Rock Al Parque: 25 años

hace 1 mes 15

No hay evento igual en la ciudad. Es un referente mundial, pero también es una ventana al país fracturado. ¿Debe evolucionar, transformarse?

En su esencia, Rock al Parque es único, no tiene comparación. Lo demuestra al sobrevivir en un entorno en el que, en contraste, los festivales privados (que ya no son un fenómeno emergente sino marcas establecidas y franquicias millonarias) se han ido homogenizando en sus carteles y experiencias: hay una inevitable sen- sación de que los privados tienen que ser del mismo ‘nivel’ o muy similares a los Lollapaloozas o a Coachella, y que los ‘headliners’ deben ser los mismos de la mo- vida mundial.

Entre tanto, este encuentro de ciudad desde lo público (que recibe hasta 400.000 espectadores en un fin de semana) no tiene ningún requisito de mostrar al “artista sensación del momento”, al que “más se escucha en determinada emisora” o al que “es prioridad para el sello discográfico”. Nunca lo ha hecho, nunca lo hace. Por eso, Rock al Parque tiene libertad para ser una joya única en Latinoamérica y un referente mundial.

Eso trae consigo ir en contra de las tendencias. Ser contracultura es un valor ‘pa- trimonial’ del rock. Es lo que permite ver escenas como al guitarrista de Vulgarxi- to semidesnudo en tarima o a la española KOP dando un discurso antirrepresivo en euskera.

Pero esa postura tiene costos.

Uno de esos costos es el que trae romantizar el rock, que, como género, sigue per- diendo espacio al aire en las emisoras comerciales y corre el riesgo de convertirse en un culto cerrado, lo que puede acarrear que su público se envejezca, como les pasa a otras músicas a las que tanto trabajo les cuesta convocar a los jóvenes, des- de la zarzuela hasta las músicas andinas.

Por eso, cuando intenta acoger tendencias, como artistas a los que usualmente no se les relaciona con rock sino con cultura alternativa popular y con una potente movida musical colombiana (ejemplo: Systema Solar, Bomba Estéreo, Chocquib- town, este año Juanes), las críticas le arrecian desde sectores radicales del rock.

Lejos de cualquier estereotipo, el rock trae consigo integración social.

Sin embargo, lejos de lo que parecen indicar las parrillas de programación de las emisoras comerciales, el rock sigue representando los sentimientos de jó- venes que se sienten al margen de esa movida comercial. Incluso, que se ven desde la marginalidad social de una ciudad fragmentada y hostil.

El rock les habla -como no lo hace el reguetón, ni el trap, ni el pop, ni el vallena- to- de las realidades de sus barrios, de la hipocresía de los gobiernos, de la falta de oportunidades. De ahí que los metaleros más jóvenes se encuentran en festivales como Usmetal, de Usme; Súbase al Metal, de Suba; Rock 10 Engativá, Bosa la Esce- na del Rock, Metal Castilla, Tibarock y Metal Unidos, de Barrios Unidos. Rock al Parque ha sido, desde hace 25 años, el encuentro principal de todos estos públicos.

Lejos de cualquier estereotipo, el rock trae consigo integración social. Casos como el de la escuela de rock Kontravía, en el barrio San Agustín, en la que fanáticos ro- queros de los 90 se convirtieron en profesores de metal para 700 jóvenes a los que se les ve asistiendo sagradamente a cada edición de Rock al Parque (y soñando con llegar un día con su propia banda), habla de un fenómeno cultural mucho más grande que simplemente “una reunión de 300.000 mechudos”.

Los efectos secundarios

Por supuesto, con 25 años a cuestas, Rock al Parque también es sobreviviente a una colosal historia de transformaciones de la escena musical.

La edición de 1995 se dio en un país totalmente diferente, desde lo social y lo restrictivo; además, el cassette y luego el disco compacto ‘quemado’ eran el camino para que las bandas distribuyeran su música: aún no había MySpace, que fue el canal de difusión principal de las bandas entre 2005 y 2008, y mucho menos redes sociales.

Tampoco había mayores antecedentes de festivales ni de grandes conciertos (el Concierto de Conciertos le perteneció a un círculo más ‘acaudalado’ de la sociedad bogotana), mucho menos de promoción de las bandas de rock como algo cultural. Se les veía como ocio adolescente. Aunque sí hubo un esfuerzo previo, poco co- mentado, que fue el Crea Rock 1994, en junio de ese año, organizado por Colcultu- ra y con más de 45 bandas.

