Sicario confiesa desde escondite que quiere ver preso a Duterte

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Hay, dijo el sicario, muchas formas de matar. Una cuerda atada entre dos palos estrangula con un tirón de las muñecas. La hoja de un carnicero, larga y delgada, rebana el corazón.

Edgar Matobato dijo que lanzó un hombre a un cocodrilo, pero sólo una vez. Principalmente, acabó con la vida de personas con su pistola Colt M1911 calibre 45.

“Durante casi 24 años, maté y me deshice de muchos cadáveres”, dijo Matobato sobre su tiempo con un escuadrón de la muerte en la ciudad de Davao, en el sur de Filipinas. 

“Estoy tratando de recordar, pero no puedo recordar a todos. Lo siento”, añadió.

Estábamos sentados en la cocina al aire libre del refugio secreto de Matobato en Filipinas. Tiene una década de estar oculto, desde que confesó sus crímenes y divulgó quién ordenó el derramamiento de sangre: Rodrigo Duterte, el Alcalde de la ciudad de Davao, quien luego se convirtió en Presidente de Filipinas.

Matobato, de 65 años, dice que mató a más de 50 personas por el hombre al que llamaba “Superman”, ganando un salario del Ayuntamiento de poco más de 100 dólares al mes y recibiendo sobres con dinero en efectivo por asesinatos exitosos. Rara vez ocultó su identidad mientras secuestraba y mataba, porque trabajar para el Alcalde le daba impunidad.

Matobato sabía que romper la omertá del Escuadrón de la Muerte de Davao lo convertía en un hombre marcado. Sacerdotes y políticos le dieron refugio, quienes esperaban que sus confesiones pudieran usarse algún día para hacer que su ex jefe rindiera cuentas.

Cuando lo conocí el año pasado, Matobato estaba esperando que la Corte Penal Internacional (CPI) lo tomara como testigo en su investigación sobre si Duterte cometió crímenes contra la humanidad. 

En el 2018, fiscales internacionales comenzaron a investigar a Duterte, quien fue Presidente del 2016 al 2022, por supervisar ejecuciones extrajudiciales, en la ciudad de Davao y luego en toda Filipinas, que justificó como parte de una campaña contra las drogas ilegales y otros males sociales. 

La ola de asesinatos incluyó mucho más que traficantes de drogas y delincuentes menores. No existe un recuento exacto de cuántas víctimas hubo, pero las estimaciones más bajas son 20 mil.

Cuando nos conocimos, Matobato tenía un nuevo nombre y un nuevo trabajo, esquilando ovejas y alimentando pollos —nada de matar, dijo. Al menos otros dos miembros del Escuadrón de la Muerte de Davao habían viajado al extranjero para ser testigos de la CPI. Él también anhelaba su oportunidad.

Su deteriorada salud añadía urgencia. Aunque Matobato no sabe leer, comprendía los picos irregulares de su electrocardiograma, señales de un problema cardíaco.

Mientras que otro ex sicario dice que obtuvo inmunidad a cambio de su testimonio ante la CPI, Matobato me dijo que no buscaba lo mismo.

“Enfrentaré lo que hice”, dijo. “Pero Duterte debe ser castigado por el tribunal y por Dios”. Sólo esperaba que su relato de sus crímenes llevara al ex Presidente a prisión.

Con 1.58 metros de estatura, Matobato está acostumbrado a que lo subestimen. Trabajó como guardia de seguridad antes de que un policía le ofreciera la oportunidad de unirse a un grupo de justicieros en una ciudad arrasada por el crimen en 1988.

“No tendré gran tamaño, pero sé matar muy bien”, dijo.

Los miembros del Escuadrón de la Muerte de Davao a menudo trabajaban en la cantera Laud, en las afueras de la ciudad de Davao. Allí, el escuadrón desmembró y enterró cientos de cuerpos durante un cuarto de siglo, de acuerdo con declaraciones de cinco hombres que dijeron ser miembros del grupo. Dijeron que Duterte a veces presidía las torturas, las ejecuciones y la excavación de tumbas.

“Él regresaba a casa con sangre en la ropa, pero siempre decía que era de peleas de gallos”, dijo Joselita Abarquez, la esposa consuetudinaria de Matobato. “Tenía que lavar mucho para que la ropa quedara limpia”.

En una ocasión, en el 2009, Matobato estaba agazapado detrás de un afloramiento de piedra caliza con su Colt. Dijo que le habían dado órdenes de matar a tiros a una mujer que iba a la cantera Laud en busca de pruebas de ejecuciones extrajudiciales.

