Publicada por primera vez en noviembre de 1924, si la novela de José Eustasio Rivera se hubiera escrito por esta época, nuestra literatura hubiera experimentado un remezón. Tiene pues, la desventaja de tener un siglo de edad y no haber alcanzado la agitación editorial que hoy día favorece a cualquier novela mal escrita.
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Los personajes de La vorágine tienen la fuerza de los de la épica clásica y su trama recoge o reescribe la saga homérica. ¿Qué es Arturo Cova sino un Ulises que emprende una singladura terrible, no a través del mar, sino del llano y de la selva? Aunque, claro está, este Ulises moderno no logra salir del Hades; no tiene regreso, porque la enfermedad lo tiene semiparalizado al final y sólo cuenta con provisiones para seis días. Y ¿qué es, sino un Menelao que corre detrás de Barrera, el Paris que se le lleva a Alicia?
¿Qué es la turca Zorayda Ayram, sino una Circe y Calipso al tiempo, que embruja a Arturo Cova para evitar que éste llegue a su destino? Y ¿No es evidente que Alicia, un personaje de tan poca aparición en la novela, es la Helena que jalona la acción y provoca enfrentamientos entre los hombres? El “Deus ex machina”, es decir, la fuerza divina que lo resuelve todo es la selva. Con sus truenos, lluvias y fiebres o sus bestias a semejanza de Escila y Caribdis.
Tradicionalmente todo héroe épico o trágico, actúa y cuenta, y aquí todos cuentan su peripecia o la escriben como el mismo Cova. Pero es Clemente Silva el narrador supremo, cuya historia – “telemaquiada” en busca de su hijo o de sus huesos, ocupa más de un tercio de la novela. Funes y el Cayeno son la personificación del mal, la fuerza depredadora que siega vidas donde las haya, pero a los que el dios supremo de la vorágine también les cobra.
El drama y la tragedia marcan esta historia con todas las masacres, con todos los episodios dantescos (porque del viaje de Dante, también está imbuida la novela, así de universal es) sólo que Arturo Cova se ajusta a la violencia que sacude su tiempo; por ello, tanto decapitado y desmembrado; por ello, la explotación infame a los indios y a los peones, en un mundo acicateado por la codicia del “oro” de ese momento: el caucho.
Es por el caucho y la ristra de desgracias que conllevó su explotación que esta novela entra en directo diálogo literario con El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa (siendo evidente también su afinidad novelesca con El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad). Es por el caucho o por la goma que hay explotadores y esclavos; contrabandistas, siringueros, mujeres tramposas; codiciosos y traficantes, a los que todavía no se les llama mafiosos.
Hay fiebre, peste, locura, heroísmo, hambre, viajes, venganzas, superstición, salvajismo y muerte para repartir, que demuestra que la violencia en Colombia es endémica. Todo ello narrado en el vigoroso, pero lírico lenguaje de un joven escritor, inexplicable para su época: “Un cuadrillero venático quería chancearse: vertió petróleo en una ponchera y lo ofreció a los indios. Como ninguno aceptó el engaño, les tiró encima la vasija llena. No sé quién rastrilló sus fósforos; pero al momento una llamarada crepitante achicharró a los indígenas, que se abalanzaron sobre el tumulto, con alarida loca, coronados de fuego lívido, abriéndose paso hacia las corrientes, donde se sumergieron agonizando.”
El párrafo citado da cuenta de lo que se puede denominar como el mal gratuito, infortunadamente una modalidad que no nos ha abandonado y que peligrosamente se ha venido normalizando en nuestro medio desde los tiempos de la Conquista.
Pero es tal la plasticidad literaria de Rivera que, así como tiene de sobra lenguaje para reproducir el horror, también lo tiene para aliviar la carga de violencia de su narración con pasajes cuyo lirismo y paisajismo demuestra que el autor huilense, no solo es uno de los mejores exponentes de la prosa poética tan propia del Modernismo, sino que es también heredero del Romanticismo: “Y la aurora surgió entre nosotros; sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo rubí.”
Es tal la importancia de la novela del poeta y narrador huilense, que el prestigioso crítico norteamericano y profesor en las universidades de Kansas y California, Seymour Menton, en su sesudo estudio La novela colombiana, planetas y satélites (Fonde De Cultura Económica, 2007), plantea que la novelística colombiana se sostiene en cuatro pilares, uno de ellos, La vorágine (los otros tres son: María, Frutos de mi tierra y Cien años de soledad).
En el mencionado estudio, Menton aclara que la novela de Rivera va mucho más allá del género en el que se le suele encasillar, el de la novela telúrica, y reconoce el valor universal que tiene, merced al diálogo que establece con obras clásicas, tal como lo mostré en los párrafos precedentes.
A ello se le agrega que la novela (a la que es más que justo conmemorar y justipreciar en su centenario, no sólo en Colombia sino en el mundo hispanohablante) ubica a su autor en el movimiento más importante de las letras hispánicas, unas veces en la segunda generación del Modernismo y otras en una tercera, también llamada posmodernismo, ello debido a la inmensurable calidad poética de Rivera, nada lejos de sus antecesores Rubén Darío y Del Casal y muy alineado con el mexicano Juan José Othón y el uruguayo Horacio Quiroga.
¿Cómo no volver sobre este libro maravilloso (ojalá con una lujosa edición crítica como la que se hizo a propósito de los cuarenta años de Cien años de soledad), que durante muchas décadas fue lectura insoslayable en el ámbito académico?, ¿cómo no poner en el plano que se merece a esa Odisea nacional, paradigma de una épica nacional?, ¿Cómo no traer de vuelta a este libro de aluvión que en este mes cumple un siglo exacto de haberse convertido en la singladura homérica, en la Odisea de la literatura colombiana?
Jorge Iván Parra para EL TIEMPO