Las bandas de entonces, con toda la personalidad y la energía que las caracteriza- ba, probablemente inigualables, igual tenían pendiente un camino por recorrer en hacerse mejores, sonar más profesionales. En muchos casos, un gran número de ellas volvían una y otra vez al cartel de la edición de Rock al Parque a la que pu- dieran clasificar, cada dos años (según la norma).

Los públicos -que hoy ya han visto a Iron Maiden, Aerosmith, Megadeth y Metallica tres veces, antes eran solo un sueño- se han vuelto MUY exigentes, tal vez demasiado.

Y también en muchos casos -no se puede generalizar-, nada pasa al día siguiente de Rock al Parque. El trabajo de ensayar, definir un concepto de banda, crear un espectáculo, parecía tener su cima en lograr clasificar a Rock al Parque, para des- pués volver a tocar en los bares de la ciudad, a veces solo por unas cervezas. Algu- nas bandas lograron trascender más allá de Rock al Parque a festivales o escena- rios superiores o internacionales, por mencionar nombres: La Pestilencia, Estados Alterados, Doctor Krápula, Don Tetto, 1280 Almas y, por supuesto, Aterciopelados.

Además, el fortalecimiento de la presencia de bandas internacionales en el festi- val, especialmente a partir de la actuación de Apocalyptica, en 2005, rompió un paradigma. Desde ese momento, lo internacional se volvió más “importante” para el público.

Hoy, Rock al Parque sobrevive a que paulatinamente los medios masivos se le han alejado (pero han surgido muchos más de los alternativos), a que ya no hay distri- bución en cassette o CD sino a través de Youtube (pero mutilando el concepto de ‘álbum’) -por ende, ha disminuido la recordación de las canciones que lanzan las bandas-; a que los pioneros del rock nacional han envejecido y a que los públicos -que hoy ya han visto a Iron Maiden, Aerosmith, Megadeth y Metallica tres veces, antes eran solo un sueño- se han vuelto MUY exigentes, tal vez demasiado.

En contraste, está la gratuidad. En los eternos debates con los que tiene siempre que lidiar Rock al Parque, se habla de la idea de gratuidad que ha sembrado en el rock: al ser de entrada libre (excepto en la primera edición, para la q ue paradójica- mente se cobraron boletas para los conciertos en la Plaza de Toros), esta ventana a más de 60 bandas nacionales e internacionales pudo normalizar la idea de que “para qué pagar por ir a ver las bandas de rock -particularmente las nacionales- si se pueden ver gratis”.

Ese debate sigue sin solución.

Probablemente nunca se acabe

Han sido varios los administradores de la cultura local y los alcaldes a los que se les ha pasado por la cabeza acabar con Rock al Parque (por los costos para la ciu- dad, por las cargas negativas que a veces se les pone a sus asistentes, incluso por las quejas de los residentes aledaños al Parque Simón Bolívar), pero lo que dicta la tendencia es que ninguno quiere cargar con el peso político de acabarlo.

Esa medida sería muy impopular. Incluso, RAP suele ser usado como vitrina política, desde los mismos videos institucionales que se proyectan en sus panta- llas a los cientos de miles de asistentes.

Las reducciones al presupuesto (que está por alrededor de 1.500 millones de pe- sos) se han sopesado con ingresos del sector privado de hasta un 10 por ciento desde que lo administra Idartes. El cambio de cotización del dólar (que es, al final, como se contrata a los artistas) repercute en la elección de los carteles, pero no han defraudado a su público.

Rock al Parque, que además tiene muchos enemigos y críticos, parece ser más necesario para las bandas distritales cuando hoy también hay menos bares de rock: el Plan de Ordenamiento Territorial ha erradicado decenas de bares de diferentes sectores de la ciudad, un fenómeno que no es solo local sino mundial. Sin una política de ‘ciudad de la noche’, es probable que cada día sean menos los sitios para tocar.

Por eso, un día tal vez hablaremos no de 25 sino de 50 años de Rock al Parque, en una ciudad con tantas individualidades en la que este festival convoca a 400.000 individuos con un mismo interés. Larga vida a Rock al Parque.

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