El creador de Hilos Mágicos celebra los 50 años de su compañía, que es un monumento vivo para varias generaciones de niños que crecieron con sus historias. Ha contado el país con la voz de sus personajes, ha recuperado leyendas y mitos colombianos, les ha dado una vuelta de tuerca a los cuentos clásicos e incluso ha logrado sacar sonrisas en zonas de conflicto. Esta es la historia de Ciro Gómez, un ingeniero químico de la Universidad Nacional que dejó las probetas para crear más de mil personajes y es una de las estrellas del Festival de Artes Vivas de Bogotá. Esta es su entrevista en Revista BOCAS.
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“Si me da alzhéimer, morirían casi mil personajes”, dice con gracia el maestro Ciro Gómez, un hombre no muy alto, de pelo cano y con gafas redondas, mientras desenfunda delicadamente de los plásticos a una de sus marionetas. La pone en el piso, le tiempla los hilos y con voz de títere repite su diálogo y movimientos. Hace lo mismo con otros diez muñecos, mostrando a cada uno con más emoción que el anterior. Es quizá la colección de títeres más importante del país. Una futura reliquia de un proyecto artístico que este año cumple medio siglo.
Hilos Mágicos, su compañía teatral, fue fundada en el año 74 para darles un hogar permanente a los títeres y hacer escuela en un arte que era inexplorado en Colombia. Al sol de hoy han pasado por sus tablas más de 200 titiriteros, quienes a su vez han creado sus propios grupos; fue el punto cero de la propagación del virus, “por fortuna incurable”, del teatro de marionetas.
Gómez estudió química en la Universidad Nacional y se graduó con honores con la tesis Determinación experimental de coeficientes de actividad química aplicado en reactores continuos. Y ese paso académico por las ciencias exactas, en el momento de mover los hilos de sus marionetas le dio el método exacto para crear un compendio de obras, libros y técnicas para contar con objetos animados historias latinoamericanas: cuentos y fábulas, mitos y leyendas prehispánicas. Recorrió de la mano con sus marionetas más de 30 países. Se presentó con conjuntos vallenatos de títeres y obras de variedades en los teatros europeos, de Centroamérica y las islas caribeñas. Acumuló más de cuarenta reconocimientos y premios nacionales e internacionales, pero también llegó a pueblos apartados de Colombia, como Granada, Antioquia, donde puso a actuar a sus muñecos en el teatro de las monjas, el único que había, llevando un mensaje de paz en plena época del conflicto.
A su primera obra de marionetas fue casi obligado, por pena de rechazar la invitación de su profesor de teatro. Allí conoció a un personaje llamado Alegría y fue amor a primera vista. No tenía en sus planes dedicarse a los títeres, pero quedó cautivado con este arte que logra que sus personajes lleven a cabo acciones que para los actores humanos son limitadas: volar, dividirse en partes, volverse a juntar. Usó las tablas de su cama para hacer sus primeros peleles y no hubo vuelta atrás.
Hoy se enfrenta a un mundo en el que las artes vivas parecen perder terreno. Los niños, el principal público de los títeres, nacen con un celular en la mano. Y trata de mantener su interés con obras clásicas adaptadas al contexto actual, como Los tres cerditos desplazados o La gallina de los huevos de oro arribista.
En una casa en Quinta Camacho, Bogotá, Ciro Gómez guarda los más de mil títeres que lo han acompañado en su carrera. También tiene un teatro con capacidad para 150 personas donde semanalmente presenta una nutrida programación con obras para niños y adultos, y que ha logrado llenar a veces con una fila que da la vuelta a la manzana. No es famoso, porque el protagonismo se lo han robado los personajes que ha interpretado. Y busca mantenerse así, vestido de negro, moviendo hilos y tocando fibras para que su arte no quede jamás en las sombras.
Usted ha dicho que son las marionetas quienes le han dado vida a usted y no al revés, ¿por qué?
