“Todos somos Theodoros”, todos somos ese lunático que un día soñó con convertirse en emperador de Etiopía, y lo fue; o eso cree Mircea Cartarescu. En su más reciente libro, el escritor rumano se embarcó en un viaje alucinante por la vida de un personaje que encierra toda la belleza y la desgracia del mundo. Y si bien se podría pensar que Theodoros es una novela sobre un emperador africano o una especie de biografía novelada, este libro toma un camino distinto. La realidad es solo un telón de fondo en el cual el autor se escuda para hablar del poder, la locura, el significado de los sueños e incluso de los límites de la fe. “Para mí, el concepto de realidad histórica carece de sentido: vivimos todos en un sueño y en un cuento”, afirma Cartarescu.
Theodoros viene a completar esa saga de grandes obras que Cartarescu ha escrito a lo largo de su carrera que van desde la trilogía Cegador hasta Solenoide. Todas estas novelas tienen en común una ambición desmedida y una épica que poco se encuentra en la literatura de hoy en día: “Mi nueva novela parece muy diferente del resto de mis libros, pero en definitiva, más allá de su tema exótico, sigue mis líneas de interés de siempre: la atención al estilo como valor supremo, la absoluta libertad creativa, el rastreo de las pasiones, positivas o negativas, que generan la condición humana”, asegura Cartarescu.
Sin embargo, Theodoros fue una historia que vivió en su memoria por más de cuarenta años; tiempo que el autor dice haber tardado en escribir el libro. Una historia que al igual que sus propios cuentos parece guiada por el azar. De ahí que un dato perdido en las memorias de un político rumano del siglo XIX, sobre un supuesto criado que escapó de Rumania para convertirse en rey de los descendientes del rey Salomón y la reina de Saba, fuese el elemento que le permitió crear una novela de aventuras al mejor estilo de los cuentos de piratas o de los viajes de Ulises.
En este libro, el poder y la locura parecen entrelazarse. ¿Es posible escapar de la locura si se es emperador, rey o gobernante?
El poder está ligado siempre al problema del mal. De hecho, el poder es, fundamentalmente, el poder de hacer el mal. En Theodoros, la meditación ética no está lejos de la de Raskolnikov en Crimen y castigo: ¿es aceptable cometer crímenes en nombre de un futuro mejor para la humanidad? Theodoros es también un hombre ambicioso que sigue los pasos de Alejandro Magno y de Napoleón. En estos héroes ve solo grandeza, no así los crímenes espantosos que cometieron. Pisando sobre cadáveres, ascendiendo cada vez más arriba sin conformarse con ninguna conquista ni recompensa, él pierde finalmente, como todos los tiranos, la humanidad y se convierte en un monstruo abominable. Su destino es grotesco y fantástico, pero también digno de compasión, pues Theodoros no es tan solo un tirano sanguinario, sino también un hijo amoroso, un idealista en busca del amor absoluto, un hombre de una energía extraordinaria. Es un monstruo, pero un monstruo producto de la época monstruosa en la que nació en el vasto escenario del mundo. Finalmente, es un personaje redondo, complejo, con luces y sombras. La locura, en forma de paranoia, de delirio de grandeza, acompaña siempre la tiranía. Sócrates consideraba al tirano el hombre más desdichado sobre la faz de la tierra, pues era también sanguinario y obcecado. Theodoros es acompañado, a lo largo de las páginas de mi novela, por varios rostros de la locura, como Abraham Norton, el autoproclamado emperador de Estados Unidos de América. No es algo casual que ambos nacieran el mismo día. Solo que el tipo de locura de Theodoros es uno asintótico, aspira a la apoteosis, a la transformación del hombre en dios. Incluso aunque consiguiera sentarse en el trono de Dios en los cielos, él seguiría estando insatisfecho y seguiría buscando un trono más elevado. A través de ello se adivina la condición diabólica, la hybris demente de mi personaje. Pero también, de manera extraña, su sombría grandeza.
Las mil y una noches es un libro que aparece y del que se nutre mucho Theodoros. Esa idea de contar historias para evitar la muerte está en su novela. ¿Qué tanto cree que la escritura o la literatura sean formas de resistir o de sobrevivir?
Del antiguo arte de contar cuentos, que se pierde en la noche de la historia, nacieron mis libros preferidos, los grandes libros de imaginación del mundo, desde la Odisea hasta Las mil y una noches, desde el Decamerón a Cien años de soledad, desde los libros de Pynchon a los de Bolaño. En la prosa rumana he tenido modelos como Eminescu, Sadoveanu o Mircea Eliade. El lenguaje, la risa y la invención de historias son los rasgos más definitorios de la humanidad desde sus mismos comienzos y todos comparten la alegría. Contamos historias para iluminarnos, para alcanzar una catarsis en la que la desdicha y el mal se transforman en ceniza. Sin historias, todo carece de sentido y de humanidad. El escritor es la versión moderna del taumaturgo, del chamán, del sanador a través del poder de sugestión de la palabra. Si después de terminar un libro no nos sentimos sanados, liberados del mal, transformados en nuestro mejor yo, no merecía la pena leer ese libro.
En Theodoros parece haber una tensión entre la fe y las estructuras políticas. ¿Cree usted que la fe, en su sentido más profundo, es una forma de resistencia ante la corrupción del poder?
