Un niño en medio de la oscuridad de una calle del barrio Sucre no deja de sonreír. En ese momento, tenía 13 años y su rostro era lo único iluminado. Dice que la comida no falta, que es fuerte y aunque su familia ha llorado, porque ha caído en dificultades, asegura que todo está bien. Amén, repite.
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Luego, la voz de un hombre se escucha cuando las imágenes en movimiento salen al paso. Al fondo se observa la Torre de Cali bajo un cielo azul, muy azul y así empieza el recorrido por uno de los barrios más antiguos en ese corazón de la llamada ‘Sucursal del Cielo’, pero con un cielo bajo el cual están ignorados y viviendo entre la pobreza. Paradójicamente, el barrio está ubicado a pocas cuadras de la Alcaldía, la gobernación del Valle, del Palacio de Justicia y de toda una dinámica de compradores y vendedores que como hormigas se aglomeran cerca de ese pedazo del centro caleño.
Allí hay otra ciudad donde el consumo de droga ha llevado al barrio Sucre y así como al aledaño El Calvario a cargar con el rótulo en sus espaldas de la ‘olla’, un calificativo que les pesa a sus más de 4.000 habitantes, familias de escasos recursos que día a día levantan la cabeza para sobrevivir y hacer resistencia.
-Pa’ adelante, compañeros porque aquí, un día más de bendiciones (…).
-Ha aprendido a apreciar todo, las cosas. ¿Cierto que sí?
-Sí gracias a Dios. Antes me mantenía metiendo vicio, pero ya no lo voy a hacer. He cambiado.
- Amén.
-Amén (…). Siempre compañeros porque sus familias también los quieren. Siempre muchas lágrimas, siempre vamos a estar bien y pa’adelante. Amén.
Después, el niño desaparece y sobresale, de nuevo, la voz del desconocido del comienzo de esta historia.
“El pelado que habla es Pipe, uno de los hijos de Johana que conocí cuando empecé a entrar al barrio que dijeron podía tragarme. Me lo advertían con el bautizo callejero que el olvido le dio a Sucre, cuando la ciudad le volteó la espalda. La ‘olla’ le llamaron, como si ahí solo hubieran problemas cocinándose en la oscuridad”.
Las imágenes llevan a adentrarse por aquellas calles de viejas casonas e inquilinatos, donde hay quienes viven de la basura, separando en alguna esquina ese material reciclable que les pondrá un plato de comida en la mesa.
“Pero ninguna razón fue suficiente. Yo quería contar ese otro mundo que a nadie parece importarle y así comenzó esta película que terminé grabando durante dos años con mi teléfono (celular) y una cámara de bolsillo”.
Ese narrador incógnito es el caleño Jorge Enrique Rojas y es el mismo director de un rodaje que empezó como un deseo que había venido germinando desde que era un niño, cuando iba con su mamá al centro de Cali y buscaban tomar uno de esos buses de colores como una gama rodante y hasta con nombres de aves que la ciudad tuvo en el pasado. Caminaban por esas calles, pero con cierta cautela porque la gente les decía por dónde cruzar y por dónde no.
"Yo recuerdo percatarme del miedo que marcaba cierta frontera cuando estábamos caminando a coger el bus, miedo que lo sentía cuando veía en la gente apretar sus paquetes y era esa frontera que marcaba la calle 10”, dice Rojas.
Después afirma: “Esta es la crónica de un retrato familiar que se convirtió en una lección de humanidades”. Esas mismas palabras las dice en su relato que da inicio a un documental con el nombre El Cielo al revés, el cual tuvo recursos del Fondo Único de Tecnologías y Comunicaciones (TIC) del Gobierno Nacional y el respaldo del canal de televisión regional Telepacífico.
En el arranque surge Johana como el hilo de una sumatoria de vivencias de aquellas familias en el barrio, donde el sol se oculta detrás del edificio del Palacio de Justicia.
Pipe es Maicol Andrés Tenorio. Pero es Pipe por cariño, quien siendo niño soñaba con ser futbolista, una ilusión que se fue diluyendo por la crudeza de la calle que lo llevó a fundaciones de rehabilitación y justamente, esa primera imagen del documental es de él cuando tenía 13 años.
Ese niño a lo largo de la grabación de El Cielo al revés se va transformando en adolescente hasta ser mayor de edad, dejando ver en su piel cicatrices de heridas que empiezan a agregarse en su espalda por ese pavimento que lo ha venido golpeando, pero siempre rodeado del amor de una madre y es ella, la principal protagonista para mostrar cómo una comunidad trabaja y vive orgullosa habitar en este pedacito de territorio.