Porque durante mis casi 70 años he estado acompañado por los títeres y ellos me han cargado de energía. Son mis manos y mi voz los que les dan animación, pero igualmente ellos me retornan vida. Son miles de anécdotas. Ha sido un trabajo muy gratificante; el títere no sólo permite la expresión de ideas, emociones y sensaciones, sino crear un ambiente de catarsis colectiva. Alguna vez, a finales de los años 90, estuvimos en Granada, Antioquia, en una época en la que el conflicto armado estaba muy fuerte. Fuimos con una obra de títeres y la gente nos decía: “no va a ir nadie a esa función”. Las prioridades eran otras, la gente vivía con miedo. El único teatro que estaba disponible era el de las monjas, allí la hicimos, y para nuestra sorpresa, lo llenamos. Pero no solo eso. La gente se emocionó tanto que al final nos agradecían porque volvieron a hablarse entre ellos. Los vecinos no se saludaban, por el conflicto había mucha desconfianza, y gracias a esa obra recuperaron su comunidad. Los títeres le dan vida no solo a quien los manipula, sino a cualquiera que interactúa con ellos.
Alegría era el nombre de la primera marioneta que vio, ¿recuerda ese momento?
¡Uy, estás bien documentada!, ¿no? (risas). Nosotros hacíamos teatro inicialmente. Montábamos obras de Antón Chéjov, de Ionesco, hasta las comedias ligeras de Alfonso Paso y farsas que nosotros mismos escribíamos. Una vez nos ganamos un festival intercolegiado –yo estaba estudiando en el colegio Externado Camilo Torres– y el Ministerio de Educación nos dio como premio la asignación de un director de teatro, el maestro Luis Álvaro Moya. Él nos enseñó el Método Stanislavski, la creación del personaje y otros fundamentos que desarrollamos en la práctica y en la escuela de teatro. Un día nos invitó a una de sus funciones de marionetas y nosotros fuimos por solidaridad con él (risas). Pensábamos: ‘¿marionetas? No, eso debe ser una de esas obras que ponen a los niños a gritar, qué pereza. Pero, bueno, toca ir’. Ahí conocí a Alegría, un personaje que volaba, hacía piruetas, se dividía en partes, se volvía a juntar y otras cosas que los actores humanos no podíamos hacer. Quedé emocionadísimo y le pedimos a Luis Álvaro que nos diera un taller de marionetas. Después de ese taller hicimos la primera obra, que fue Las convulsiones de Luis Vargas Tejada, era en verso y hacía una crítica social. La presentamos en todos los colegios, de norte a sur de Bogotá. Pero Alegría fue la marioneta que me cautivó y me introdujo a este mundo titiritero. Yo digo que las marionetas son una enfermedad, por fortuna incurable, que se transmite por contagio. Y el bichito me picó en esa obra.
Su mamá era modista y fabricó los telones y los primeros vestidos de sus marionetas, ¿cuál fue su papel en su carrera artística?
Ella tenía un taller de novias, también pintaba y escribía. En mis inicios como titiritero, ella se dio cuenta de que estaban desapareciendo las tablas de mi cama. El colchón se veía todo ondulado. Y me preguntó: “¿qué está pasando? ¿Dónde están las tablas de su cama?” Y le dije: “mire, están aquí”, mostrándole las marionetas que había construido con ellas. En ese momento me dijo: “bueno, primero vamos a reponer las tablas de la cama, y luego de eso, lo ayudo en lo que necesite”. Ella fue mi primera cómplice en esta idea de hacer títeres. Me ayudaba a pintar las escenografías de las primeras obras y confeccionaba los vestuarios de los títeres de esa primera etapa de los años 70 y 80. Fue mi gran aliada.
¿Qué lo enamoró del mundo titiritero?
Por una parte, que los títeres podían ejecutar acciones que los humanos no, lo que nos abría todo un abanico de expresiones para desarrollar en las obras. Además, los títeres tienen muchas técnicas. Hemos investigado más de 40. Comenzamos con las marionetas, pero luego hicimos teatro de sombras, teatro negro, títeres de varilla, de guante, de dedal, en fin, muchas técnicas de muñecos animados que me abrieron un panorama inexplorado en el que empecé a desarrollar las obras. Fue una conquista teatral que me cautivó. Es emocionante porque también es la sinergia de todas las artes: las plásticas, la literatura, el teatro, la danza. El títere es el arte integral y después de entrar en esto no hay vuelta atrás.
