Kamala Harris perdió las elecciones presidenciales de Estados Unidos, pero uno de sus lemas de campaña quedó reivindicado en la derrota. “¡No vamos a regresar!”, insistió la candidata demócrata, y sin querer tenía razón: el regreso de Donald Trump al poder es una prueba de que Estados Unidos ha vivido un verdadero punto de inflexión en la historia, un cambio irrevocable de una era a la siguiente.
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En el primer mandato de Trump, no parecía un Presidente históricamente transformador. Su victoria fue estrecha, careció de apoyo mayoritario, rápidamente se volvió impopular y fue obstaculizado y acosado.
Incluso si su victoria sorpresa del 2016 demostró que el descontento con el consenso oficial del mundo occidental era inesperadamente profundo, la forma en que gobernó hizo que fuera fácil considerar su presidencia como accidental —una ruptura con un mundo político “normal” que alguna serie de figuras de autoridad podía reimponer con éxito. Gran parte de la Oposición se organizó en torno a esta esperanza, y la elección de Joe Biden pareció una reivindicación: los adultos estaban de regreso, la normalidad era restaurada.
Pero en algún momento de este drama, probablemente entre los primeros reportes sobre una gripe mortal en Wuhan, China, y la invasión de Ucrania por parte de Vladimir Putin, la normalidad que los oponentes de Trump aspiraban a recuperar quedó definitivamente en el pasado.
La era post Guerra Fría ha terminado y no vamos a regresar. Esto puede parecer la interpretación más alarmista de la era Trump —que estamos saliendo de la era democrática liberal y entrando a un futuro estadounidense autocrático, o al menos autoritario. Pero el nuevo futuro es mucho más abierto e incierto que esa visión oscura.
Muchos estadounidenses votaron contra Trump porque sentían que la democracia o el liberalismo estaba amenazado, pero muchos otros se inclinaron a la derecha por la misma razón: porque sentían que esa era la manera de defender las normas liberales contra la policía del discurso, o el poder democrático contra las élites tecnocráticas.
No sabemos qué perspectiva, si es que alguna de ellas, será reivindicada. Todo lo que sabemos es que en este momento las categorías políticas medulares de Estados Unidos están en disputa —con vigoroso desacuerdo sobre lo que significan democracia y liberalismo, realineamientos inestables tanto en la izquierda como en la derecha, y elementos “postliberales” en acción en el populismo de derecha y también en el progresismo consciente y la tecnocracia administrativa.
No regresamos al estrechamiento del debate político que caracterizó al mundo después de 1989, a las visiones convergentes del mundo de la centroderecha reaganista y la centroizquierda clintonista-blairista, y al rechazo de posibilidades radicales. Este estrechamiento sugería que el estado final deseado de la política era un mundo en el que dos partidos políticos con ideas afines debatían sobre presupuestos y no mucho más, donde las guerras culturales se resolvían en los términos que la clase profesional liberal considerara adecuados, y donde la ideología se recluía a monasterios académicos y la religión al ámbito privado.
Al describir este orden estrechado post Guerra Fría en el 2014, Mark Lilla, profesor de humanidades en la Universidad de Columbia en Nueva York, escribió que tratar de transmitir a sus estudiantes “el gran drama de la vida política e intelectual de 1789 a 1989” a menudo lo dejaba “sintiéndome como un poeta ciego cantando sobre la Atlántida perdida”. Pero una década después, algo de ese drama perdido ha regresado: la ideología de extrema izquierda se derramó fuera de la academia, la ideología de extrema derecha colonizó Internet, la era Covid revivió todo tipo de paranoias latentes y las personas que esperaban normalidad son constantemente emboscadas por el radicalismo.
Los políticos demócratas podrán pasar los próximos años huyendo de la concientización, pero el amplio giro a la izquierda tendrá una influencia generacional en la academia y la filantropía y más. El populismo podría volverse un poco menos voluble una vez que Trump abandone el escenario, pero en Europa y Estados Unidos el estilo populista ha reemplazado al anterior centroderecha, con cuestiones como la inmigración masiva que se vislumbran como fuentes permanentes de división, no tempestades temporales que las élites pueden esperar sortear y escapar.
E incluso las influencias más descabelladas llegaron para quedarse, porque no existe mecanismo para hacer que lo radical desaparezca. Esto es porque tampoco vamos a regresar a un mundo donde existe una serie de instituciones confiables que median la verdad, fuentes centrales de noticias e información que todos reconocen y en las que todos confían.
