El traspaso pacífico del poder presidencial ha sido una norma política en Estados Unidos desde el final del segundo mandato de George Washington, hace 228 años. A pesar de una sangrienta guerra civil en la década de 1860, esta tradición ha sido un sello distintivo de estabilidad que sitúa a Estados Unidos como la democracia más antigua del mundo moderno. Con el aumento de su influencia internacional (sobre todo tras las dos guerras mundiales del siglo XX), el sistema de gobierno estadounidense se fue volviendo, cada vez más, un modelo para el resto del mundo.
Pero la segunda asunción de Donald Trump cambiará el estatus y el papel de EE. UU. en el mundo. El hecho se produce cuatro años después de que Trump intentó anular el resultado de una elección libre y justa. Ha puesto en claro que no le basta un simple cambio de personal o de políticas en Washington. Su verdadero objetivo (apenas disimulado) es convertir la democracia estadounidense en un sistema gobernado por los ricos y poderosos; lo que el expresidente Joe Biden, en su discurso de despedida, llamó con razón una “oligarquía”. La estrecha alianza entre Trump y Elon Musk, el hombre más rico del mundo, es una señal inequívoca de este cambio.
Si Trump se sale con la suya, la democracia estará en riesgo en todo el mundo. Con su fuerza política, militar y económica incomparable, Estados Unidos ha sido el baluarte histórico de la democracia. Y aunque nunca fue un ejemplo perfecto de los valores democráticos, ninguna otra potencia los ha promovido y protegido en la escena internacional tan sistemáticamente. Pero es probable que eso ya sea cosa del pasado.
Incluso si Europa consigue resistirse a que la dividan los nuevos oligarcas (algo difícil, en vista de la fragilidad de la Unión Europea frente al resurgir del nacionalismo), mal podrá ocupar el lugar de Estados Unidos. ¿Qué podrán hacer los europeos, realmente, si un gobierno neoimperialista de Trump coacciona a Dinamarca para que entregue Groenlandia? La triste respuesta la conocemos todos: muy poco.
Los europeos nunca esperaron nada bueno de la segunda presidencia de Trump. Pero pocos (y me incluyo) anticipábamos el giro que, ya antes de asumir el cargo, dio hacia el imperialismo y el revisionismo territorial respaldado por la amenaza de violencia contra un aliado de la Otán. Esta novedad superó mis expectativas más pesimistas. Ya bastante malo era que Europa tenga que enfrentar sola la agresión neoimperialista de Rusia; ahora, estará bajo presión de potencias neoimperialistas desde ambos lados.
Pero al menos las amenazantes declaraciones de Trump en relación con Groenlandia, Canadá y el canal de Panamá (además de su propuesta de intervención militar en México) aclaran el lugar de EE. UU. Que ya nadie se haga ilusiones sobre el significado de su regreso al poder.
¿Qué más necesitan los europeos para reconocer las implicaciones del cambiante terreno geopolítico actual? Ha llegado la era de la política del poder puro. A partir de ahora, el devenir internacional no lo dictarán reglas, normas o tradiciones, sino las superpotencias dominantes.
Ante este panorama hay que decir que si Europa se aferra a su bienamada idea de Estados nación soberanos, quedará relegada a la categoría de potencia mediana, o menos que eso. Sus senescentes sociedades, que ya enfrentan el declive económico y tecnológico, estarán a merced de potencias externas con malas intenciones. Europa ya no contará como potencia global capaz de forjar su propio destino.
Trump y el presidente ruso, Vladimir Putin, están obligando a la vieja Europa a decidir, aquí y ahora, qué futuro quiere. Europa tiene capacidades tecnológicas, experiencia y recursos financieros para defender sus intereses en el siglo XXI. Pero nada de eso puede compensar su mayor carencia: la falta de voluntad política para actuar en el escenario internacional como una potencia unificada.
Si los europeos de verdad quieren proteger su futuro, ya no basta decirlo, hay que hacerlo.
Análisis de Joschka Fischer, exministro de asuntos exteriores de Alemania. © Project Syndicate. Berlín.