La Victoria, la Belleza, la Fidelidad… ¿Con cuál de estas tres deidades nos quedaríamos…? La Victoria envejece, la Belleza se va, la Fidelidad es inalterable y siempre nos acompañará. Los amantes del fútbol sueñan con la primera, se enamoran de la segunda, pero finalmente parecen preferir la tercera. Idolatran a aquellas figuras que permanecieron más tiempo en su club por encima de otros cuyo paso quizás fue más fulgurante.
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El último enero, la isla de Cerdeña se congregó toda en el adiós a Gigi Riva, el ídolo que nunca se quiso ir del Cagliari pese a los flechazos del Milan, de la Juventus. Y toda Italia le dio honores casi de estado. Premiaban al gran crack nacional, pero más que eso al hombre fiel que se entregó a una sola camiseta, a una sola parcialidad. La lealtad da dividendos, Gigi era millonario de afectos.
En unos días, cuando se enfrenten el Athletic Club de Bilbao y el Real Madrid en San Mamés, Giuseppe Bergomi recibirá del club vasco el prestigioso One Club Award, el premio al “jugador de un solo club”, una distinción honorífica para aquellos futbolistas que desarrollaron toda su carrera en una misma institución. Antes lo han recibido leyendas como Paolo Maldini, Sepp Maier, Carles Puyol, Billy McNeill, Ryan Giggs o Ricardo Bochini.
Con frescos 18 años, Bergomi fue campeón mundial con Italia en 1982, en aquel brillantísimo título que la Azzurra levantó en Madrid tras vencer a Argentina, Brasil, Polonia y Alemania. No obstante, el 4 de diciembre experimentará un orgullo único: homenajearán su fidelidad. La Copa Mundial premia la aptitud futbolística, el One Club Award distingue valores humanos: la consecuencia, el compromiso. En este caso, con el pueblo interista, que representa muchos millones de italianos. Un solo título de liga ganó Giuseppe en veinte años de calzarse la maglietta negriazul, pero se quedó siempre, en las tardes felices y en las otras. Eso veneran los hinchas del Inter, su amor por los colores. En Bilbao lo aplaudirán athleticzales y madridistas, pero al volver a Milán lo ovacionará el Meazza, el estadio que lo vio cientos de veces entrar con la cinta de capitán.
“Defender una sola bandera en la vida te hace único: todo el mundo lo reconoce, aunque signifique ganar sólo un campeonato, como me pasó a mí, pero en cierto modo es un orgullo, porque fue el resultado de una lealtad absoluta”, dice Bergomi, hoy, comentarista de Sky TV, a La Gazzetta dello Sport. Claro, de haber ido a la Juve tal vez hubiese saboreado otras mieles, pero dijo no. “Vino a buscarme Trapattoni. ¿Por qué no viene a Turín?, me preguntó. Porque estoy a gusto en casa, respondí. ‘Bien hecho, bravo…’, me dijo”.
Beppe era un chico, 16 años, cuando los tifosi del Inter lo vieron debutar, y todo un hombre al retirarse diecinueve temporadas después. Era un duro marcador de punta, jugó cuatro Mundiales. Sin embargo, quedó eternizado por su idilio con el Inter, que sigue hasta hoy.
El One Club Award tiene tanto predicamento como el Laureus o el Fair Play, tal vez más. Pero le va a costar horrores encontrar nuevos candidatos, los futbolistas actuales son vedettes que cambian mucho de escenario. El dinero domina todo, el representante es el personaje que puso distancia entre el jugador y el club, entre el hincha y su ídolo. “Si no nos dan lo que pedimos me lo llevo”, amenaza. Y cumple.