El declive de lo convencional ha sido evidente desde que Internet comenzó su trabajo disruptivo, pero por un tiempo pareció que la vida digital podría traer de vuelta algún tipo de consenso del establishment.
Ésta era la esperanza de algunos liberales de la “antidesinformación” y una fuente de ansiedad para muchos populistas y libertarios, particularmente durante los últimos años de la primera Administración Trump. Pero por ahora parece que tanto las esperanzas como los temores fueron exagerados.
Esta realidad entregó a los estadounidenses el panorama de información para las elecciones del 2024, en las que los dos candidatos perseguían un abanico de públicos específicos, buscando votos en la jungla de los podcasts y las arenas movedizas de TikTok, mientras los remanentes de los medios convencionales intentaban imponer narrativas que terminaron siendo aparentemente irrelevantes.
Está claro que no vamos a regresar a un mundo de primacía estadounidense indiscutible ni a un orden internacional liberal que se expanda para abarcar cada vez más regiones del mundo.
Cuando la invasión de Ucrania por parte de Putin fracasó en sus esfuerzos iniciales y Estados Unidos organizó una respuesta económica radical, fue brevemente posible creer que un liberalismo musculoso tipo de la década de 1990 estaba a punto de volver a salir avante.
Pero los dos años transcurridos desde entonces han demostrado que la guerra económica de Estados Unidos contra Rusia no ha logrado socavar sustancialmente el régimen de Putin, pero ha ayudado a forjar un bloque económico chino-ruso más coherente. La alianza “global” que apoya a Ucrania es principalmente una coalición estadounidense y europea, en la que gran parte del mundo no occidental no está de su lado.
Así como el resurgimiento del radicalismo y la reacción no significa el fin del liberalismo, el resurgimiento de rivales reales no significa el fin del imperio estadounidense. Pero parece ineludible una era de conflictos sostenidos, en la que el mundo de la globalización bajo el liderazgo estadounidense da paso a un mundo de bloques económicos en competencia, formas de autoritarismo regionalmente específicas, carreras armamentistas tecnológicas y decisiones nada saludables para los formuladores de políticas estadounidenses.
Y estas decisiones se volverán especialmente difíciles por el poder decreciente de los actuales aliados de Estados Unidos en Europa y la Cuenca del Pacífico, cuya crisis demográfica ha empeorado marcadamente desde el 2016.
En la pronunciada caída en las tasas de natalidad se puede ver un fin sombrío de la tendencia moderna hacia el individualismo consumista. Y este es el patrón final de la era post Guerra Fría al que no vamos a regresar: estamos dejando atrás un mundo donde el liberalismo social está siempre a la vanguardia y donde se supone que la expansión del individualismo cultural equivale al progreso humano.
Cuando algunas de las sociedades más avanzadas del planeta se enfrenten a un colapso demográfico dentro de un par de generaciones, habrá una fuerte demanda de visiones alternativas y una gran presión de selección que favorecerá a las comunidades que hallen algún tipo de recurso. Estos recursos incluirán un giro hacia alguna forma de tradición religiosa: la dinámica del siglo 21 favorecerá la creencia sobre el secularismo, las “tradiciones” de todo tipo sobre tipos de espiritualidad más tibias.
En las sociedades más libres, se debe anticipar que el tradicionalismo compita con el transhumanismo —la búsqueda de una extensión radical de la vida como respuesta al envejecimiento de la sociedad; el escape a la realidad virtual como sustituto de las posibilidades perdidas de sexo, amor y familia; un mundo de compañeros de IA eternamente jóvenes como alternativa a un mundo en envejecimiento de carne y hueso.
Se trata de visiones extrañas, pero, al igual que las posibilidades políticas más radicales, existen en los márgenes de nuestra cultura común y tienen una potencia especial entre las personas que intentan diseñar nuestro futuro tecnológico.
¿Se acabó el liberalismo? No, simplemente está perturbado y cuestionado de nuevas maneras, y ya no es una fuerza de vanguardia clara en la historia de la humanidad. ¿Se acabó la era estadounidense? Es casi seguro que no, pero si continúa, será como un Nuevo Estados Unidos, en un orden global muy diferente del mundo de George W. Bush y Barack Obama.
Lo que tenemos, por ahora, es sólo la sensación de un final, la comprensión de que el mundo anterior ha desaparecido.