Además del maestro Moya, ¿a quiénes considera sus mentores?
En 1985 me dieron una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana y fui a estudiar a Sevilla, España. Allá tuve maestros como Albrecht Roser, el marionetista alemán más famoso, y el polaco Henryk Jurkowski; con él aprendí sobre la historia de los títeres en el mundo y sobre las nuevas tendencias del teatro de objetos.
¿Qué tal fue estudiar marionetas en España?
En Europa había muchos más recursos. Había –y hay– teatros muy grandes de marionetas. Conocí el Teatro de Marionetas de Salzburgo, en donde hay representaciones de las óperas de Mozart. Hablo de Europa en general y no solo de España, porque durante la beca recorrí 14 países conociendo y haciendo representaciones en diferentes lugares. Me presentaba en uno y me invitaban a otro, a otro y a otro. Yo anduve con mi maletica y mis títeres durante meses. Allí me di cuenta de que están muy avanzados en cuanto a lo técnico. Las figuras tienen una animación impecable, los movimientos son precisos, han estudiado toda la parte mecánica… la ingeniería de las marionetas es prácticamente perfecta.
Y haciendo una comparación con lo que había vivido en Colombia, ¿cómo se sintió?
Yo seguía extrañando el calor humano de aquí. En Europa, por ser espectáculos excesivamente técnicos, tienden a ser fríos. Aquí en América Latina el títere es más festivo, hay encantamientos, personajes fantásticos de otro tipo, lo que hace que las obras tengan mucho impacto e identidad. Aquí encontramos expresiones directas, donde el público interviene. Los niños son desbordantes, prácticamente quieren meterse en la obra. Allá el público es observador, distante, respetuoso. Los niños en España, por ejemplo, han tenido la oportunidad de asistir a diferentes obras porque allá el fomento es mayor y, por decirlo de alguna manera, están más educados para el teatro. Esa es la gran diferencia.
Usted ha recorrido con sus obras más de 30 países, ¿cómo ha hecho la adaptación idiomática?
Cuando vamos a países de habla inglesa llevamos un espectáculo de variedades. Las marionetas tienen esa particularidad de hacer no solo obras teatrales, con sentido argumental, sino que el teatro de variedades les permite a los títeres hacer otro tipo de intervenciones, en las que la comunicación es gestual, musical y de lenguaje no verbal. En Jamaica, por ejemplo, llevamos un conjunto vallenato de marionetas.
Desde niño tuvo talento para las manualidades y el dibujo, ¿para qué otras tareas utiliza las habilidades que ha desarrollado con las manos?
El títere conjuga todo. En la escultura, uno desarrolla habilidades para el tallado y modelado de las figuras. Pero alterno a este arte, cuando estaba estudiando en el colegio San Bartolomé tuvimos un profesor, Julio Gutiérrez, de la Filarmónica de Bogotá, que me enseñó a tocar bandola, tiple, guitarra y piano. La música también me cautivaba.
También se graduó con honores como ingeniero químico, ¿ha utilizado esta profesión en su arte?
Hay muchas sustancias que uso para los humos escénicos y para las proyecciones del teatro de sombras, con químicos que se mezclan para las composiciones visuales. Pero yo siento que el principal aporte de la ingeniería fue el método. Aprender a diseñar proyectos. Durante una época ganaba todas las convocatorias públicas a las que aplicaba porque incluía el diseño metodológico que aprendí en la universidad. Los proyectos estaban bien presentados y tenían un presupuesto muy definido. La carrera me ayudó a tener una buena planeación.
Le ha dado vida a más de mil personajes, ¿cómo es el proceso de creación con cada uno de ellos?
Los personajes surgen en alguna historia o por alguna motivación que tenga. Por ejemplo, ahora estoy en el montaje de Romeo y Julieta, el peligroso juego del amor, que inicialmente fue una novela del italiano Matteo Bandello y que Shakespeare utilizó para reescribirla como dramaturgo. Me encontré con esta novela y se me ocurrió hacer una farsa en títeres. La escribí y surgieron varios personajes, producto de una investigación rigurosa sobre el vestuario, el lenguaje y la apariencia. Son más de 20 muñecos. En mi casa tengo toda esta colección de marionetas en proceso. El personaje titiritero surge así, de una novela, de una canción, de una pintura o incluso del mismo material. Cuando uno está jugando con los materiales en el taller a veces aparecen personajes que no estaban planeados.
