Jaime Rodríguez conoció el mar a los 22 años y se rindió ante su imponencia. No dejaba de admirarlo mientras recorría con asombro las murallas de Cartagena, e intuyó muy pronto que allí estaba su futuro. El Caribe se le metió por los poros y quiso saber cada día más de ese mar generoso en inspiración, historias e ingredientes, y también quiso saber más de la tierra que baña este mar por donde llegaron técnicas y recetas de mundos diversos.
No pasaron muchos años antes de que promoviera la creación de Caribe Lab para que el gusto por ese mundo que descubrió con fascinación le permitiera saciar las curiosidades que se le habían alborotado. Un laboratorio para descubrir, por ejemplo, a qué saben las flores de ese árbol enorme que se llama ilán ilán, que crece también en Java y en Madagascar y con cuyos aceites se elaboran perfumes tan apreciados en el mercado como algunos de la casa Chanel. Un laboratorio que fue el primer paso firme hacia la creación de Celele, restaurante que hoy ocupa el sexto puesto en la codiciada lista The Latin America’s 50 Best Restaurants.
Jaime Rodríguez supo muy pronto que el Caribe en realidad sí es infinito. Quizás no en los mapas; quienes lo han navegado cuentan que hay tierra del otro lado. Pero quienes lanzan sus redes saben que este mar sí lo es. Y lo es la tierra que se levanta frente a él: las sabanas de Bolívar y de Sucre, por ejemplo, infinitas en sabores. E infinita también esa tierra que está más allá de las llanuras donde se levantan, imponentes, caracolíes y campanos, mangos y orejeros, allí donde el verde de mil tonos se salpica con las fascinantes flores rosadas de los robles, allí donde las llanuras empiezan a dibujar pequeños montículos que cada vez alcanzan mayor tamaño, hasta que la región, fascinante y misteriosa, recibe el nombre de Montes de María.
Una tierra de la que se ha empezado a hablar más por la riqueza de sus suelos que por la violencia sin tregua que ha padecido. Una tierra que merece convertirse en noticia por los 20 tipos de yuca que produce o los 27 de ñame que cosechan. Por la sorprendente diversidad de albahacas que allí brotan, todas con aromas fascinantes, o por el medio centenar de variedades de mango que caen de los árboles con una generosidad bíblica y que han sido parte fundamental del sustento de los campesinos de la región.
Cada vez que Jaime Rodríguez visita los Montes de María, con cuyas comunidades ha estrechado lazos de una manera admirable, le muestran un nuevo fruto, lo ponen a oler una especia inédita, le entregan un tubérculo del que casi nadie tenía noticia, le enseñan una flor que solo unos pocos habitantes habían visto. Y el creador de Celele indaga por estos frutos y estos tubérculos y estas hierbas y estas flores. Los admira, los huele, los prueba. Pregunta si alguna matrona los ha empleado en sus recetas. Indaga por ellos con los científicos del Jardín Botánico de Cartagena, que son sus aliados. Los lleva a esa cocina suya que también es laboratorio y los estudia con curiosidad de niño, con disciplina de biólogo y con pasión de cocinero.
El restaurante se ha convertido en lugar de peregrinación de los amantes del buen comer. Foto:CELELE
La variedad de la tierra
Así, por ejemplo, preguntando aquí y allá, llegó a la receta de uno de los platos más célebres de Celele, un plato por el que muchos viajan a Cartagena desde diversos rincones del mundo para comprobar que una obra de arte y un homenaje colorido al reino vegetal puede ser, al mismo tiempo, una de las comidas más ricas que uno pueda probar: la ensalada de flores caribeñas. Un espectáculo para los sentidos. Una receta que lleva 15 flores –¡comestibles y agradables al paladar!– que se dan en la región: cordia, gallito, bonche, clitoria, coralito y la flor de la falsa acacia, entre otras. Flores que juegan en el plato con el marañón en tres formas –encurtido, en crema y tostado–, hojas verdes que nacen en las huertas caseras de una comunidad de bajos recursos de Cartagena y una vinagreta a base de gulupa y otra flor, el bastón del emperador.