Esta mujer luchadora es Johana Tenorio. “Tengo dos hermanos, de Bucaramanga. Mi papá era de acá, nacido y criado. Mi mamá era Sevilla, Valle. Me trajeron pa’ acá cuando iba a cumplir 16 años. Acá llegué al barrio y tuve a mi primer hijo al que me mataron, de 15 años, Brandon Stiven Gutiérrez Tenorio. Me lo mataron el 31 de octubre, el Día de las Brujitas".
Johana también cuenta sobre sus demás cinco hijos: Valentina, Carlitos que vive en España; Pipe, Pinochito que hoy tiene 10 años y la pequeña Zoe, que cumplió tres hace poco. “Zoe es una bendición que Dios me mandó. Yo era muy loquita. Ella es la que me ha recuperado, que me quiero meter en un problema por ella me retengo. Cuando me hice la prueba tenía 34 semanas y ya iba a nacer. Es una bendición”. ¿Y el papá? “Está preso. Tenía amigos que me decían no se meta con ese loco, el papá olía a pecueca, olía a de todo. Pero me gustó mi loco y vea, me mandó una princesa”.
Con ella, Rojas, que fue editor justamente de la sección de Crónicas en el periódico El País, de Cali, deja ver un panorama de resiliencia.
El barrio Sucre es uno donde pulula la crisis de sus 4.000 moradores, pero al mismo tiempo, están orgullosos de vivir en este viejo barrio y no lo cambiarían por ningún otro. Eso dice don Aldemar Lozano. “Por acá tenemos lo mejor. Damos tres pasos y tenemos el centro. Tenemos la Terminal, tenemos los mejores talleres de mecánica por acá y si queremos ir, vamos a Chipichape (el centro comercial del norte). Mejor dicho no cambio mi barrio”. Claro está que: “Cuando nosotros nos criamos, era diferente. Las cuadras no eran así, llenas de huecos no se veía este basurero”.
El adulto señala un arrume de desechos en una esquina. “Era bien elegante, aquí quedaba la joyería, la Platería Ramírez. Así estén diciendo que es una ‘olla’ esto se llenaba. La infancia de nosotros fue lo mejor en este barrio, ya no es lo mismo hacer una patineta con dos tablas y balineras”. Sigue narrando: Para el que no conoce es una 'olla', pero para nosotros es sagrado donde vivimos. No todo el mundo es delincuencia ni se ve mucha delincuencia”.
En ese momento aparece Johana tocando la puerta angosta metálica de su casa. Afuera, se detallan viejos trazos de murales pintados, uno de ellos deja leer las palabras 'Sucre 100 años' y 'Tolerancia’, plasmadas en la fachada por jóvenes de Graficalia que han enlucido la ciudad. Cuando esa puerta se abre aparece Pipe, ya de 17 años.
En otra de las escenas, Johana está emocionada, cargando en su regazo a su hija menor para visitar a su padre en la cárcel de Jamundí, al sur de Cali. Hay largas filas de visitantes. Su pareja fue detenida por una pelea callejera que en un comienzo le había dado una condena de cuatro años, pero luego el porte de un arma le alargó más esa sentencia que sería de nueve en total. Johana llora. “Yo me lleno como de odio pero pa’ delante por la niña, no crea eso a mí me descompone pero para adelante”.
Esta mujer vive de lo que le pagan en su vivienda como inquilinato. Es un cambuches que fue reconstruyendo durante el rodaje después de un incendio por una veladora. Lo levantó a punta de guaduas y madera en un suelo de tierra y techo de láminas. Por cuarto reciben entre 5.000 y 10.000 pesos diarios en un barrio, donde entre esos 4.000 habitantes, 1.300 son niños y adolescentes. Y de esta cifra, 800 de los menores tienen entre 0 y 9 años, mientras que 200 moradores más superan los 70 años.
La historia detrás de ese otro cielo de Cali
Quizás, por esta mirada excluyente es que el comunicador social responde una y otra vez, cómo se internaba de día y hasta altas horas de la noche en Sucre, por supuesto, comprendiendo que tal inquietud surge de ese imaginario de estigmatización a un sector que pretende dejar de lado estos señalamientos.
“Cuando crecí y ya como periodista, yo me recuerdo haciendo algunos trabajos que me
servían de pretexto para entrar a ese barrio o a esos barrios o a esa porción de la ciudad que yo quería conocer”, cuenta.
“Lo que sucedió ese primer día fue que recién llegado al barrio, yo conozco a una chica que está atendiendo a una joven que a media cuadra de nosotros se cayó privada, casi privada en el andén porque estaba teniendo una sobredosis”, el tono cambia.
Esa chica que la atiende se llama Jessica y es una líder social muy reconocida en el barrio, que para ese momento estaba trabajando con una ONG que se llama la fundación Viviendo. Es una de las instituciones donde estuvo Pipe. “Yo empiezo a ir, a partir de un sábado y después, todos los domingos en la mañana a buscar a esa chica y la empiezo a buscar en esa misma esquina".