Usted fue pionero en la adaptación de cuentos latinoamericanos, fábulas, mitos y leyendas prehispánicas, en títeres, ¿por qué le apostó a este tipo de relatos?
Fue redescubrir la fantasía de este lado. Nos dimos cuenta de que no solo estaban los cuentos tradicionales de Caperucita Roja o La gallina de los huevos de oro, que hacíamos en un inicio, sino que había otras historias que les transmitían a los niños nuestra identidad. Un día estábamos aquí en el teatro y, como a una cuadra queda el Parlamento Andino, pasó el delegado del Perú, Alberto Valdivia Portugal, y nos regaló una serie de mitos incaicos que había escrito para niños, El libro de las Revelaciones Indoamericanas. Se sentó conmigo a hacer la adaptación a los títeres y de ahí salió Antarqui, el hombre que podía volar. Esa obra me dio muchas satisfacciones, entre esas el Premio Nacional a Dirección Escénica, del Ministerio de Cultura, en el 2012, algo inédito para un titiritero. Fue una experiencia muy interesante, pues encontramos en los mitos indígenas un filo de historias inexploradas en este arte. Ya lo había hecho antes con Goranchacha, el cacique esmeralda y, en el 99, con El gran titiritero, con títeres de sombras, producto de una investigación que fui a hacer a México de los códigos mayas y tlaxcaltecas.
¿El público infantil hoy, tan digitalizado, sí se interesa por este tipo de espectáculos?
El títere es un arte vivo y esa experiencia es irremplazable. Tú puedes repetir una función, pero ninguna va a ser igual que la otra. Cuando se abre el telón, la obra se desarrolla en conjunto con el público presente. El teatro no se puede replicar. Y ese evento único queda grabado en la mente de los niños para siempre. Te cuento una anécdota. En los años 80, nosotros estrenamos la obra de El tesoro del Dorado y una señora llevó a su hijo a la función. El niño participó en la obra e interactuó con los títeres, como es costumbre en el espectáculo. Pero al final la señora se subió a hablar con nosotros, nos agradeció, nos abrazó y nos contó que su hijo tenía problemas de comunicación y no hablaba con nadie. La señora estaba fascinada y lo llevó a todas las funciones. Abríamos la taquilla y ya sabíamos que teníamos por lo menos a un espectador, ese niño que nunca faltaba. Fue como una terapia para él. Treinta años después hicimos una perspectiva de las obras de Hilos Mágicos y llegó una señora preguntando por mí. Me dijo: ¿usted se acuerda de Felipe? Yo, ni idea, imagínese, tantos niños. Me recordó: sí, Felipe, el niño de El tesoro del Dorado que nunca faltaba. En ese momento entré en razón y me lo presentó de nuevo. Ya era un señor de casi dos metros de alto y traía de su mano a su hija porque quería que ella viera la obra que a él lo había marcado. Eso es un elemento importantísimo de las artes vivas. Por ningún medio digital, ni tecnológico se pueden replicar y por eso mismo tampoco van a desaparecer.
¿Pero ha disminuido la asistencia?
Tenemos un público constante, que es el público de teatro. Los festivales tienen buena acogida, pero siempre son mediados por la divulgación a través de los medios de comunicación. En el Festival de Teatro y Circo, hace poco, la fila para ver nuestras obras le daba la vuelta a la manzana. Pero si el público no sabe que se va a presentar un espectáculo, nadie va a ir. Hay barreras en la comunicación y barreras económicas. Por eso también hemos hecho alianzas para presentarnos a espectadores que no tienen los medios para pagar una boleta. Trajimos este año a los niños de los Centros Amar, cuya boleta era un dibujo. No nos gusta ese concepto de la gratuidad, es maleducarlos haciéndoles entender que el arte no vale. Con este tipo de acciones formamos conciencia y creamos un sentido de responsabilidad frente a la conservación y el fomento, que no es solo nuestra, ni del Estado, sino del público.