Ricardo Bochini, un chico humilde de pueblo, llegó a Independiente con 15 años para la octava división. Apenas hablaba. Se quedó toda la vida. La gente le agradece los triunfos, su juego genial, las Copas Libertadores, pero, sobre todo, haberse quedado para siempre. Hoy, el estadio lleva su nombre, la calle donde está enclavado y una de las tribunas principales, también, todo se llama Bochini. Daniel Bertoni, otro ídolo rojo, lo resumió: “Todos decimos que amamos a Independiente, pero todos alguna vez nos fuimos, el Bocha no se fue nunca, están bien los homenajes que le hacen”. Cuando ganaron la Copa Intercontinental contra la Juventus en Roma, 1 a 0 con gol suyo, fue el día más feliz de su vida. El club les dio a cada uno 200 dólares de premio. No era como ahora. La plata no importaba, valía la gloria. Como Bergomi, estuvo veinte temporadas cambiándose en el mismo vestuario.
El marco del fútbol actual, la organización, el reglamento, los arbitrajes, las tácticas, la preparación, la competitividad, y especialmente el contexto global, todo ello es mejor en el presente que en el pasado, en especial, más limpio. Lo que no podrá igualar el hoy es el romanticismo del que estaba envuelto este deporte hace 40, 50, 80 años atrás. La cáscara de aquel fútbol era sencilla y gustosa. Luego, el dinero en cantidades industriales invadió todas las esferas de la actividad, y donde entra el vil elemento se pierden los valores más bellos de la existencia humana.
Ibas a la cancha y sabías de memoria la formación de tu equipo porque los protagonistas pasaban años en el club, no estaban desesperados por irse, tampoco pedían fortunas para renovar contrato. Era fácil convencerlos: “Quedate, la gente te quiere, vamos a armar un plantel para pelear el título…” Hoy no están cerca del público, nadie los ve, no son verificables, parecen hologramas.
Una mínima ceremonia de tres minutos que apenas distraía la atención del público. En el centro del campo, un señor de saco y corbata entregaba al crack una pequeña estatuilla consistente en un balón dorado sobre una basesita de madera que cabía en una mano. El ganador mostraba el premio a las gradas y estas sellaban el momento con un somero aplauso. Y un grupito de fotógrafos (no una nube) a quienes se les permitía acercarse sin restricciones, lo eternizaba. Lo espectacular de la foto era su simpleza, la austeridad del acto. Y quienes lo recibían eran Gianni Rivera, Bobby Charlton, George Best, Beckenbauer… Así era la entrega del Balón de Oro en los ’60, no la gala fastuosa, casi obscena de lujo y muchas veces polémica de ahora.
El celebérrimo Ferenc Puskás cuenta en su libro autobiográfico que, en su niñez, en los partidos de barrio en Budapest, tenían un equipo que hacía maravillas. Se había corrido la voz, jugaban en la calle y se juntaba gente a verlos. Varios ficharon luego por el Kispest, el club de al lado de su casa. La movían tan lindo que “el tío Joszeph”, carnicero de la cuadra, había fijado “un premio extraordinario” si ganaban en los desafíos contra los chicos de otras barriadas: una salchicha para cada uno. Era la época de entreguerras, de auténtica pobreza en muchos países de Europa. Terminaban sudados, raspados, extenuados, se dejaban la piel por esa salchicha.
A sus quince años, Pelé firmó su primer contrato con el Santos por 12 dólares. Eran 6.000 cruzeiros de la época. Nada. Para terminar de convencer al padre, que dudaba, los dirigentes agregaron: “pero también tendrá casa y comida”. La casa era la pensión del club, bajo las tribunas, y la comida se servía en lo de doña Georgina, que trabajaba para el Santos. O Rei compartía pieza con Coutinho, el genio del toque corto. Georgina les cocinaba todo lo que les gustaba. Fue el tiempo más hermoso de su vida. Como Bergomi y Bochini, Edson le dedicó diecinueve años al Santos. Nunca amagó con irse.
Existía “el amor a los colores”, un sentimiento intangible pero real, que se traduce en una palabra: RESPETO.
Último tango
JORGE BARRAZA
Para EL TIEMPO
@JorgeBarrazaOK