas. Había una hoja de ruta que progresivamente entregaría autoridad y competencias a la Autoridad Palestina lo que eventualmente llevaría a la creación de un estado palestino viviendo lado a lado del estado de Israel. Se había logrado un acuerdo a pesar de los muchos obstáculos y de sus enemigos jurados a ambos lados del espectro ideológico: Hamas, la Jihad Islámica, y la ultra derecha Israelita que comenzaron su accionar para destruir los acuerdos.
Implementar los acuerdos fue una tarea imposible. En el partido Likud, un joven político, Benjamín Netanyahu, comenzaba su carrera denunciando los acuerdos, y acusando la duplicidad de la Autoridad Palestina frente al accionar terrorista en contra de Israel. Netanyahu no se percataba de que en Cisjordania los colonos judíos actuaban impunemente y, en muchos casos, con la complicidad de unidades del ejército. Uno de ellos, Baruch Goldstein, en febrero de 1994, abrió fuego contra un grupo de palestinos que rezaban en la mezquita de Hebrón matando a 29 personas e hiriendo a 150 antes de ser dado de baja. El ataque, que conmovió a la sociedad israelí, fue condenado por el primer ministro Rabin quien furioso increpó a los colonos que celebraban la masacre gritándoles que ellos eran: ‘la lacra del sionismo y una vergüenza para el judaísmo.’ Palabras que caían en los oídos sordos de los colonos que enterraron a Goldstein a las afueras de Hebrón e hicieron de su tumba un lugar de peregrinaje pues allí reposaba un hombre ‘con el corazón puro, y las manos limpias.’ Entre ellos, había un adolescente desconocido llamado Itamar Ben’Gvir quien comenzaba un apostolado de odio imbuido por el programa de expulsión predicado en los años ochenta por Meir Kahane.
Los acuerdos de Oslo estaban heridos de muerte. Con la bendición de rabinos que predicaban la legitimidad de la pena de muerte para aquellos que vendían la tierra de Israel, la ultra derecha se lanzó de frente en contra de Rabin. El 4 de noviembre de 1995, Yigal Amir, uno de sus seguidores asesinó al primer ministro mientras este asistía a un rally por la paz en Tel Aviv. Mientras tanto, la Jihad Islámica y Hamas, desplegaron su poder lanzando al interior de Israel ataques suicidas que sacudieron las principales ciudades.
En respuesta a los atentados terroristas, un nuevo alzamiento en Cisjordania y Gaza, y la imposibilidad de implementar los acuerdos de Oslo, el péndulo político se movió decididamente a favor de la derecha en Israel. En 2001, Ariel Sharon, un político reconocido por su amplia trayectoria en defensa de los asentamientos y la mano dura con los palestinos fue elegido primer ministro. Sharon tenía tanto de ideólogo, como de pragmático. Con el pasar de los años había llegado a la conclusión de que no iba a ser posible un acuerdo con los palestinos y que la solución a este problema no llegaría ni a través de una negociación, ni de la anexión de Cisjordania y Gaza, la cual degeneraría en un problema demográfico inmanejable a futuro.
Hamas supo leer que pasaba en Israel internamente y entendió la urgencia de demostrarle al mundo que el problema palestino todavía era relevante. Luego llegó el 7 de octubre.
Sharon estaba convencido de que la única solución era separar a Israel y Palestina política y físicamente. Es decir, abandonar el proceso de paz, y construir una barrera física que aislara a Israel de los palestinos. Los asentamientos que se pudieran incluir en Cisjordania se anexarían a Israel, el resto había que entregarlos. En Gaza, Sharon ordenó el retiro de todos los asentamientos, consistentes en 8000 colonos judíos que vivían entre 1.3 millones de palestinos, y abandonó el territorio. En Cisjordania, cuatro asentamientos fueron también desmantelados y más estaban programados, pero Sharon sufrió un derrame cerebral y entró en coma por ocho años antes de su muerte en 2014. Los colonos vieron su enfermedad como un castigo divino, su otrora defensor había entregado la tierra de Israel, los había traicionado.