La lista de blancos de Duterte llegó a incluir a empresarios, periodistas y otros políticos. Ese día del 2009, la lista también incluía a Leila de Lima, directora de la Comisión Filipina de Derechos Humanos, que había estado dirigiendo una investigación de meses sobre el creciente número de cadáveres en la ciudad de Davao. Armada con una orden de cateo, De Lima y su equipo identificaron un par de sitios en la cantera donde otro sicario había confesado que estaban enterrados restos humanos.

En el primer sitio encontraron huesos y un cráneo. Para ese entonces, el sol se estaba poniendo. No había tiempo para explorar la otra fosa común sospechosa, cerca de donde Matobato estaba escondido con su arma amartillada.

“Esperamos, pero ella nunca vino”, dijo Matobato. “Fracasamos en nuestra misión”.

Matobato no se olvidó de De Lima. Cuando, en el 2014, decidió confesar sus crímenes y ocultarse, ella ayudó a organizar su fuga y su confesión pública.

En el 2016, bajo la dirección de De Lima, Matobato dio su testimonio en el Senado sobre el Escuadrón de la Muerte de Davao. Habló de ser testigo de Duterte disparando un arma. Algunos senadores lo interrogaron en inglés, idioma que apenas hablaba.

El responsable de Matobato en el escuadrón de la muerte, Arturo Lascañas, un alto oficial de policía, fue citado como defensor de Duterte. En un inglés claro, Lascañas rechazó contundentemente las acusaciones de Matobato.

En el 2016, Duterte asumió la Presidencia. Matobato permaneció escondido.

Un año después de la investigación del Senado, Lascañas confesó públicamente. Su salud empeoraba y buscaba la absolución. Todo lo que Matobato había dicho en la audiencia era cierto, admitió Lascañas. Había sido el jefe de Matobato. Había llevado a cabo asesinatos. Y Duterte le había ordenado personalmente que matara.

No hace mucho, Lascañas abandonó calladamente Filipinas y quedó bajo la protección de la CPI. La primavera pasada, hubo rumores de que Matobato seguiría a Lascañas al exilio en el extranjero bajo la protección de la corte. Pero las semanas siguieron pasando.

“Tengo que tener paciencia”, me dijo suspirando. “Soy bueno para seguir órdenes”.

Me preparaba para visitar la ciudad de Davao con el fotógrafo Jes Aznar y Matobato me dijo que estaba preocupado por nosotros. Las ejecuciones extrajudiciales en Davao no han cesado.

“Con Superman, la vida es barata en Davao”, dijo Matobato. “Una bala, dos balas”.

Por fin, Matobato tuvo la oportunidad de huir de Filipinas y contar sus crímenes. Él, su esposa y sus dos hijastros cargaron una camioneta con maletas repletas de bocadillos filipinos y talismanes católicos. Matobato llevaba un estuche negro para computadora portátil, en el que solía guardar su pistola Colt. Nunca ha tenido una computadora.

Matobato había obtenido una nueva identidad con un pasaporte nuevo y una nueva descripción de trabajo: jardinero. Practicó decir su nuevo nombre, su segundo nombre y su apellido, pero las sílabas le salían raras, con un signo de interrogación colgando sobre ellas. Su abundante cabellera había sido afeitada, y lucía lentes con armazones grandes y una barba de candado entrecana. Un tapabocas cubría parte de su rostro.

La multitud de viajeros en el aeropuerto desorientó a Matobato. Había pasado una década desde que había estado entre una multitud. Y estaba desesperado por no ser visto.

Mientras esperaba en la fila de inmigración, los labios de Matobato se movían silenciosamente. No estaba orando, sino repitiendo su nuevo nombre. El pasaporte de Matobato recibió un sello de salida. Durante el despegue del avión con destino a Dubai, Emiratos Árabes Unidos, sostuvo en sus manos una figura de la Virgen María. Esta vez estaba invocando a Dios. Volar lo llenaba de miedo.

Durante el vuelo, Matobato se distrajo viendo “El Apicultor”, una película sobre un sicario. Junto a él dormían dos sacerdotes católicos que habían negociado su larga fuga de Filipinas.

En el siguiente vuelo, Matobato vio más películas sobre sicarios. En una tienda en el país que es su nuevo hogar —The New York Times no identifica su paradero por razones de seguridad— Matobato contempló los pasillos llenos de licores. Miró a los sacerdotes y uno de ellos tomó una botella para celebrar.

Esa primera noche en su nuevo hogar, bebiendo Johnny Walker Blue Label, Matobato dijo que se sentía libre por primera vez en décadas. Los hombres de Superman, dijo, ya no podían perseguirlo. Levantó su vaso. Las lágrimas corrían por su rostro.

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