“¿Arriba o abajo?” Lina Botero y Cristina Carrillo de Albornoz, las curadoras de la muestra de Fernando Botero en el Palazzo Bonaparte en Roma se plantan frente a dos naturalezas muertas y tratan de ponerse de acuerdo en la distancia que deben tener entre ellas, “¿por el borde de arriba o por el eje?” Hay dos musculosos empleados de Arthemisia que siguen sus instrucciones, y levantan uno de los cuadros: una sandía por la que se asoma un gusano con carita feliz por un agujero en la cascara.
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En una esquina tiene clavado un tenedor –también diminuto– del que brotan tres gotitas de sangre que se unen en un ligero chorrito. “Mi papá insistía mucho en resaltar el volumen con esos trucos”, dice Lina frente a otro cuadro: un Jesucristo crucificado por el que bajan un centenar de pequeñas gotas de sangre, “jugaba con los tamaños todo el tiempo”, dice, “hacía que las figuras fueran mucho más rotundas”.
Porque así empezó su leyenda y su marca en el arte universal. La historia se ha contado una y otra vez y siempre resulta perfecta: el origen del volumen de Botero está en el dibujo de una mandolina que hizo una noche en México, donde se dio cuenta de que, tras haber hecho el orificio más pequeño, había creado otro mundo. Y ese mundo –en todas sus expresiones: dibujo, acuarela, pasteles, óleos y esculturas– está ahora en la última residencia de Letizia, la mamá de Napoleón Bonaparte.
El Palazzo Bonaparte está ubicado en el corazón de Roma, justo enfrente de la plaza Venecia, tiene frescos del año 1700, el balcón donde la madre del emperador escudriñaba la sociedad romana desde un encierro forzoso desde que quedó coja por una caída, y una escultura de mármol de Canova de casi tres metros de altura en el primer piso que, entre otras cosas, no le gustó y no vio nunca la luz de la calle. Hasta hace poco –2019–, el palazzo estuvo cerrado al público, pero lo adquirió la ciudad y desde entonces ha tenido exposiciones multitudinarias como una de Vincent Van Gogh y otra de obras poco conocidas de los impresionistas más emblemáticos. Y ahora, con una espectacular promoción por toda la ciudad, en sus buses y en carteles por todas partes, tiene la exposición de Botero, justo un año después de su muerte el 15 de septiembre de 2023.
Roma e Italia fueron definitivos para el artista colombiano; Botero llegó en los años 60 cabalgando en una motocicleta Vespa en busca de la obra de Fra Angelico y la de Uccello. Recorrió todos los pueblos posibles en busca de iglesias y conventos que guardaran frescos desconocidos de todos los maestros de Quattrocento y muchos años más tarde se instalaría en Pietrasanta para moldear sus esculturas monumentales y pasar el verano con sus hijos y sus nietos, “para él fue su segunda patria”, dice Lina. Y el cariño ha sido reciproco. En la rueda de prensa había un centenar de periodistas listos para oír a los tres hermanos Botero: Lina, Fernando y Juan Carlos. La inauguración oficial parecía la entrada a una discoteca de moda y en las plazas donde están instaladas sus esculturas gigantes, turistas y locales no dejan de tomarse fotos en el eje que trazaron por la Vía del Corso, una de las calles emblemáticas del comercio romano.
No deja ser impactante que en una ciudad en la que es todo belleza, la belleza de sus esculturas pueda competir sin complejos. No deja ser emocionante encontrarse con un gato boteriano en medio la nada o ver desde arriba de la Plaza del Pópolo a cientos de personas en busca de una buena selfie con sus majestuosos Adán y Eva.
