Jóvenes ante el atentado contra Miguel Uribe Turbay: miedo, rabia y el riesgo de repetir el pasado

hace 17 horas 16

“Me impresiona sentir que estoy viviendo lo que mis papás vivieron hace muchos años”, dice Mariana Uribe, una joven de 25 años. Como ella, varios colombianos han reflexionado sobre el estado actual del país y el rumbo que estamos tomando, tras el atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay.

Con 36 años de diferencia, lo ocurrido en 1989 y el pasado sábado 7 de junio parece un déjà vu. Un espacio público, un arma de fuego y múltiples disparos son los elementos en común entre el asesinato de Luis Carlos Galán —candidato presidencial que recibió cinco impactos de bala durante un evento en Soacha— y el atentado contra Miguel Uribe Turbay, precandidato presidencial, quien fue baleado en la cabeza y en la pierna en Modelia, minutos después de hablar sobre el control de armas en Colombia.

Muchos países regularon el porte y venta de armas después de atentados.

Muchos países regularon el porte y venta de armas después de atentados. Foto:iStock

Para Daniela Leal Correa y Geraldine Ramírez, politólogas de 23 años, ambos hechos reabren la herida de un país que no ha logrado erradicar la violencia como forma de silenciar ideas. “Hay temor, miedo, expectativa por unas elecciones que podrían tornarse feroces. Nuestro mayor susto es que esto se quede en una indignación fugaz, porque el dolor se está instrumentalizando y eso impide reflexionar a fondo sobre lo que falla en el sistema. Muchos jóvenes están desconectados de la realidad de la violencia política, pero este hecho puede servir para que, al menos por un momento, se enteren de lo que hemos vivido durante tanto tiempo”, señalan.

Sin embargo, este ataque, lejos de ser un hecho aislado, impacta el comportamiento de todo un país. “La sociedad colombiana no había visto recientemente un intento de homicidio de este tipo, y es que la cultura de la violencia en Colombia tiene raíces profundas, casi desde el conflicto político entre liberales y conservadores en los años 40 y 50. Desde entonces se acuñó la idea de que quien piensa distinto es un enemigo, y que eliminarlo —física o moralmente— es una opción válida. Bajo esa creencia se construyó la cultura de la violencia, un germen que radicaliza las opiniones”, explica Carlos Charry, Ph. D. en Sociología y director del Doctorado en Estudios Sociales de la Universidad del Rosario.

Este “germen”, explica el experto Carlos Charry, fusiona dos conceptos que, por sí solos, ya son muy poderosos. Uno es la cultura, que se forma a partir de costumbres que se repiten en el tiempo hasta convertirse en la identidad de un colectivo. El otro es la violencia, una amenaza a la integridad que, cuando se naturaliza, deja de causar angustia y puede pasar de ser una alarma a convertirse en un elemento cultural.

Tal como ha ocurrido con el asesinato de líderes y defensores de derechos humanos —69 casos confirmados en los primeros cuatro meses del año, según datos del Observatorio de Indepaz y la Defensoría del Pueblo—, la sociedad también ha empezado a asumir como “normales” los 112 casos de violencia contra liderazgos comunales registrados en 2024. Esta cifra representa un aumento del 62,3 % frente a 2020 y del 60 % en comparación con 2023.

Miguel Uribe Turbay

Este es el barrio donde vivía el menor de edad que disparó contra el senador y precandidato. Foto:Miguel Castellanos / EL TIEMPO

“Esto, sumado a la violencia en Colombia, me provoca pavor, porque una cosa es escuchar la historia y otra muy distinta es vivirla. Me da miedo salir a la calle, a la esquina; me da miedo escuchar o leer noticias, siento que todo es malo. No quiero que retrocedamos en la historia. Muchos jóvenes vemos la violencia desde el salón de clases, en series o películas, pero no en carne propia”, concluye Mariana.

Otro de los sentimientos que ha surgido en el colectivo es la ira. “Lo que más me saca la rabia es que la gente no tiene empatía. Siento que la política radicaliza y nubla el sentido de la razón. No importa si el otro piensa diferente a ti: a él le dispararon en la cabeza. Es absurdo y me hace perder la fe en la humanidad. La política saca lo peor de las personas. Y también están los que dicen: ‘eso lo hicieron ellos mismos para ganarse votos’. Estamos hablando de la vida de una persona”, expresa Valentina Alzate, de 25 años.

Esas posturas que incomodan a Valentina hacen parte de la naturalización de la violencia, un fenómeno que, según Carlos Charry, se ha venido cultivando desde hace varios años en el país. “Una particularidad del caso colombiano es que convivimos con muchas formas de violencia al mismo tiempo. No es solo una. El acuerdo de paz puso fin al conflicto armado con las Farc, pero aún enfrentamos otros actores armados y violencias asociadas al narcotráfico, al género, a la infancia, entre otras. Por eso, no se puede hablar de una paz plena en este momento”, señala el experto.

Al respecto, Carlos Alberto Patiño, profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia e integrante del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, señala que existen dos formas de violencia: una que se ejerce directamente sobre la vida de las personas o sobre sus propiedades, y otra que se manifiesta a través del lenguaje, los símbolos y las formas de interacción.

