Cuando uno paga con una tarjeta débito o de crédito una compra en un supermercado, en unos pocos segundos el banco nos certifica en el celular que acabamos de realizar dicho gasto. Si uno lo autorizara, todo el sector financiero y, en realidad, todo el país podría tener la misma información en tiempo real.
De la misma forma, hoy en día con decisión política, gracias al desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones y los servicios de la nube, podríamos estar enterados en tiempo real de todos los gastos de la administración pública, en sus distintas fuentes como el Presupuesto General de la Nación, regalías, el Sistema General de Participaciones o los recursos propios. Si todas las entidades del Estado tuviesen la obligación de operar sus finanzas en sistemas integrados de información y gestión, estaríamos enterados en el qué, cómo, dónde y para qué se gastan los ingresos, cuáles son los compromisos y cómo es la ejecución realizada hasta en el más mínimo detalle y en tiempo real, incluyendo si está en línea con las necesidades identificadas. En otras palabras, habríamos dado un paso trascendental para eliminar la corrupción atroz que padecemos.
En un lenguaje un poco más técnico, con una buena política de información pública, que ordene la oferta y la demanda, establezca claridad de usos y usuarios, roles y responsabilidades de producción y control de calidad, además de calendarios de reporte, tenemos la posibilidad de eliminar las asimetrías de información que existen entre gobernantes y gobernados. En general, las asimetrías de información, la noción de que grupos, entidades y personas saben cosas diferentes, son consustanciales con las actividades de los seres humanos. Por ejemplo, en la esfera de la economía, los trabajadores conocen mejor sus habilidades y destrezas que las firmas; quien compra un seguro de salud conoce mejor su estado de salud que el vendedor de seguros o el dueño de un automóvil conoce mejor sus condiciones que un comprador potencial.
Esas asimetrías de información confieren poder a quien tiene más conocimiento, y en el caso de la economía, ese poder puede ser magnificado y dar lugar a la manipulación de los mercados. Una firma puede explotar su poder de mercado de diferentes formas y, como consecuencia, la dispersión de precios puede ser creada artificialmente y no necesariamente ser la consecuencia de choques exógenos de oferta o de demanda. Por el estudio y las implicaciones de este tema crucial para el funcionamiento de los mercados, Joseph Stiglitz recibió el premio Nobel de Economía en 2001, en compañía de Michael Spence y George Akerlof. Al igual que en los mercados de bienes y servicios, el mismo Stiglitz argumentó que los procesos políticos también enfrentan asimetrías de información y, por lo tanto, generan también poder de unas personas sobre otras. Stiglitz argumentó que, así como sabemos que una menor transparencia afecta el manejo de las firmas, la inexistencia o precariedad de las reglas de información pública pueden afectar también el manejo y la calidad de la gobernabilidad. En el proceso político, el problema es más complicado porque las opciones “de salida” son más limitadas que en el sector privado. Si una firma es mal gerenciada, el daño puede ser limitado con el retiro del capital de los inversionistas o con los consumidores dirigiendo sus compras a otras empresas, pero en los procesos políticos, aquellos que enfrentan el deterioro en la gobernabilidad no tienen esa opción, pues no pueden pasarse a otro gobierno a no ser que emigren a otro país.
Un desafío central que enfrentan todas las sociedades libres es, entonces, contar con buenas políticas de información pública para que sus procesos políticos y los gobiernos sean transparentes y se eliminen las ventanas para la corrupción. Este es un tema complejo, ya que para que cumpla adecuadamente su función, la información del Estado debe operar con todas las características de los llamados bienes públicos, incluyendo sus externalidades positivas. Esto significa que la información debe ser un bien “no excluyente”, lo que quiere decir que esté disponible para todos y que pueda ser utilizada una y otra vez por una persona, sin reducir su consulta o utilización por otras. Por ejemplo, debe operar como el alumbrado público, que nos permite caminar de noche por una calle sin quitarle la luz a otro vecino que sale también a caminar. Una adecuada información pública debe ser también “no rival”, lo que significa que no se puede excluir de su consumo o de su utilización a nadie, como por ejemplo, cuando un país tiene seguridad frente a terceros, dicha seguridad no se le puede quitar a un departamento o a una ciudad específica. Por tener estas características, el sector privado jamás tendrá incentivos para proveer un bien con externalidades positivas y, por lo tanto, este tipo de información solo la puede proveer el Estado.
Cuando estaba dedicado a la vida académica fui invitado en 2001 por la embajada de Alemania para conocer los Tribunales de Cuentas de ese país. Tan pronto llegué a Alemania, aprendí que esas instituciones se remontaban a comienzos del siglo XVIII, como la que creó en 1714 Federico Guillermo de Prusia, con el fin de proveer información para examinar y comprobar las cuentas del presupuesto del Estado, informar sobre sus resultados y sobre todo tipo de irregularidades. Pronto, aprendí también que en Suecia, las leyes “de derecho a saber” por parte de cualquier ciudadano demandando transparencia del Estado habían existido por más de 200 años. Por su parte, en el Reino Unido, Jeremy Bentham propuso a comienzos del siglo XIX la creación de un Archivo Público de Información, argumentando que un deber fundamental del Estado era su “función estadística”, para colectar datos del Gobierno y de la comunidad, con un “sistema de registro” y un “sistema de publicación” para distribuir esta información en forma metódica a la opinión pública. Del fascinante viaje a Alemania concluí que la existencia de buenas políticas de información, que aseguren atributos de disponibilidad, oportunidad, calidad y libre acceso a los datos y, en particular, a través de sistemas integrados y abiertos, son una de las razones por las cuales países como Alemania, Suecia o el Reino Unido son desarrollados y, en particular, me convencí de la necesidad de que un país como el nuestro cuente con dichas políticas de información como condición necesaria para erradicar la corrupción.
