Desde siempre, la cocina familiar –la cocina casera– no ha sido territorio de hombres. Ha sido un espacio reservado para las madres, las abuelas, las empleadas domésticas, las mujeres; así fue en mi casa. Pero cuando mi papá enviudó y se quedó viviendo solo, algo cambió en él.
Descubrió –o tal vez redescubrió– que alimentar y alimentarse también es un acto de cuidado y presencia. Empezó a cocinar, no por obligación, sino por placer. En ese acto encontró compañía, conversación, diversión y otra forma de estar cerca.
Ve canales de cocina, prueba recetas y se emociona con cada plato nuevo que le gusta. A sus más de ochenta años mantiene intacta la ilusión de la vida, y la cultiva a través del alimento y la literatura: cuenta con entusiasmo lo que ha cocinado y comido, imagina lo que aún quiere descubrir y revive los sabores encontrados en el camino. Viajar con él es detenerse en cada pueblo, seguir un antojo y escuchar la historia detrás de cada bocado.
Señala con pasión dónde venden la milhoja más rica, la almojábana más fresca o el guiso más honesto, y en cada recuerdo transmite la alegría de quien vive con ganas y con el corazón puesto en la mesa.
Su forma de habitar el mundo es comiéndolo, recorriéndolo, leyéndolo, saboreándolo. Gracias a él aprendí que la cocina no solo se hereda por linaje femenino: también hay padres que cocinan, que alimentan.
Hacemos encuentros comestibles, vamos a Cartagena, al centro de Bogotá, a comer ceviche de camarón y, de postre, a donde Doña Pachita por el pastel Gloria. El salpicón en el parque Nacional es un plan de domingo. Siempre desayuna con ponqué Gala, y la Coca-Cola es parte de su dieta diaria. Le gusta el té y, de vez en cuando, me prepara su famosa tortilla de patatas, aunque me gustaría que fuera con más frecuencia. Últimamente se ha dedicado a perfeccionar una moqueca de camarón que probó en algún viaje. Verlo feliz en la cocina es un recordatorio constante del lugar que la comida ocupa en su vida.
A lo largo de la historia, la gastronomía ha tenido sus “padres”: Auguste Escoffier, quien organizó la cocina profesional moderna; Antoine Carême, el arquitecto de los banquetes; Jean Anthelme Brillat-Savarin, filósofo del gusto; Parmentier, que dignificó la papa; Paul Bocuse, que defendió la nouvelle cuisine, y Ferran Adrià, que transformó los límites de la creatividad culinaria. Referentes, pioneros, sistematizadores, pensadores. Nombres ligados a la técnica, la innovación, la investigación y la vanguardia.
Y también están los padres que enseñan y cuidan a través de la comida en la cotidianidad. Los que cocinan para sus hijos, consiente con sus platos y transmiten valores alrededor de la mesa. Los que invitan a probar lo desconocido, a repetir lo que nos gusta y a saborear la vida.
Este es un homenaje a los padres que han encendido fogones, servido memorias y enseñado que amar también es saber qué y cómo nos gusta comer. Porque en esos gestos cotidianos es que permanece su amor. A Douglas, mi papá.
Buen provecho.
Margarita Bernal
Para EL TIEMPO
X: @MargaritaBernal