Miguel Uribe

Homenaje a Miguel Uribe. Foto:César Melgarejo

“La vida en sociedad, especialmente en una políticamente ordenada, implica una regulación de la violencia y de las formas de relacionamiento, que suelen estar establecidas por normas legales y sociales. Cuando esas regulaciones se rompen o no hay manera de preservarlas, los hechos violentos irrumpen en la sociedad”, cuenta Patiño.

Por tanto, la rabia no surge solo como reacción ante asesinatos, atentados o la frustración de vivir en un país violento; también puede interiorizarse hasta el punto de convertir la agresividad en una respuesta automática. Según los expertos, de ahí nacen actos con un impacto aún más profundo, que agreden símbolos colectivos. Un ataque durante una ceremonia religiosa o una agresión contra una figura política o cultural no solo hiere a una persona: sacude a toda una comunidad y deja cicatrices difíciles de cerrar. Por eso, alcanzar la paz no se limita a silenciar las armas: es un proceso largo, complejo y continuo, que puede tomar generaciones.

Justamente sobre las consecuencias de actos sicariales como el ocurrido el pasado 7 de junio, el sociólogo alemán Norbert Elías —quien estudió la evolución de las comunidades— explica que todas las sociedades regulan la violencia y las relaciones humanas. “Pero, así como existen procesos civilizatorios, también hay procesos descivilizatorios, en los que se rompen las reglas, los códigos y las normas”, agrega Carlos Alberto Patiño.

Por eso, tras un acto violento de alto impacto, como el atentado contra Miguel Uribe Turbay —que pone en jaque los acuerdos sociales básicos—, se desencadena una reacción en cadena que puede llevar a comportamientos desbordados en la sociedad. Según los expertos, este tipo de hechos intensifican los enfrentamientos entre las personas, que se manifiestan tanto en discursos cargados de odio como en acciones físicas: destrucción de espacios, daños a bienes o incluso agresiones directas. Como explica Carlos Alberto Patiño, en estos contextos la ira y la violencia tienden a nublar la razón colectiva, debilitando los lazos sociales y afectando la convivencia.

“Ese proceso de confrontación y de destrucción, de llevar al otro a una posición de deshumanización, es el inicio de un ciclo amplio de violencia social. Un ciclo cuyo fin no siempre está claro, pero cuyas consecuencias sí lo están: se rompen las normas regulatorias y se debilita el tejido social”, concluye el experto en conflicto.

Por otro lado, también se propaga la tristeza. Según Edith Aristizábal, docente de psicología y coordinadora de la especialización en Psicología Forense de la Universidad del Norte, los atentados violentos generan sensaciones de incertidumbre, desprotección y amenaza, propias de una cultura de la violencia. Estas emociones pueden dejar secuelas psicológicas profundas, como el trauma y la tristeza prolongada, que afectan tanto a las víctimas directas como al conjunto de la sociedad.

“Fue un acto contra un ciudadano colombiano, y todos nos identificamos con eso. Habitamos el mismo país y estamos expuestos a la violencia”, señala la experta. Sin embargo, explica que el impacto es mayor en los jóvenes, ya que tienen menos defensas psicológicas que los adultos, lo que podría generar un mayor grado de afectación emocional. En el caso de los adultos, el efecto es distinto: este tipo de hechos puede reactivar recuerdos de atentados pasados y despertar traumas históricos que no han sido completamente superados.

El atentado contra Miguel Uribe Turbay no representa, por ahora, un escenario nacional igual al que se vivió a finales de los años 80 e inicios de los 90, cuando fueron asesinados varios líderes políticos, entre ellos Luis Carlos Galán, Álvaro Gómez Hurtado, Carlos Pizarro Leongómez, Bernardo Jaramillo Ossa y Jaime Pardo Leal.

Oraciones por Miguel Uribe

A las afueras de la fundación Santafe continúan las jornadas de oración por Miguel Uribe. Foto:César Melgarejo/ El Tiempo @melgarejocesarnew

Sin embargo, el hecho ha generado una conmoción comparable a la de ese periodo, así como sentimientos de tristeza y cuestionamientos frente al rol del Estado. De acuerdo con Carlos Alberto Patiño, profesor de la Universidad Nacional, las capacidades operativas de la fuerza pública, incluyendo las fuerzas militares y la policía, se han reducido significativamente. También señala una pérdida de capacidad en los organismos de inteligencia, lo cual considera fundamental. “Un país tan complejo como Colombia, sin inteligencia, es como conducir un vehículo de noche sin luces: no sabes qué está pasando ni hacia dónde vas”, afirma.

El atentado contra Miguel Uribe Turbay, y la reacción de zozobra que generó, refleja que, aunque la cultura de la violencia persiste, su normalización ha disminuido. Que este tipo de hechos cause conmoción sugiere que aún existen límites sociales frente a la violencia y que persiste la memoria de una historia marcada por ella.

Para Manuela Bedoya, de 26 años, “es muy triste que en un mundo donde se habla tanto de libertad, nadie escuche ni piense en soluciones sostenibles”. Esteban Mejía, de 23 años, afirma: “es preocupante que se repita la historia y que sigamos matándonos por pensar diferente”. Sus voces coinciden con el sentir de otros jóvenes que rechazan la violencia y advierten sobre su permanencia.

María Jimena Delgado Díaz

Periodista de Cultura

@mariajimena_delgadod

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