La derecha había vuelto a burlar el ideario ultranacionalista. Para entonces, una nueva generación comenzó a prepararse para pasar del activismo en los territorios a la política nacional. Nombres, que sólo ayer figuraban como vándalos ultra en los prontuarios judiciales como Itamar Ben-Gvir, del partido Otzma Yehudit, el Poder Judío, y Bezalel Smotrich del Partido Nacional Religioso, pusieron su mira en llegar al poder, arrebatándole a la derecha una buena parte de su electorado. Durante años construyeron sus carreras ayudados por su capacidad para manejar los medios de comunicación y las redes sociales. Aprendieron a adaptar su vocabulario para que no generara un rechazo inmediato del electorado, o cruzara prohibiciones legales: en sus manifestaciones se cambiaron, por ejemplo, los slogans de ‘muerte a los árabes,’ por los de ‘muerte a los terroristas.’ El ultranacionalismo tenía que llegar al poder para capturar de una vez por todas las instituciones de la democracia liberal, y rediseñarlas a su favor.
Los ultranacionalistas judíos la tenían difícil. La derecha, liderada por Benjamín Netanyahu, había dominado, con pocas interrupciones, la política israelí desde el 2009. Netanyahu, mantuvo a los ultranacionalistas a distancia. No los necesitaba políticamente y era legendario su rechazo a sentarse con ellos en el mismo evento. Sin embargo, para el 2019, la buena fortuna que había acompañado a Netanyahu se estaba acabando. El primer ministro fue acusado de recibir sobornos de diferentes empresarios a cambio de favores políticos, le habían abierto un expediente criminal.
Netanyahu comenzó a ver disminuidos sus apoyos. En junio de 2021, la oposición logró formar una coalición para obligarlo a dejar el poder tras doce años de gobierno. Al año siguiente, en noviembre de 2022, ante un nuevo llamado a elecciones, Netanyahu sorprendió a todos presentándose en alianza con los ultranacionalistas judíos representados por Itamar Ben-Gvir, y Bezalel Smotrich. Al convertirse en exitosos electores en las elecciones de noviembre, la ultraderecha le dio su apoyo a Netanyahu y con sus votos le permitió ser de nuevo primer ministro.
Netanyahu volvía al poder, en una relación de mutuo beneficio con el ultranacionalismo judío. Sin ellos, Netanyahu no podía en el poder, sin él, los ultranacionalistas no podían desplegar su agenda. Itamar Ben-Gvir ministro de seguridad nacional, y Smotrich, ministro de finanzas. Los colonos en los asentamientos de los territorios ocupados contaban ahora con poderosos aliados al interior del gobierno. Mientras tanto, Netanyahu se ocupaba de lo suyo y presentaba una reforma judicial para limitar el poder de los jueces a revisar decisiones del ejecutivo y anular leyes parlamentarias declaradas como ‘irrazonables.’ Quería además abrir las puertas para injerir en la elección de jueces y magistrados a la Corte Suprema, y debilitar el poder del fiscal general. Todo mientras lograba aprobar una ley a su medida en la que sólo una mayoría calificada pudiera declarar al primer ministro indigno de su cargo. Enfurecidos e impotentes, ante el desmoronamiento de las barreras de la democracia liberal contra el autoritarismo, millones de personas se manifestaban en las calles de Israel en contra de las intenciones del nuevo gobierno durante el verano de 2023.
Netanyahu aparecía imperturbable, el gobierno seguía su curso. En su discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 22 de septiembre del año pasado, el primer ministro presentaba un optimista panorama que incluía un inminente tratado de paz con Arabia Saudita, similar al firmado con otros países de la región dos años antes. La paz con sus vecinos, concluía, ya no pasaba más por solucionar el problema palestino como se creyó por tantos años. En su lógica, el problema palestino se había vuelto irrelevante, y la anexión de los territorios ocupados un hecho. Si los palestinos querían la paz, advertía el primer ministro, deberían aceptar la soberanía total y absoluta de Israel sobre los territorios conquistados en 1967. Seguro de lo que vendría en las próximas semanas, Netanyahu concluía que ‘para que prevaleciera la paz, los palestinos deberían poner fin al vómito de odio a los judíos y reconciliarse de una vez por todas con el estado de Israel. Digo, no sólo con la existencia de un estado judío, sino con el derecho del pueblo judío a tener un estado propio en su tierra ancestral, la tierra de Israel.’
Hamás supo leer que pasaba en Israel internamente y entendió la urgencia de demostrarle al mundo que el problema palestino todavía era relevante. Luego llegó el 7 de octubre.
FEDERIVO VÉLEZ Ph.D.
PROFESOR DE RELACIONES INTERNACIONALES E HISTORIA
AMERICAN UNIVERSITY OF KUWAIT