La muestra se hizo contrarreloj; la invitación llegó en mayo y el Palazzo Bonaparte, por sus dimensiones, reclamaba más de un centenar de obras, “pero papá era muy juicioso”, dice Lina, “de cada serie siempre guardaba los dos mejores cuadros para él; hay que pedir muy pocas obras prestadas”. Lina –al lado de Cristina Carrillo– decidieron hacer una curaduría lejos de la idea de retrospectiva. Apostaron por mostrar la maestría de Botero en todos sus idiomas y rescataron una obra emblemática que parecía perdida: El homenaje a Mantegna, la obra con la que Botero ganó el Salón Nacional de Artistas Colombianos en 1958, salió en una venta privada en Christie’s y el propietario la prestó para la muestra. Y de la obra de Mantegna –exhibida en un salón solitario– hay un paso a la sala de sus homenajes a los grandes maestros, una Mona Lisa de perfil, los esposos Arnolfini de Jan van Eyck en modo Botero, el monumental díptico de los duques de Urbino de Piero della Francesca o un cuadro de una Menina de Velázquez.
“Ese es un cuadro especial”, dice Juan Carlos Botero, “papá nunca lo firmó y nunca salió de su estudio en París”. El cuadro está dentro de un marco alemán del siglo XVI –que compró en un anticuario en Alemania– y es una de las estrellas de la exposición.
“Papá”, dice Fernando Botero, su hijo mayor, “era un estudioso de las cartas de los artistas. Tenía un amigo, el profesor Werner Spies, que lo ayudó a encontrar cartas manuscritas de Rafael, Velázquez, Miguel Ángel, en fin… Leyó La vida de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos de Giorgio Vasari, donde se citan estos textos, y con el profesor –que se convirtió en uno de sus grandes amigos– decidió ir en busca de los originales en bibliotecas de Bolonia, Nuremberg, Florencia… entre todos estos textos encontró una carta de Diego Velázquez a un discípulo en donde le explicaba cómo pintar. Y con esa carta decidió hacer esta Menina. No la firmó nunca porque decía que tenía más de Velázquez que de Botero”.
Fernando señala otra particular enseñanza que le dieron las cartas, “en una que encontró de Rafael, en la que le respondía a un alumno cómo encontrar la armonía, Rafael decía: “muy fácil, use los mismos colores en la tela”. Y, efectivamente, hay un cuadro de una mujer que cae de cabeza de un balcón y se le ven unas bragas rojas del mismo rojo de la camisa de un hombre que la ve caer por la ventana; o los ocres del vestido de una mujer que tiene la misma paleta del techo que ve el drama de su hijo muerto entre sus brazos.
La muestra –además de la Mona Lisa y el Velázquez– tiene otro tesoro: un pastel que estuvo más de cuarenta años en el depósito de su apartamento en Nueva York, “cuando murió mi hermano Pedrito”, dice Lina, “papá entró en una depresión muy fuerte y guardó todo, cuando vendimos el apartamento de Manhattan apareció este pastel. Es un cuadro muy especial por sus colores, por su dulzura; Pedrito apenas tenía un año y medio en el momento en el que lo hizo”.
Pedro Botero, su hijo menor, con su segunda esposa, Cecilia Zambrano, murió en un accidente de tránsito en España en el que Botero también perdió una falange de su meñique derecho y creía que no iba a volver a pintar, “¿te imaginas?, ¿perder un hijo?”, me dice Lina. Una vez redescubierto el cuadro entró en su colección personal de obras maestras, pero nunca quiso mostrarla en vida, “esa decisión se las dejo a ustedes”, le dijo a Lina.
Lina recuerda con especial intensidad el último año de su papá. La artista griega Sophia Vari, su esposa, su cómplice total en la vida, acababa de morir y las complicaciones de salud que tenía Botero empezaron a acrecentarse. “Y me fui a vivir con él; tenía un Parkinson pasivo que le cerró la garganta. No temblaba y podía pintar, pero no podía comer ni podía hablar bien. El cáncer de Sophia fue devastador. Yo lo acompañaba al hospital y luego a la casa, su único descanso eran sus horas en el taller. Nos unió mucho ese último año. Su compañía siempre fue un privilegio: todavía me acuerdo cuando era niña, y una vez, cuando tenía 6 años, me pidieron en el colegio que dibujara una vaca. Le pedí a mi papá que la hiciera y me hizo una vaca gorda. Yo le decía, ‘¿por qué gorda? ¡por qué no la haces flaca!’ Jaja… En sus últimos meses, nos quedábamos solos y en silencio en su estudio; él pintaba y yo organizaba sus archivos. Y el tiempo se pasaba volando”.