¿Es posible adaptar la tecnología a este arte? Hacer obras de teatro con muñecos autómatas, por ejemplo.
Sí, claro. En una de esas cuarenta categorías técnicas de los títeres están los animatrónicos. En estos la animación ya no se da directamente, a través de una varilla o de hilos, sino mediante una proyección con ondas electromagnéticas. El titiritero está en un costado del escenario, con unos sensores, moviéndose, y en el escenario aparece una figura holográfica repitiendo sus acciones. Una compañía inglesa hace poco montó una obra de Shakespeare, La tempestad, en la que la aparición del fantasma, uno de los personajes, se hace utilizando esta técnica.
Los títeres suelen ser un arte infantilizado, ¿cómo romper con este estigma?
Eso tiene que ver con el pensamiento animista de los niños. Ellos juegan con su imaginación y no diferencian la realidad de la fantasía, lo que hace que las obras de títeres para ellos sean algo mágico. Pero el títere no nace como un espectáculo infantil, nace como parte de los rituales de las culturas primigenias y tiene un sentido espiritual. Por eso también hemos hecho obras para adultos. La última se llama Espejismos sobre el asfalto, que trata sobre la violencia en Bogotá, donde hacemos animación con hilos de elementos que han sido arrojados como basura a las calles. Y, no creas, hemos visto un aumento de la afición adulta y sobre todo adolescente. Hoy el 60 por ciento de nuestro público tiene más de 16 años.
¿Cree que es un arte al que un niño le gustaría dedicar su vida?
Claro, siempre y cuando se incluya el arte en su formación. Un niño tiene que probar todas las opciones de vida: un deporte, una ciencia y un arte, y depende de él qué camino tomar. Yo estudié ingeniería y terminé haciendo títeres. Los padres, como lo hizo mi mamá, tienen que respetar las decisiones de sus hijos y apoyarlos en lo que les gusta o para lo que son buenos, pero solo lo sabrán si lo prueban. Por eso yo digo que dentro de los derechos de los niños debería estar el derecho a ir al teatro de títeres.
¿Es posible vivir como titiritero en la realidad actual del país?
¡Se vive y se vive muchísimo! Vivir no es solamente ganar dinero, vivir es el cúmulo de experiencias, las relaciones que se entablan con la gente y amar lo que se hace. También se puede subsistir a través de los títeres. Cuando yo me dediqué a esto mis hermanos me decían: usted se va a morir de hambre y ahora nos va a tocar a nosotros apoyarlo económicamente el resto de la vida. Hoy en día ellos me dicen: usted es una persona afortunada porque lo invitan a un montón de festivales y viaja por el mundo. Ellos trabajan en empresas, tienen solo quince días de vacaciones al año y no tienen esa libertad. Los títeres me han llevado de la mano a diferentes lugares y me han dado el músculo financiero no solo para tener calidad de vida, sino para darle continuidad a este proyecto artístico por más de 50 años.
¿Y le han dado fama?
No, eso sí jamás. El titiritero no es famoso, los famosos son los títeres. Hay algunas obras que hacemos con manipulación a la vista, en las que el espectador nos ve a nosotros moviendo los títeres. Una vez iba para la Universidad Nacional en un colectivo y un niño le dijo a la mamá: “¡mira, mami, el señor de los títeres!” Y fue y me saludó. Pero ha sido la única. Lo normal es que los niños vengan preguntando por los personajes. ¿Dónde están los tres cerditos? ¿Dónde está El Principito y la gallina Fortunata?
¿Qué cree que es lo que les genera esa recordación?
Las enseñanzas. Nosotros hemos tomado las fábulas europeas tradicionales y las hemos adaptado al contexto colombiano. Con Los tres cerditos, por ejemplo, escenificamos el desplazamiento forzoso. El lobo les quita sus casas y tienen que buscar un nuevo hogar. En La gallina de los huevos de oro, Fortunata se vuelve de la alta sociedad, deja de comer maíz y solo come Corn Flakes. Hacemos una crítica social de la fortuna instantánea que nos trajo el narcotráfico y al dinero fácil. En todas dejamos una moraleja adaptada a nuestra realidad y eso queda grabado en la mente y el corazón de nuestros espectadores.