Celele ofrece una de las experiencias gastronómicas más sorprendentes y más sabrosas de este país en el que se come tan bien. En su carta se suman, se combinan y se potencian ingredientes, recetas y tradiciones de los más diversos rincones del Caribe colombiano, desde el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina hasta las sabanas de Córdoba.
No hay una sola receta que no se alimente de las tradiciones ancestrales, que no traiga a colación secretos de abuelas costeñas, pero, así mismo, no hay una sola receta que no busque incorporar ingredientes que dan cuenta del exotismo y la variedad de la región, y que no haya vivido una transformación en la cabeza de Jaime. Y en su cabeza se unen dos elementos: una creatividad desbordada y un conocimiento profundo de la técnica culinaria. No en vano es uno de los discípulos más aventajados de Jorge Rausch y realizó una suerte de maestría en uno de los restaurantes emblemáticos del País Vasco: Akelarre.
Sí, en Celele se cocina con ingredientes tan atractivos –y a veces tan exóticos– como moringa, copoazú, guineo paso, mamey, hoja de yuca, batata morada, pipilongo… se prepara vinagre con la pera roja, salsa barbecue con la guayaba agria y hummus con la semilla del orejero; del mango se emplea hasta la hoja, con la cual se elabora un aceite, y con la mezcla del ñame y del coco se prepara una salsa al estilo bechamel. Con la cereza costeña se prepara un kimchi que le pone acento al cóctel de langosta y con el ajonjolí criollo se hace un calducho que acompaña muy bien la pesca de temporada ahumada.
Cuando los platos de Celele llegan a la mesa, el comensal suele tomarse unos minutos antes de dar el primer bocado, pues vale la pena contemplarlos, admirarlos y hacerse preguntas. Imaginarse, por ejemplo, qué es lo que viene debajo de esos pétalos amarillos y verdes que reflejan el paisajismo costeño y que aluden a esas aves silvestres que paran en Cartagena cuando van camino al sur. Después viene el éxtasis, la explosión de sabores y de sensaciones al morder, por ejemplo, esos limones silvestres que han pasado tres meses en sal antes de rellenarlos de tartar de camarón o esas flores de Jamaica rellenas de coco y mamey.
En la carta de Celele hay pollo, pero no es un pollo cualquiera: en realidad es una gallina criolla confitada que va, entre otros, con cáscaras de banano fritas y bananos asados en aceite de coco. Hay cordero, pero no es un cordero cualquiera: va con berenjenas ahumadas y suero de grosellas lactofermentadas. Y el conejo va con mote de fruta pan. Y el cangrejo tiene un machucado de ají dulce. Y el atún va en escabeche y llega con pomarrosa pasa. Y el cerdo es una terrina con ajíes dulces en conserva y puré de guineo, y está inspirado en un plato de la región que se llama, precisamente, celele.
De este restaurante que eleva la cocina colombiana a una dimensión admirable uno suele salir feliz. Muy feliz. Y no solo por lo bien que ha comido y lo bien que ha bebido –a la carta de cócteles también llegan la cúrcuma y la hoja de tamarindo, el limón mandarino y el almíbar de corozo–, sino también porque en cada plato están presentes comunidades como aquellas de Montes de María que tanto han padecido y que hoy se sienten tan orgullosas de su tierra… Están presentes con esos fríjoles diminutos a los que llaman diablitos y con esas manzanas del tamaño de un dado y esos curiosos limones rojos y decenas de flores y de tubérculos que se dan en abundancia… como esas piñuelas que antes pensaban que eran maleza y que personajes como Jaime Rodríguez han logrado convertir en ingredientes únicos para sus platos y sus bebidas.
Jaime Rodríguez nació en Muzo, Boyacá, y conoció el Caribe a los 22 años. Hoy, a los 38, el restaurante que creó muy cerca del mar, en la calle del Espíritu Santo, en el barrio Getsemaní, se ha convertido en lugar de peregrinación de los amantes del buen comer.
SANCHO
Para EL TIEMPO