Theodoros es un creyente ingenuo, como lo eran muchos en su tiempo. Para él, la religiosidad era un rasgo identitario, quizá el más importante: tanto por parte de madre como de padre, era un cristiano oriental que vivía en el espacio exótico de la ortodoxia. Su mundo se configura en gran medida como un mundo medieval: en la tierra vivían los hombres, en los cielos se encontraban Dios, Jesús, la Virgen y los santos, y bajo la tierra, los demonios. Pero en la vida cotidiana ignoraba los preceptos de la fe, más aún, en una de las páginas del libro, observaba que había quebrantado a lo largo de su vida los diez mandamientos. Toda la novela reconstruye ese mundo ingenuo como un ícono, a través de un imaginario bizantino y bíblico que procura llevar al libro un mundo dorado semejante al de los techos pintados de las iglesias orientales. Este imaginario religioso es el equivalente, en mi libro, al imaginario lujuriante, de jungla tropical, de las novelas y los frescos de América Latina, impregnados del perfume de la guayaba y del baile de los colibríes.
Al combinar elementos históricos con ficción, ¿cuál fue el mayor desafío que enfrentó al ficcionalizar la historia de Theodoros?
El fondo histórico de mi novela es una convención literaria, no mi verdadero interés. Me propuse crear, a través de detalles concretos y verificables, una ilusión plena de la realidad, con la reina Victoria, sus ministros, sus generales, sus hijos, etc., con CharlesDickens, Julio Verne, Petrache Poenaru y muchos otros personajes de la época que atraviesan los capítulos del libro, para minarla a continuación gracias a unos hechos y personajes que parecen inventados pero que existieron en realidad (Norton existió de verdad, la historia de los antepasados de John Lennon es real, el gobernador de las islas Jónicas también vivió, etc.) o a través de unos personajes totalmente inventados.
Al situar parte de la narrativa en Etiopía, un contexto cultural e histórico distinto al de Europa, ¿diría que este desvío geográfico y cultural le permitió reflejar, de manera indirecta, las tensiones y contradicciones inherentes a la historia del mundo occidental, particularmente en lo referente a las nociones de imperio, colonialismo o resistencia?
Al igual que Valaquia y Jerusalén, Etiopía, tal y como aparece en Theodoros, es una reconstrucción imaginaria, un arquetipo, incluso aunque sus detalles estén bien documentados. Yo no he escrito una novela histórica, sino una novela de imaginación. Quien tome el libro ad litteram leerá un libro distinto al que he escrito yo. Naturalmente, todos los datos de la época están presentes y procuran ofrecer una impresión de absoluta realidad del tiempo de la reina Victoria, por ejemplo, con el imperialismo y el colonialismo que ensuciaron el rostro de la dominación británica. No falta nada del paisaje. El lector puede descubrir en la novela, si eso es lo que le interesa, cómo vestían, qué comían y bebían, cómo luchaban los etíopes en las guerras y no se verá decepcionado: todo es real y está bien documentado. A mí me interesaba mucho más, sin embargo, el dibujo y el color, la invención narrativa, la matización de los personajes, el aire entre las palabras. Mi Etiopía es un país de cuento, de una asombrosa belleza y crueldad. Es una invención de mi mente. No hace falta decir que nunca he visitado ese país, así como no he estado prácticamente en ninguno de los lugares que he descrito minuciosamente, como gracias a una especie de remota visión.
En Theodoros hay un personaje que recorre la historia y es el “Gran Lector, que es el todopoderoso”. ¿Qué significa esta figura para usted en relación con el acto de la escritura y la lectura?
Un libro es un mundo, es el fruto de un acto de creación, tal y como lo es también nuestro mundo. Solo que es un mundo de segundo grado, un mundo de papel. Algunos narradores se limitan a imitar el mundo real en sus libros, otros intentan transformarlo, mejorarlo, hacerlo más expresivo, dotarlo de un sentido que a veces parece faltar en el mundo real. Yo he admirado siempre a los escritores de imaginación, esos para los cuales la realidad no es suficiente, esos que construyen historias más asombrosas que las de la vida, más emotivas, más rebosantes de energía creativa. En esa clase de textos, la condición humana es expresada mejor y de manera más completa que en las simples copias de la realidad que son la mayoría de los libros. Un libro es también un regalo realizado a los demás, un aluvión de belleza y de verdad en un mundo a menudo sórdido. Theodoros es uno de esos regalos, una obra de arte libre que va en contra de todas las corrientes de la literatura actual. La distinción entre la literatura clásica y la moderna queda aquí anulada, al igual que entre el realismo y el onirismo, entre lo descriptivo y lo visionario, entre lo ético y lo estético. El libro parte de unos hechos históricos reales y de unos reflejos humanos naturales, como es el reflejo ético de condenar el mal y de causar el bien. Pero va más allá de todo ello. Los arcángeles escriben el libro de la vida de mi personaje para ofrecérselo al Creador, pero, para su sorpresa, este no lo condena, sino que se regocija con el regalo recibido. Eso es lo que ha hecho siempre el lector. Nosotros no condenamos a Emma Bovary, sino que nos regocijamos con la extraordinaria belleza del estilo de Flaubert. No condenamos al marqués de Sade o a Lautréamont por sus visiones a menudo escatológicas y obscenas, sino que las aceptamos también como una enorme tarta espolvoreada de arsénico y diamantes. La creación debe incluir lo ético, como incluye todos los atributos humanos, pero al final tiene que superarlo. L
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