BAALBEK, Líbano — La gasolinera es un hervidero de vida en una zona del este del Líbano que de otro modo no ve movimiento.
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Para las 9:00 horas, un flujo constante de autos se acerca a su bomba y el propietario de la estación, Ali Jawad, les indica que entren uno por uno. Son vecinos, médicos y rescatistas, entre las pocas personas que quedan en una zona que ha sido golpeada casi a diario por ataques aéreos israelíes. Mientras llena sus tanques, comparten las últimas noticias —los edificios destruidos, los amigos heridos, los vecinos muertos. También atiende llamadas de personas que han huido, preguntando si la carretera ha sido afectada y si sus casas han sobrevivido.
“Nunca me iré”, dijo Jawad, de 56 años, una mañana reciente. “Es mi deber quedarme y ayudar a la gente aquí”.
La gasolinera de Jawad es la última que sigue abierta en las afueras de Baalbek, una ciudad de antiguas ruinas romanas que casi ha quedado vacía en las últimas semanas al huir la mayoría de los residentes del bombardeo de ataques aéreos israelíes. Para quienes se han quedado, la estación se ha convertido en un salvavidas. Hoy es un centro de elementos esenciales al intensificarse la guerra: combustible, amistad e información.
El grupo militante libanés Hezbolá comenzó a disparar contra el norte de Israel en solidaridad con su aliado Hamas después de los ataques del 7 de octubre del año pasado, desatando intercambios de fuego que desplazaron a comunidades en ambos lados de la frontera. En las últimas semanas, Israel ha intensificado sus bombardeos e invadido con tropas terrestres. Las autoridades libanesas afirman que más de 1.2 millones de personas han huido de sus hogares en Líbano.
Unos cientos han permanecido en los alrededores de Baalbek, donde las bombas de Jawad alimentan a las excavadoras que cavan entre los escombros y a las ambulancias que transportan a los heridos a los hospitales. Dan energía a los generadores que mantienen encendidas las luces del hospital, permiten que la última panadería permanezca abierta y hacen funcionar los refrigeradores de la tienda de abarrotes. Jawad también sirve como nexo para las novedades. Los conductores comparten noticias de los impactos que ven.
Equilibrando el teléfono sobre su hombro, le indicó a un auto que pasara a la bomba. El conductor, Khalid Zayim, de 42 años, descendió del vehículo. Manchas de hollín cubrían su mono gris, el uniforme de la defensa civil, los trabajadores médicos de emergencia del País. “Es un desastre”, le dijo Zayim.
La semana pasada, 5 de los 15 miembros de su equipo enfermaron por toxinas que inhalaron en el lugar de los impactos, dijo.
Incluso antes de que Israel intensificara sus bombardeos el mes pasado, muchos libaneses dependían de redes informales de apoyo social. El Gobierno estaba demasiado afectado por la corrupción y la parálisis política como para proporcionar la mayoría de los servicios básicos. La comunidad chií pasó a depender de Hezbolá, que administraba su propia red de hospitales, escuelas y programas para jóvenes. Los servicios que brindaba ayudaron a mantener a flote la región. Pero ahora, con el grupo aparentemente consumido por la guerra, incluso ese apoyo ha desaparecido en gran medida, dicen los residentes de Baalbek.
La falta de ayuda formal ha impulsado a Jawad a quedarse. Su esposa, Gada Tasnoob Talib, de 50 años, le rogó que se fuera con ella, su hijo y tres hijas a la segunda casa de la familia en Bartroun, en la costa norte.
“Me dijo: ‘Estás loco. Vámonos. Todos los demás se están yendo —nosotros tenemos el dinero para irnos’”, recordó. “Ella no lo entiende desde mi punto de vista. No se trata de dinero, se trata de adoptar una postura: o ayudas a la gente o no”.
La pelea fue una de las más intensas de su matrimonio. A pesar de sus propios temores, Talib finalmente decidió quedarse con su marido.
“Baalbek nunca morirá”, proclamó Jawad. “¿Pero quién pagará el precio? Los civiles que mueren”.