¿Cuál ha sido la obra que más lo ha retado?
A nivel técnico, Goranchacha, el cacique esmeralda, que cuenta la historia de los muiscas y para la que, con la asesoría de Roberto Lleras, del Museo del Oro, hicimos un exhaustivo trabajo plástico para que se apegara cien por ciento a la leyenda. Fue retador porque lo hicimos con títeres gigantes y muñecos de técnicas sicilianas, en teatro negro. Además de la investigación, que fue muy rigurosa. Fue difícil pero satisfactoria, porque el público salía muy impresionado de lo que veía. Era casi mágico.
¿Cuál ha sido su personaje más querido?
Es muy difícil… pero hay un personaje que se mete en las maletas durante mis viajes así no vaya a actuar: el ratoncito azul, Azulino. Ese personaje tiene 25 años y su historia es muy bonita. Él es un ratón diferente que aparece en la cocina de la tía Emilia y, como es azul, los ratones grises le hacen bullying. Él se va de la cocina y se encuentra con otros ratones de colores como él que le cuentan la historia de cómo los ratones grises se destiñeron porque no quisieron compartir el queso. Y se da cuenta de que tener colores no es malo, sino que la diferencia es valiosa. El ratoncito azul es muy querido para mí porque además de ser bonito, es un muñeco que se carga de la energía de los espectadores, pues todos sienten afinidad por él.
¿Y el más retador?
Antarqui, el hombre que podía volar y toda la obra de Alberto Valdivia. Este además fue mi trabajo de grado en la Universidad Distrital y la primera tesis de teatro laureada en Colombia.
¿Cuál es la acción más difícil que ha logrado desarrollar con sus títeres?
Alguna vez hice una adaptación de una cruceta con los comandos de Tozer, un titiritero inglés, y fue un trabajo muy difícil porque tuve que articular varios peines, complejizando los movimientos. La marioneta se llama Pacho y hace parte de la obra El Gran Teokikixtli.
Usted escribió un ‘Recetario para títeres’. ¿Si pudiera escoger cinco infaltables para hacer muñecos animados, cuáles serían?
Las ganas; la formación: investigar y estudiar mucho; el compromiso social, uno se debe a la gente, sin el público el teatro no existiría; el direccionamiento, tener claro que no se trata solo de una obra, sino de tener sostenibilidad y perdurabilidad; y la resiliencia, insistir y persistir ante los tropiezos.
¿Ha soñado con voz de títere?
Sí, claro. Yo soy reflejo de ellos. Y no solamente sueño, sino que actúo y me expreso de forma muy teatral por la actividad que ejerzo.
¿Habla solo seguido?
También. Pero yo sí creo que los soliloquios son necesarios, no solo para un titiritero sino para cualquier persona.
¿Ha actuado como títere en la vida real?
(Risas), sí, sí. A veces en las conversaciones termino diciendo frases de los parlamentos de mis muñecos. Una vez uno de mis pupilos me contó que tuvo una cita médica y cuando lo llamaron al turno salió caminando y cacareando como Fortunata, la gallina de los huevos de oro. Toda la gente se quedó aterrada, pensando qué era lo que le había pasado. Es muy gracioso porque uno termina acoplando a su personalidad dichos, acentos y entonaciones de los personajes.
Este año su escuela Hilos Mágicos cumple 50 años, ¿deja herederos de su proyecto artístico?
Muchos. Ha habido más de 200 titiriteros que han pasado por Hilos Mágicos y esos 200 titiriteros han formado sus propias escuelas o compañías teatrales. Afortunadamente este es un proyecto que se reproduce por gemación, por lo que seguirá expandiéndose por sí solo.
¿Qué cree que le diría hoy el ratoncito azul?
Me diría que siga. Que siguiera perseverando porque a pesar de ser una actividad particular, en la que muchos me decían que no iba a tener éxito, la constancia y la disciplina permiten alcanzar cualquier cosa.