“La muerte de Sophia lo acabó”, dice Fernando, “eran demasiado unidos; alguna vez, en París, me fui con ellos a comer y en el camino solo hablaban de un problema pictórico: el rojo Siena. Yo me disculpé porque tenía que hacer una llamada y, media hora después, cuando llegué a la mesa todavía estaban en los problemas del rojo con una botella de vino; un tiempo después de la muerte de Sophia, le pregunté ‘¿cómo estás, papá?’, y él lo único que me dijo fue: ‘No estoy bien’. No podía hablar, no podía comer y estaba muy flaco, pero tenía la cabeza perfecta: se comunicaba por mail y estaba tan lucido como siempre; mi papá decía que quería morir con el pincel en la mano, como Picasso. Y por poco lo logra: le dio una gripa y su hospitalización apenas duró dos días. El médico me dijo que no era una neumonía ni nada por el estilo, pero creo que él no quería vivir más; simplemente se dejó ir”.
Antes del cumpleaños 90 de Botero, Fernando les dijo a sus hermanos que, tal vez, era hora de hablar de la muerte con su papá, “el 1 de marzo nos citó en Montecarlo”, recuerda, “¿cuántos días piensan quedarse?”, les preguntó. “Tres”, respondieron. “Solo necesito dos minutos, ¿qué quiero después de muerto? Exposiciones, exposiciones, exposiciones, libros y películas. En ese orden, ahora sí, ¿vamos a almorzar”.
Las obras tiradas al fuego por Botero
La exposición en el Palazzo Bonaparte tiene una película de 15 minutos que se exhibe al lado del Napoleón de Canova, un poderoso catálogo y la promesa de varias exposiciones en China, Singapur, Arabia Saudita, España, Azerbaiyán y, entre otras cosas, una exposición de sus esculturas en la capital del arte mundial: Basilea, Suiza, el lugar donde se realiza la feria más prestigiosa del planeta. La premisa de exposiciones, exposiciones, exposiciones, parece estar segura, “él creía en estar en los museos”, me dice Fernando, “fue un tipo juicioso con su obra; era un perfeccionista. Todavía me acuerdo de las obras que quemaba porque no le gustaban, las cortaba a tijeretazos, les echaba gasolina y fuego para que no quedara nada, lo acompañé varias veces a ese ritual en la chimenea o en las canecas de basura en Nueva York”.
La exposición del Bonaparte no tiene cenizas; pero tiene también la muerte. Hay un cuadro de un atentado en Colombia que resulta escalofriante, con las partes de las victimas por todas partes; hay varios de la serie de Abu Grahib; un Pablo Escobar con un tiro en la frente; un dibujo de un hombre que trata de acuchillar a su pareja en un ataque salvaje.
Está la ternura de su serie del circo; sus toros y sus toreros; un precioso baile de los años 50 en una especie de verbena donde todos parecen estar felices; un ministro de guerra con uno de esos gestos llenos de humor negro que resalta Juan Carlos: el maldito posa con su uniforme verde oliva y con una bota le aplasta la cabeza a un pobre cristiano, también hay una pareja presidencial con un platanal de fondo y un obispo en una bañera que tiene a un acólito diminuto con una toalla listo para secarlo, “él decía que el humor -como el gusano que se asoma con su carita feliz por la cáscara de una sandía- ofrecía pequeñas ventanas para que la gente entrara al cuadro”.
Roma recibió a un artista que está en su corazón y hasta en el mejor lugar del Vaticano. En una de las salas contemporáneas, justo antes de entrar a la Capilla Sixtina, cerca de un Francis Bacon, también hay un Botero con el paseo de un cardenal. Y en su camino hay un par de preciosas vacas gordas.
*Por invitación de Equilátero Comunicaciones
FERNANDO GÓMEZ ECHEVERRI
DIRECTOR DE LA REVISTA BOCAS Y LECTURAS DOMINICALES