Luego conoció a Johana y a su familia, que saca fuerzas, pese a que un carro fantasma le mató a su hermano, quien era habitante de calle, y en otro momento perdió a su madre y abuela de Zoe.
“Johana me cuenta su historia y es la historia de sufrimiento y abandono que han sufrido un montón de mujeres, innumerables mujeres en este país y en la ciudad. Y a pesar de todas las de todas las de todas las tragedias, de todos los dolores, de todas las vicisitudes que había tenido encima esa mujer, a mí me contaba su vida con brillo en sus ojos por esa niña que estaba ahí. Incluso me cuenta una anécdota que fue la que me hizo quedarme desde ese momento, digamos que en esa casa, porque ella me muestra una foto que había publicado un periódico popular y era una foto donde había varias mujeres, creo que dos o tres mujeres con tapabocas. Entre esas mujeres, detrás de un tapabocas estaba Johana. Estaba ahí porque había ido a intentar llevarse un tarro de leche para la niña”, dice.
“El Cielo al revés cuenta la historia familiar de Johana Tenorio, una mamá que lucha por mantener a salvo a sus hijos, mientras reconstruye su vida, y su casa, ubicada en el olvidado barrio Sucre del centro de Cali”, dice el caleño al explicar que en el equipo de rodaje, el director de cine fue Carlos Moreno y el editor, Andrés Porras. La historia ha trascendido al punto de que fue seleccionado para participar en la competencia de 'Villa del cine 2024, "junto a otros cuatro fantásticos cortometrajes en la categoría 'Mejor ópera prima nacional'.
“Es una semblanza de su resiliencia, puesta a prueba una y otra vez por los espirales del destino que parecen repetirse en los mismos giros trágicos, mientras ella se renueva en el empeño por seguir intentando otro camino”, comenta.
“Fue rodado en el corazón geográfico de la ciudad reconocida como ‘sucursal del Cielo’, pero “el relato es de una porción de su cielo menos visible, oculto casi siempre detrás del estigma y del miedo que rodean a Sucre", dice Rojas.
Siendo periodista cuando surgían temas, como cubrir el proyecto de renovación urbana para hacer ese cielo olvidado una Ciudad Paraíso que a lo largo de casi 20 años se lleva planteando en las alcaldías de turno, el caleño iba apasionado por conocer el otro rostro del centro de la ciudad. Esta travesía empezó en 2020 y al año siguiente continuaron las visitas para iniciar las grabaciones con su teléfono celular, pidiendo permiso, como cuando grabó aquel funeral hasta conocer a Johana.
“En ese momento, ella tenía 40 o 41 años y ha sido capaz de reponerse a destinos trágicos. La gente se imagina lo que puede ser Sucre, se lo imagina como un hervidero de problemas en ebullición permanente y si entras allí, el barrio te va a convertir en sopa y no es así”.
Para hacer esta historia, Rojas sacaba su celular para grabar, pero también una cámara de bolsillo que se la dio el concejal Roberto Ortiz con 800.000 pesos, cuando en ese momento no era candidato a la alcaldía de Cali. Fue una de las personas que creyó en esta cruzada de un documental que quiere que trascienda y que no se quede contando una historia más.
Por ello, Rojas se fascinó con el mundo de Johana, cuyo padre era conocido como ‘Rock and roll’, porque era un bailarín que mantenía a su familia con la venta de lotería en la calle. Lo hizo en el barrio Sucre, donde su hija asegura que seguirá allí, tratando de que sus hijos también superen adversidades y golpes, entre esas calles donde ronda la droga, pero donde son más las ganas y las acciones de quienes como Johana tratan de ayudar a que abandonen el consumo.
También hay mujeres, como una de las inquilinas de Johana llamada Audrey, que mientras come un plato de arroz con tantas ganas y gusto, en un estrecho cambuche habla sonriendo de que conoció allí el amor y que a diario alimenta su alma.
Por eso, eso Pipe, uno de los hijos de Johana, sigue sonriendo y lo hace en una noche de Año Nuevo, cuando la familia está en la calle. Johana compra una fritura y su hijo la abraza y también a su pequeña hermana. Luego desaparece entre la bruma de esa noche que dejó la calle mojada por la lluvia. A unos pasos, vecinos están quemando pólvora. Johana dice que se va a casa de un familiar. Lleva a Zoe en brazos y también desaparece.
En esta última escena del documental se muestra esa esquina, la carrera 13 con calle 18, donde está la humilde casa de Johana, el inquilinato de cambuches. Hay un hombre acurrucado en la mitad de la vía. Está aspirando pegamento de una botella. Las luces rojas de la pólvora iluminan una parte de esa calle entre sombras.
CAROLINA BOHÓRQUEZ
Corresponsal de EL TIEMPO
Cali