Un desafío central que enfrentan todas las sociedades libres es, entonces, contar con buenas políticas de información pública para que sus procesos políticos y los Gobiernos sean transparentes.
En 2002 fui nombrado director del DNP (Departamento Nacional de Planeación), lo que me dio la oportunidad de hacer un esfuerzo para materializar estos conceptos sobre las asimetrías de información en una política pública y así lo hicimos con la creación de la Comisión de Políticas y Gestión de la Información (Coinfo), mediante el Decreto 3816 de 2003. Este fue el primer intento que, hasta entonces, se había realizado en Colombia para hacer que la información juegue un papel central y determinante en la formulación y ejecución de las políticas públicas. Presidido por el vicepresidente de la República, con la participación de los ministros de Hacienda, Comercio, los directores del Dane y el DNP, el Coinfo se convirtió en una de las reformas transversales del Programa de Renovación de la Administración Pública (Prap) del gobierno de Álvaro Uribe. Pese a la existencia de normas que consagraban la importancia de la información para el funcionamiento del Estado, como la Ley 489 de 1998, encontramos que no existían elementos críticos básicos para contar con sistemas de información que pudieran integrarse, pues ni siquiera existía un sistema unificado de registros administrativos, o sea, de los códigos con los cuales las diferentes entidades, como el Dane, Minhacienda o la Dian, identificaban a los agentes, como las empresas, los activos o las personas. Tampoco existía un criterio general de compras de hardware y software por parte de las entidades del Gobierno, ni un inventario general de los contenidos y características de los sistemas de información del sector público, los llamados metadatos. Por razones de espacio, es imposible resumir los componentes del programa del Coinfo, pero se avanzó muchísimo en unificar los registros administrativos del Estado, en definir y armonizar tecnologías de información, en crear metodologías y estandarización para la integración de las TIC (Tecnologías de la Información y las Comunicaciones). Se definió una estrategia de gobierno electrónico para trámites, pagos y firmas en línea, así como estándares para la adquisición de TIC y de seguridad para el manejo de la información, entre otros programas.
Los gobiernos posteriores avanzaron en políticas de información, como la creación de la figura del Chief Data Officer en el DNP, una política de datos abiertos y un centro del llamado big data, en la primera administración Santos. En la segunda, se creó una dirección de desarrollo digital en el DNP, se aprobó un Conpes de big data y se avanzó en una política de interoperabilidad de la información. En la administración Duque, se avanzó en la transformación digital y Colombia se distinguió por ser el primer país de la región en adoptar un marco ético para la inteligencia artificial. En los artículos 147 y 148 del Plan de Desarrollo de esa administración, Colombia definió una política de nube, ciberseguridad y gobierno electrónico para todas las entidades. Aunque significaron avances importantes, la centralidad y transversalidad que tuvo el Coinfo en los primeros años infortunadamente se diluyó en posteriores administraciones.
Mirando hacia el futuro, en el documento ‘Visión Colombia Segundo Centenario (DNP)’, Editorial Planeta, 2005, incluimos un programa de planeación a mediano plazo para avanzar hacia “una sociedad informada”, que, sin exagerar, sigue teniendo plena vigencia hoy. Por supuesto, en varios aspectos dicha visión debe ser actualizada, especialmente debido al extraordinario desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones que ha tenido lugar en las dos últimas décadas. También será crucial estudiar y aprender de las experiencias de otros países, como el Sistema Integrado de Administración Financiera (Siaf) del Ministerio de Economía y Finanzas del Perú, y los casos de Corea, Canadá, Suecia o Dinamarca, que son modelos en este tema. Corea es el de más rápido desarrollo, pues inició una gran reforma de los sistemas de gestión financiera pública y presupuesto en 2006 y hoy es el modelo más exitoso, según la OECD y el Banco Mundial.
Junto a una política de seguridad que provea el monopolio de la fuerza en todo el territorio, una renovada política para acabar las asimetrías de información entre gobernantes y gobernados debería hacer parte de las prioridades del próximo gobierno. Los agudos problemas de financiación y los escándalos de corrupción que hemos visto recientemente hacen aún más apremiante consolidar a la brevedad un marco general de estándares y sistemas integrados de información que permita un acceso público y en tiempo real a la información que asegure el control ciudadano. Sin un marco de esta naturaleza, por ejemplo, es un suicidio el incremento de los recursos de transferencias hacia las regiones aprobado recientemente por el Congreso, pues la ausencia de información sobre cómo se utilizarán esos recursos sería un festín para los corruptos.
La buena noticia es que noto una prometedora generación de jóvenes académicos y servidores públicos conscientes de los problemas que generan las asimetrías de información en el Estado y manifiestan estar dispuestos a colaborar para enfrentar este grave problema estructural. Muchos de ellos son expertos en programación, análisis computacional y en big data, y reclaman el derecho de todos los ciudadanos a conocer cómo está gastando el Gobierno la plata que recibe por nuestros impuestos. Saben también lo que hay que hacer para que dicha información se difunda a la comunidad a la misma velocidad con la que un banco nos certifica el pago de un almuerzo con la tarjeta de crédito. En pocas palabras, es una nueva generación de colombianos muy consciente de que el mejor desinfectante es la luz del sol.
SANTIAGO MONTENEGRO
Especial para EL TIEMPO